Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Oh, cielos —exclamó la señora Ellis—. Es demasiado pequeño para molestarse por eso. Además, estos aviones grandes son maravillosos. A menos que mire por la ventanilla no creería que estamos en el aire. ¿No opinas lo mismo, George?
Pero el señor Ellis, un hombre brusco y directo, dijo:
—Me sorprende que suba a un bebé de esa edad en un avión.
La señora Ellis se volvió hacia él de mal talante.
Laura se apoyó a Walter en el hombro y le palmeó la espalda. Walter se calmó, metió los deditos en el cabello lacio y rubio de su madre y comenzó a escarbar en el mechón que le cubría la nuca.
—Vamos a ver a su padre. Walter aún no ha visto a su hijo.
El señor Ellis se quedó perplejo e inició un comentario, pero la señora Ellis se apresuró a intervenir:
—Supongo que su esposo está en el servicio militar.
—Sí, así es. —El señor Ellis abrió la boca en un mudo «oh» y se calmó—. Lo han destinado cerca de Davao. Nos reuniremos en Nichols Field.
Antes de que la azafata volviera con el biberón se enteraron de que Walter era sargento del Servicio de Intendencia, de que llevaba en el Ejército cuatro años, de que se habían casado hacía dos, de que estaban a punto de licenciarlo y de que pasarían una larga luna de miel allí antes de regresar a San Francisco.
Luego, Laura acunó a Walter en el brazo izquierdo y le ofreció el biberón. Se lo puso entre los labios y las encías se cerraron sobre la tetilla. La leche empezó a burbujear, mientras las manitas acariciaban el biberón tibio y los ojos azules lo miraban fijamente.
Laura estrujó ligeramente al pequeño Walter y pensó que, a pesar de todas las dificultades y molestias, era maravilloso tener un bebé.
Teoría, siempre teoría, pensó Gan. La gente de la superficie, un millón de años antes o más, podían ver el universo, podían sentirlo directamente. Ahora, con mil doscientos kilómetros de roca encima de la cabeza, la raza sólo podía hacer deducciones a partir de las trémulas agujas de su instrumental.
Era sólo teoría que las células cerebrales, además de sus potenciales eléctricos comunes, irradiasen otra clase de energía; una energía que no era electromagnética y, por tanto, no estaba condenada al lento avance de la luz; una energía que sólo se asociaba con las funciones más elevadas del cerebro y, por tanto, sólo era característica de criaturas inteligentes y racionales.
Sólo una aguja oscilante detectaba que un campo de esa energía se filtraba en la caverna, y otras agujas indicaban que el origen de ese campo estaba en determinada dirección a diez años luz de distancia. A1 menos una estrella se debía de haber acercado en ese ínterin, pues la gente de la superficie afirmaba que la más cercana se encontraba a quinientos años luz. ¿O estaban en un error?
—¿Tienes miedo? —interrumpió Gan de improviso en el nivel coloquial del pensamiento e invadió bruscamente la zumbona superficie de la mente de Roi.
—Es una gran responsabilidad —contestó éste.
«Otros hablan de responsabilidad», pensó Gan. Durante generaciones los jefes técnicos habían trabajado en el resonador y en la estación receptora, pero a él le correspondía el paso final. ¿Qué sabían de responsabilidad los demás?
—Lo es —le corroboró—. Hablamos de la extinción de la raza con vehemencia, pero siempre entendemos que llegará algún día, no ahora, no en nuestra época. Pero llegará, ¿entiendes? Llegará. Lo que vamos a hacer hoy consumirá dos tercios de nuestra provisión total de energía. No quedará suficiente para intentarlo de nuevo. No quedará suficiente para que esta generación viva su vida entera. Pero eso no importará si cumples las órdenes. Hemos pensado en todo; nos hemos pasado generaciones pensando en todo.
—Haré lo que me digan —afirmó Roi.
—Tu campo mental se enlazará con los que vienen del espacio. El campo mental es una característica del individuo y, por lo general, es muy baja la probabilidad de que exista un duplicado. Pero los campos que vienen del espacio suman miles de millones, según nuestras estimaciones. Es muy probable que tu campo sea igual al de uno de ellos y, en ese caso, se configurará una resonancia mientras nuestro resonador esté en funcionamiento. ¿Conoces los principios?
—Sí.
—Entonces, sabes que durante la resonancia tu mente estará en el planeta X, en el cerebro de la criatura cuyo campo mental sea idéntico al tuyo. Ese proceso no consume energía. En resonancia con tu mente, también trasladaremos la masa de la estación receptora. El método para transferir masa de esa manera fue la última fase del problema que resolvimos y requerirá toda la energía que la raza usaría normalmente en cien años. —Tomó el cubo negro que era la estación receptora y lo miró sombríamente. Tres generaciones atrás, se consideraba imposible fabricar un aparato, que reuniera todas las propiedades necesarias, en un espacie menor a quince metros cúbicos. Ya lo tenían, y era del tamaño de un puño—. El campo mental de las células cerebrales inteligentes sólo puede seguir unas pautas bien definidas. Todas las criaturas vivientes, sea cual fuere su planeta, deben poseer una base proteínica y una química basada en agua de oxígeno. Si su mundo es habitable para ellas, es habitable para nosotros. —Teoría, siempre teoría, pensó en un nivel más profundo—. Eso no significa que el cuerpo donde te encuentres —continuó— y su mente y sus emociones no sean totalmente extraños. Así que hemos dispuesto tres métodos para activar la estación receptora. Si estás fuerte, sólo tendrás que ejercer doscientos cincuenta kilos de presión en cualquier cara del cubo. Si estás débil, lo único que necesitas es pulsar un botón, al que llegarás mediante esta abertura del cubo. Si no tienes extremidades, si tu organismo huésped está paralizado, puedes activar la estación con la propia energía mental. Una vez que la estación se active, tendremos dos puntos de referencia, no sólo uno, y la raza se podrá transferir al planeta X mediante teleportación normal.
—Eso significará que usaremos energía electromagnética.
—En efecto.
—La transferencia tardará diez años.
—No tendremos conciencia de la duración.
—Lo sé, pero eso quiere decir que la estación permanecerá en el planeta X durante diez años. ¿Y si la destruyen mientras tanto?
—También hemos pensado en ello. Hemos pensado en todo. Una vez que se active la estación, generará un campo de paramasa. Se desplazará en la dirección de la atracción gravitatoria, deslizándose a través de la materia común hasta que un medio de densidad relativamente alta ejerza suficiente fricción para detenerla. Se necesitarán seis metros de roca para ello; cualquier densidad menor no tendrá ningún efecto. Permanecerá a seis metros bajo tierra durante diez años, y en ese momento un contracampo la elevará a la superficie. Luego, uno a uno, cada miembro de la raza aparecerá.
—En ese caso, ¿por qué no automatizar la activación de la estación? Ya tiene muchas características automáticas…
—No lo has pensado bien, Roi. Nosotros sí. Quizá no todos los puntos de la superficie del planeta X sean adecuados. Si los habitantes son poderosos y están avanzados, tal vez haya que encontrar un lugar discreto para la estación. No nos convendría aparecer en la plaza de una ciudad. Y tendrás que asegurarte de que el entorno inmediato no es peligroso en otros sentidos.
—¿En qué otros sentidos?
—No lo sé. Los antiguos archivos de la superficie registran muchas cosas que ya no entendemos. No las explican porque las daban por conocidas pero llevamos lejos de la superficie casi cien mil generaciones y estamos desconcertados. Nuestros técnicos ni siquiera se ponen de acuerdo en cuanto a la naturaleza física de las estrellas, y eso es algo que en los archivos se menciona y se comenta a menudo; pero ¿qué significa «tormentas», «terremotos», «volcanes», «tornados», «celliscas», «aludes», «inundaciones», «rayos» y demás? Son térmínos que aluden a peligrosos fenómenos de superficie cuya naturaleza ignoramos.
No sabemos cómo protegernos de ellos. A través de la mente de tu huésped podrás aprender lo necesario y actuar en consecuencia.
—¿Cuánto tiempo tendré?
—El resonador no puede funcionar continuamente durante más de doce horas. Yo preferiría que terminases tu tarea en dos. Regresarás aquí automáticamente en cuanto la estación esté activada. ¿Estás preparado?
—Lo estoy.
Gan lo condujo hasta el gabinete de vidrio ahumado. Roi se sentó, acomodó las extremidades en las cavidades y hundió las vibrisas en mercurio para establecer un buen contacto.
—¿Y si me encuentro en un cuerpo agonizante? —preguntó.
—El campo mental se distorsiona cuando la persona está a punto de morir —le explicó Gan mientras ajustaba los controles—. Un campo normal como el tuyo no se hallaría en resonancia.
—¿Y si está cerca de una muerte accidental?
—También hemos pensado en ello. No podemos protegerte contra eso, pero se estima que las probabilidades de una muerte tan rápida que no te dé tiempo de activar la estación mentalmente son menos de una en veinte billones, a no ser que los misteriosos peligros de la superficie sean más mortíferos de lo que pensamos… Tienes un minuto.
Por alguna extraña razón, Wenda fue la última persona en quien Roi pensó antes de la traslación.
Laura despertó sobresaltada. ¿Qué ocurría? Era como si la hubieran pinchado con un alfiler.
El sol de la tarde le brillaba en la cara y el resplandor la hizo parpadear. Bajó la cortina y miró a Walter.
Se sorprendió al verle los ojos abiertos. No era su hora de estar despierto. Miró el reloj. No, no lo era. Y faltaba una hora para darle de comer. Seguía el sistema de darle de comer cuando lo pidiera («grita y te daré de comer»), pero normalmente Walter respetaba el horario.
Le frotó la cara con la nariz.
—¿Tienes hambre?
Walter no respondió de ninguna manera y Laura se sintió defraudada. Le habría gustado que sonriera. Más aún, deseaba que se riera, que le rodeara el cuello con los brazos regordetes, le frotara con la nariz y dijera «Mamá»; pero sabía que eso no podía hacerlo. Pero lo que sí podía hacer era sonreír.
Le apoyó el dedo en la barbilla y le dio unos golpecitos.
—Bu, bu, bu, bu.
Walter siempre sonreía cuando le hacía eso, pero se limitó a parpadear.
—Espero que no esté enfermo —dijo, y miró preocupada a la señora Ellis.
La señora Ellis dejó su revista.
—¿Pasa algo malo, querida?
—No lo sé. Walter no reacciona.
—Pobrecillo. Tal vez esté cansado.
—En tal caso debería estar durmiendo, ¿no?
—Se encuentra en un ambiente extraño. Tal vez se esté preguntando qué es todo esto. —Se levantó, cruzó el pasillo y se agachó para acercar su rostro al de Walter—. Te preguntas qué es lo que pasa, ¿eh, bolita? Pues claro. Te preguntas dónde está tu cunita y dónde están los dibujos del empapelado.
Hizo ruiditos chillones.
Walter apartó la vista de su madre y miró sombríamente a la señora Ellis, que se incorporó de golpe, con un gesto de dolor, y se llevó la mano a la cabeza.
—¡Cielos! ¡Qué extraño dolor!
—¿Cree usted que tendrá hambre? —preguntó Laura.
—¡Por Dios! —exclamó la señora Ellis, con una expresión más tranquila—. Una no tarda en enterarse cuando tienen hambre. No le pasa nada. He tenido tres hijos, querida. Lo sé.
—Creo que voy a pedirle a la azafata que entibie otro biberón.
—Bueno, si eso te hace sentirte mejor…
La azafata trajo el biberón y Laura sacó a Walter del moisés.
—Tómate el biberón y luego te cambiaré y luego…
Le acomodó la cabeza en el brazo, le dio un suave pellizco en la mejilla, se lo acercó al cuerpo mientras le llevaba el biberón a los labios…
¡Walter gritó!
Abrió la boca, agitó los brazos, extendiendo los dedos y con el cuerpo rígido y duro, como si tuviera el tétanos, y gritó. El grito resonó en todo el compartimento.
Laura también gritó. Soltó el biberón, que se hizo añicos.
La señora Ellis se levantó de un brinco, y varios pasajeros la imitaron. El señor Ellis despertó de su siesta.
—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Ellis.
—No lo sé, no lo sé. —Laura sacudía a Walter frenéticamente, se lo echaba sobre el hombro, le palmeaba la espalda—. Nene, nene, no llores. ¿Qué pasa, nene? Nene…
La azafata se acercó a todo correr. Su pie se quedó a un par de centímetros del cubo que había bajo el asiento de Laura.
Walter pataleaba furiosamente, berreando a todo pulmón.
Roi estaba anonadado. Se encontraba sujeto a la silla, en contacto con la clara mente de Gan, y de pronto (sin conciencia de separación en el tiempo) se vio inmerso en un torbellino de pensamientos extraños, bárbaros y fragmentarios.
Cerró la mente. Antes la tenía totalmente abierta para aumentar la efectividad de la resonancia, y el primer contacto con el alienígena había sido…
No doloroso, no. ¿Vertiginoso? ¿Nauseabundo? No, tampoco. No había palabras.
Recobró fuerzas en la plácida nada de la clausura mental y reflexíonó. Sentía el contacto con la estación receptora, con la cual estaba en conexión mental. ¡Había ido con él, qué bien!
Hizo caso omiso del huésped. Tal vez lo necesitara luego para cuestiones más drásticas, así que no convenía despertar sospechas por el momento.
Exploró. Buscó una mente al azar y reparó en las impresiones sensoriales que la impregnaban. La criatura era sensible a ciertas zonas del espectro electromagnético y a las vibraciones del aire, así como al contacto corporal. Poseía sentidos químicos localizados…
Eso era todo. La examinó de nuevo, estupefacto.
No sólo no había sentido directo de masa ni sentido electro potencial ni ninguna de las lecturas refinadas del universo, sino que no existía contacto mental.
La mente de la criatura estaba totalmente aislada.
Entonces, ¿cómo se comunicaban? Siguió examinando. Poseían un complejo código de vibraciones de aire controladas.
¿Eran inteligentes? ¿Había escogido una mente mutilada? No, todos eran así.
Escudriñó el grupo de mentes circundantes con sus zarcillos mentales, buscando un técnico o su equivalente entre esas semi-inteligencias lisiadas. Encontró una mente que se veía a sí misma como controlador de vehículos. Roi recibió un dato: se hallaba a bordo de un vehículo aéreo.
Es decir que, aun sin contacto mental, eran capaces de construir una civilización mecánica rudimentaria. ¿O aquellos seres eran las herramientas animales de verdaderas inteligencias que estaban en otra parte del planeta? No… Sus mentes decían que no.