Cuentos completos (273 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
8.84Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo que sí sabía era que todas aquellas propiedades acababan de ser destruidas por un robot que, aunque sólo de forma temporal, era de su propiedad. Todas las visiones de recompensa se esfumaron de su mente y fueron sustituidas por pesadillas cuyos horripilantes temas eran los ciudadanos hostiles, las turbas aullantes dispuestas al linchamiento, los juicios y acusaciones de asesinato y lo que diría Mirandy Payne en cuanto se enterara… especialmente lo que diría Mirandy Payne.

—¡Eh, robot, desmonta ese trasto que has construido! —gritó con voz ronca—. ¿Me oyes? ¡Desmóntalo y destrúyelo inmediatamente! Olvida que yo he tenido algo que ver en este asunto… No sé quién o qué eres, ¿entiendes? No digas ni una palabra al respecto jamás. Olvídalo todo, ¿me oyes?

Payne no esperaba que sus órdenes sirvieran de nada. Gritarlas había sido un mero acto reflejo, pero Payne ignoraba que un robot siempre obedece la orden dada por un ser humano salvo cuando obedecerla supone un peligro para otro ser humano.

Y, en consecuencia, AL-76 destruyó su disinto de forma tan calmada como metódica y volvió a convertirlo en la chatarra original.

Sam Tobe llegó con sus hombres con el tiempo justo de ver cómo AL-76 aplastaba el último centímetro cúbico del aparato bajo su pie. Randolph Payne se dio cuenta de que estaba ante los verdaderos propietarios del robot, por lo que se apresuró a bajar del árbol y puso pies en polvorosa hacia regiones desconocidas.

Y no esperó a que le dieran su recompensa.

Austin Wilde, ingeniero robótico, se volvió hacia Sam Tobe.

—¿Ha conseguido sacarle algo al robot? —le preguntó.

Tobe meneó la cabeza y lanzó un gruñido.

—Nada, absolutamente nada. Ha olvidado todo lo que ocurrió desde que abandonó la fábrica. Tiene la mente totalmente en blanco, y la única explicación es que habrá recibido la orden de olvidarlo todo. ¿Qué demonios sería aquel montón de chatarra con el que estaba trasteando?

—Un montón de chatarra, nada más. Pero antes de que lo hiciera añicos tuvo que ser un disinto, y me encantaría matar al tipo que le ordenó destruirlo…, sometiéndolo a una buena sesión de torturas lentas antes, a ser posible. ¡Mire esto!

Estaban a media ladera de lo que había sido la colina Duckbill —para ser exactos, en el punto exacto del que había sido limpiamente rebanada la cima—, y Wilde puso una mano sobre la superficie perfectamente lisa que interrumpía la aglomeración de tierra y rocas.

—¡Menudo disinto! —exclamó—. Arrancó limpiamente la cima de su base.

—¿Qué lo impulsaría a construirlo?

Wilde se encogió de hombros.

—No lo sé. Algún factor del entorno… No hay ninguna forma de averiguarlo. Su cerebro positrónico adaptado a la Luna debió de reaccionar impulsándolo a construir un disinto con toda esa chatarra. El robot lo ha olvidado todo, y me temo que sólo existe una probabilidad entre mil millones de que podamos volver a encontrar ese factor. Nunca volveremos a ver un disinto como ése.

—No importa. Lo importante es que hemos recuperado el robot.

—Y un cuerno. —La voz de Wilde no podía sonar más triste y abatida—. ¿Ha tenido algún tipo de contacto con los disintos en la Luna? Tragan una endiablada cantidad de energía, al igual que todos los trastos electrónicos, y no pueden ponerse en marcha hasta que les has proporcionado más de un millón de voltios de carga inicial. Pero este disinto no se parecía en nada a los de la Luna. He examinado toda esa chatarra con el microscopio y… Bueno, ¿quiere saber cuál es la única fuente de energía que he conseguido descubrir?

—Sí, claro. ¿Cuál?

—¡Ni más ni menos que esto! Y nunca llegaremos a saber cómo se las arregló…

Y Austin Wilde le alargó la fuente de energía gracias a la que un disinto había conseguido rebanar limpiamente la cima de una colina en medio segundo… ¡Dos pilas de linterna!

Victoria inintencionada (1942)

“Victory Unintentional”

La nave espacial, por decirlo de algún modo, tenía más agujeros que un colador.

Se suponía que así debía ser. De hecho, esa era precisamente la idea.

El resultado, por supuesto, era que durante el viaje de Ganímedes a Júpiter el interior de la nave estaba tan lleno como el vacío del espacio que la rodeaba. Y puesto que la nave estaba desprovista también de dispositivos calefactores, aquel vacío del espacio estaba a temperatura normal, es decir a una fracción de grado por encima del cero absoluto.

Eso también estaba de acuerdo con el plan. Esas cosas insignificantes como la ausencia de aire y de calor no fastidiaban en absoluto a nadie dentro de aquella nave en particular.

Los primeros jirones, apenas indistinguibles del espacio, de la atmósfera joviana empezaron a rezumar al interior de la nave a varios centenares de miles de kilómetros por encima de la superficie de Júpiter. Eran prácticamente hidrógeno en su totalidad, aunque quizá un cuidadoso análisis de los gases hubiera podido rastrear también un indicio de helio. Los indicadores de presión empezaron a arrastrarse hacia arriba.

Ese arrastrarse prosiguió a un ritmo acelerado mientras la nave iba descendiendo en una espiral rodeando a Júpiter. Las agujas de los sucesivos indicadores, cada uno de ellos diseñado para presiones progresivamente más altas, empezaron a moverse hasta que alcanzaron las proximidades de un millón o así de atmósferas, donde las cifras perdían la mayor parte de su significado. La temperatura, tal corno era registrada por las termocuplas, ascendía lenta y erráticamente, y finalmente se estabilizó aproximadamente a setenta grados centígrados por debajo de cero.

La nave avanzó lentamente hacia el final de su viaje, abriéndose pesadamente camino a través de un laberinto de moléculas gaseosas que se apiñaban tanto entre sí que el propio hidrógeno estaba comprimido casi a la densidad de un líquido. El vapor de amoniaco, extraído de los increíblemente vastos océanos de ese líquido, saturaba la horrible atmósfera. El viento, que se había iniciado un millar y medio de kilómetros más arriba, había ascendido hasta un nivel que la palabra huracán describía muy inadecuadamente. Resultaba evidente, mucho antes de que la nave aterrizara en una isla joviana bastante grande, quizá del tamaño de siete Asías, que Júpiter no era un mundo muy agradable.

Y sin embargo los tres miembros de la tripulación pensaban que sí lo era. Estaban completamente convencidos de ello. Pero los tres miembros de la tripulación no eran exactamente humanos. Y no eran tampoco exactamente jovianos.

Eran simples robots, diseñados en la Tierra para Júpiter.

ZZ Tres dijo:

—Parece que es un lugar más bien desolado.

ZZ Dos se reunió con él y contempló melancólicamente el paisaje azotado por el viento.

—Hay estructuras de algún tipo en la distancia —dijo—, que son obviamente artificiales. Sugiero que aguardemos a que sus habitantes vengan a nosotros.

ZZ Uno escuchaba desde el otro lado de la habitación, pero no respondió. Era el que primero había sido construido de los tres, a un nivel semi-experimental. Consecuentemente, hablaba con un poco menos de frecuencia que sus dos compañeros.

La espera no fue larga. Una nave aérea de extraño diseño pasó por encima de sus cabezas. Siguieron más. Y después una hilera de vehículos de superficie se aproximó, tomó posiciones, y desalojó organismos. Junto con esos organismos iban varios accesorios inanimados que podían ser armas. Algunos de esos accesorios eran acarreados por un solo joviano, algunos por varios, y algunos avanzaban por iniciativa propia, con quizá jovianos dentro.

Los robots no podían decirlo.

ZZ Tres dijo:

—Están a todo nuestro alrededor. El gesto pacífico lógico sería salir fuera, al aire libre. ¿De acuerdo?

Se mostraron de acuerdo, y ZZ Uno abrió la pesada compuerta, que no era doble, es decir, no tenía cámara de aire.

Su aparición por la puerta fue la señal para un excitado agitarse entre los jovianos que les rodeaban. Fueron hechas cosas a varios de los accesorios inanimados más grandes, y ZZ Tres fue consciente de un aumento de temperatura en la superficie externa de su cuerpo de berilio-iridio-bronce.

Lanzó una mirada a ZZ Dos.

—¿Notas esto? Creo que están apuntando energía calorífica hacia nosotros.

ZZ Dos mostró su sorpresa.

—Me pregunto por qué.

—Definitivamente, se trata de un rayo de calor de alguna clase. ¡Mira eso!

Uno de los rayos se había desviado por alguna causa indiscernible de su alineación, y su línea de radiación intersectó un arroyo de burbujeante amoniaco puro…, que muy pronto se puso a hervir furiosamente. ZZ Tres se volvió a ZZ Uno.

—Toma nota de esto, Uno, ¿quieres?

—Por supuesto. —Era en ZZ Uno en quien recaía el rutinario trabajo de secretario, y su método de tomar nota era efectuar una adición mental a la precisa cinta de memoria que albergaba en su interior. Ya había reunido la grabación hora a hora de todos los instrumentos importantes de a bordo de la nave durante el viaje a Júpiter. Añadió contemporizadoramente—: ¿Qué razón debo indicar a esta reacción? A los amos humanos probablemente les gustará saberlo.

—Ninguna razón. O mejor —se corrigió a sí mismo Tres—, ninguna razón aparente. Puedes decir que el máximo de temperatura del rayo era de unos más treinta centígrados.

—¿Debemos intentar comunicarnos? —interrumpió Dos.

—Sería una pérdida de tiempo —dijo Tres—. No puede haber más que unos pocos jovianos que conozcan el código de pulsaciones radio que se ha desarrollado entre Júpiter y Ganímedes. Tendrán que enviar en busca de uno, y cuando llegue, él establecerá inmediatamente contacto. Mientras tanto, dejémosles que observen. No comprendo sus acciones, os lo digo francamente.

Y la comprensión no llegó de inmediato. La radiación calorífica cesó, pero fueron traídos a primera línea otros instrumentos, y puestos en acción. Algunas cápsulas cayeron a los pies de los robots que observaban, con rapidez y fuerza debido a la gravedad de Júpiter. Se abrieron de golpe y vertieron un líquido azul, que formó charcos que fueron empequeñeciéndose rápidamente a causa de la evaporación.

El pesadillesco viento barrió los vapores, y los jovianos se apartaron rápidamente de sus caminos. Uno de ellos fue demasiado lento, se tambaleó locamente, y se derrumbó fláccido.

ZZ Dos se inclinó, metió un dedo en uno de los charcos, y contempló el goteante líquido.

—Creo que es oxígeno —dijo.

—Oxígeno, sí —confirmó Tres—. Esto se vuelve cada vez más extraño. Esta es evidentemente una práctica peligrosa, puesto que juraría que el oxígeno es peligroso para las criaturas. ¡Una de ellas acaba de morir!

Hubo una pausa, y ZZ Uno, cuya mayor simplicidad le conducía en ocasiones a una línea mucho más rígida de pensamiento, dijo con voz fuerte:

—Es posible que esas extrañas criaturas estén intentando a su manera infantil destruirnos.

Y ZZ Dos, impresionado por la sugerencia, respondió:

—¿Sabes, Uno?, ¡creo que tienes razón!

Se había producido un pequeño interludio en la actividad joviana, y ahora fue traída una nueva estructura. Poseía una esbelta varilla que apuntaba directamente hacia el cielo a través de la impenetrable lobreguez joviana. Se mantenía erguida en aquel increíblemente fuerte viento con una rigidez que indicaba claramente una notable fuerza estructural. De su extremo brotó un crujir y luego un relampaguear que iluminó las profundidades de la atmósfera hasta convertirlas en una neblina gris.

Por un momento los robots se vieron bañados por una persistente radiación, y entonces ZZ Tres dijo pensativamente:

—¡Electricidad de alta tensión! Y con una energía más bien respetable también. Uno, creo que tienes razón. Después de todo, los amos humanos nos han dicho que esas criaturas buscan destruir a toda la humanidad, y unos organismos poseyendo una maldad tan loca como la que les impulsa a pensar en causar daño a un ser humano… —su voz tembló ante el pensamiento—… es difícil que tengan escrúpulos en intentar destruirnos a nosotros.

—Es una vergüenza poseer unas mentes tan retorcidas —dijo ZZ Uno—. ¡Pobres criaturas!

—Lo considero un pensamiento altamente entristecedor —admitió Dos—. Volvamos a la nave. Ya hemos visto suficiente por ahora.

Eso hicieron, y se instalaron para aguardar. Como había dicho ZZ Tres, Júpiter era un planeta enorme, y era posible que tomara tiempo el que un transporte joviano pudiera traer hasta la nave a un experto en códigos de radio. De todos modos, la paciencia es algo muy fácil para los robots.

De hecho, Júpiter giró tres veces sobre su eje, según el cronómetro, antes de que llegara el experto. La salida y la puesta del sol, de todos modos, no traía por supuesto ninguna diferencia a la completa oscuridad del fondo de una capa de gases con una densidad casi líquida de cinco mil kilómetros de espesor, de modo que uno no podía hablar de día y de noche. Pero de todos modos, ni jovianos ni robots tenían ajustada su visión a las radiaciones de luz, de modo que eso no importaba.

Durante aquel intervalo de treinta horas los jovianos que les rodeaban prosiguieron su ataque con una paciencia y una perseverancia de las que el robot ZZ Uno tomó buena nota mental. La nave fue asaltada con tanta variedad de fuerzas corno horas transcurrieron, y los robots observaron atentamente cada uno de los ataques, analizando las armas a medida que las iban reconociendo. No las reconocieron todas.

Pero los amos humanos los habían construido bien. Había tomado quince años construir la nave y los robots, y su elemento más esencial podía ser expresado con una sola frase: una resistencia absoluta. Los ataques se fueron sucediendo inefectivamente, y ni nave ni robots evidenciaron ninguna señal causada por ellos.

ZZ Tres dijo:

—Esta atmósfera es un handicap para ellos, creo. No pueden utilizar disruptores atómicos, puesto que lo único que conseguirían sería desgarrar un agujero en este aire tan denso como una sopa y resultar destruidos ellos mismos a causa de la explosión.

—Tampoco han utilizado explosivos potentes —dijo ZZ Dos—, de lo que podemos alegrarnos. No nos hubieran hecho ningún daño, por supuesto, pero nos hubieran sacudido un poco.

—Los explosivos de alta potencia quedan descartados. No puedes utilizar un explosivo sin expansión de gases, y el gas simplemente no puede expandirse en esta atmósfera.

—Es una buena atmósfera —murmuró Uno—. Me gusta.

Other books

Lord Beast by Ashlyn Montgomery
Ghosted by Shaughnessy Bishop-Stall
Double Date by Melody Carlson
How to Marry a Rogue by Anna Small
Secondary Targets by Sandra Edwards
TYCE II by Jaudon, Shareef
Then Comes Marriage by Emily Goodwin
Slow Hands by Leslie Kelly