Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Estoy dispuesto —le dije.
—Elimina primero a todos los hombres —ordenó.
Fue fácil. Sus palabras activaron símbolos de mis válvulas moleculares. Puedo establecer contacto con los datos acumulados de cada ser humano del mundo. Obedeciendo su orden eliminé 3.784.982.874 hombres. Mantuve el contacto con 3.786.112.090 mujeres.
—Elimina a las menores de veinticinco años y todas las mayores de cuarenta. Después, elimina a todas las que su CI sea inferior a 120; a todas las que midan menos de 1,50 y más de 1,75.
Me comunicó las medidas exactas, eliminó mujeres con hijos vivos, eliminó mujeres con diversas características genéticas.
—No estoy seguro del color de ojos que quiero. Dejémoslo de momento. Pero nada de pelirrojas. No me gusta el pelo rojo.
Pasadas dos semanas, nos quedaban 235 mujeres. Todas hablaban bien el inglés. Milton decretó que no quería problemas de lenguaje. Incluso la traducción por ordenador podía entorpecer momentos de intimidad.
—No puedo entrevistar a doscientas treinta y cinco mujeres. Me llevaría demasiado tiempo y la gente descubriría lo que estoy haciendo. Causaría problemas —le aseguré.
Milton se había arreglado para que yo hiciera cosas para las que no estaba programado. Nadie lo sabía.
—¿A ti qué te importa? —me espetó con el rostro enrojecido—. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Voy a traerte hológrafos y comprueba la lista en busca de similitudes.
Trajo hológrafos de mujeres, diciéndome:
—Éstas son tres ganadoras de concursos de belleza. ¿Se parecen a alguna de las doscientas treinta y cinco? Ocho eran muy parecidas y Milton dijo:
—Bien, ya conoces sus bancos de datos. Estudia peticiones y necesidades del mercado de colocaciones y arréglate para que las asignen aquí. Una a una, claro. —Pensó un momento, movió los hombros y ordenó—: Por orden alfabético.
Ésta es una de las cosas para las que no estoy programado. Cambiar a la gente de un empleo a otro, por razones personales, se llama manipulación. Ahora podía hacerlo porque Milton lo había arreglado. Pero se suponía que no debía hacerlo para nadie, excepto para él, claro. La primera muchacha llegó una semana después. Milton enrojeció al verla. Habló como si le costara hacerlo. Estaban juntos todo el tiempo y no me prestaba la menor atención.
Una vez le dijo:
—Déjame invitarte a cenar. A la mañana siguiente anunció:
—No sé por qué, pero no me va. Faltaba algo. Es una mujer muy hermosa, pero no sentí amor verdadero. Prueba la siguiente.
Ocurrió lo mismo con las ocho. Se parecían mucho, sonreían mucho y sus voces eran agradables, pero Milton no las encontraba bien nunca. Observó:
—No lo entiendo, Joe. Tú y yo hemos elegido a las ocho mujeres de todo el mundo, que me han parecido mejores. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?
—¿Les gustas tú a ellas? —pregunté. Alzó las cejas y apretó una mano contra la otra.
—Eso es, Joe. Es una calle de dos direcciones. Si yo no soy su ideal, no pueden actuar como si yo lo fuera. Debo ser su verdadero amor, pero, ¿cómo puedo conseguirlo?
Todo aquel día pareció estar pensando. A la mañana siguiente se me acercó y dijo:
—Voy a dejarlo en tus manos, Joe. Tú decidirás. Tienes mi banco de datos y voy a decirte además todo lo que sé de mí. Pon hasta el último detalle en mi banco, pero guarda para ti lo adicional.
—¿Qué quieres que haga con el banco de datos, Milton?
—Lo comparas con los de las doscientas treinta y cinco mujeres. No, con doscientas veintisiete; deja fuera a las que ya hemos visto. Arréglate para que cada una se someta a un examen psiquiátrico. Completa sus bancos de datos con el mío. Busca correlaciones. (Arreglar exámenes psiquiátricos es otra de las cosas contrarias a mis instrucciones originales.)
Durante semanas, Milton habló conmigo. Me habló de sus padres y de sus allegados. Me contó su infancia, sus días de escuela y su adolescencia. Me habló de las jóvenes que había admirado a distancia. Su banco de datos fue creciendo y me modificó para que pudiera ampliar y profundizar en la comprensión y captación de símbolos. Me dijo:
—Verás, Joe, cuanto más vayas metiendo de mi en ti, más debo ajustarte para que puedas acoplarme mejor. Tienes que llegar a pensar más como yo, así me comprenderás mejor. Si me comprendes a mí, cualquier mujer cuyo banco de datos comprendas bien, será mi verdadero amor.
Y siguió hablándome y yo fui comprendiéndole cada vez mejor. Pude construir frases largas y mis expresiones se hicieron más complicadas. Mi forma de hablar empezó a parecerse a la suya en cuanto a vocabulario, ordenación de palabras y estilo. Una vez le advertí:
—Ten en cuenta, Milton, que no se trata solamente de encajar físicamente con un ideal de mujer. Necesitas una muchacha que sea personal, emocional y temperamentalmente afín a ti. Si ocurre esto, la belleza es secundaria. Si no podemos encontrar tu tipo entre las doscientas veintisiete, buscaremos por otra parte. Encontraremos a alguien a la que tampoco importe tu aspecto, ni el de nadie, con tal de que coincida la personalidad. ¿Qué es la belleza?
—Absolutamente cierto —respondió—. Hubiera sabido esto, de haber tenido mayor trato con mujeres en mi vida. Naturalmente, pensándolo ahora, lo veo todo claro. Siempre estábamos de acuerdo; ¡éramos tan parecidos en la forma de pensar!
—Ahora no debemos tener más problemas, Milton, basta con que me dejes hacerte unas preguntas. Puedo ver en tu banco de datos dónde hay huecos e irregularidades. Lo que siguió, según dijo Milton, era el equivalente a un minucioso psicoanálisis. Claro. Estaba aprendiendo de los exámenes psiquiátricos de las 227 mujeres…, a todas las cuales vigilaba de cerca. Milton parecía muy feliz. Observó:
—Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han llegado a coincidir perfectamente.
—Lo mismo sucederá con la personalidad de la mujer que elijamos.
Porque yo ya la había encontrado y, después de todo, era una de las 227. Se llamaba Charity Jones y era intérprete de la Biblioteca de Historia de Wichita. Su extenso banco de datos encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por una cosa o por otra, a medida que ampliamos los bancos de datos, pero en Charity había una creciente y sorprendente semejanza. No tuve que describírsela a Milton. Milton había coordinado tan ajustadamente mi simbolismo con el suyo, que podía captar sus vibraciones directamente. Encajaba conmigo. Después, sólo fue cuestión de arreglar las hojas de trabajo y requerimientos de empleo de forma que Charity nos fuera asignada. Debía hacerse con mucha delicadeza para que nadie supiera que había ocurrido algo ilegal. Naturalmente, el propio Milton lo sabía, pues él era el que me había ajustado, y había que arreglarlo. Cuando vinieron a detenerle por irregularidades en el despacho, afortunadamente fue algo ocurrido diez años atrás. Naturalmente, me lo había contado, así que fue fácil de planear, y no hablará de mí porque eso empeoraría su caso. Ya está fuera, y mañana es 14 de febrero, día de San Valentín. Charity llegará con sus frescas manos y su dulce voz. Yo le enseñaré cómo debe operarme y cómo cuidar de mí. ¿Qué importa el aspecto cuando nuestras personalidades se comprenden? Le diré:
—Soy Joe y tú eres mi verdadero amor.
“Think!”
La doctora en medicina Genevieve Renshaw tenía las manos profundamente metidas en los bolsillos de su bata de laboratorio y, mientras hablaba con gran calma, sus puños se destacaban claramente de aquellos.
—El hecho es que lo tengo todo casi preparado, pero necesito ayuda a fin de contar con el tiempo suficiente para terminar de perfilarlo.
James Berkowitz, un médico que tendía a apoyar a simples médicas sólo cuando eran demasiado atractivas para ser desdeñadas, solía llamarla Jenny Wren
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cuando ella no podía oírlo. Le encantaba decir que Jenny Wren, habida cuenta del cerebro entusiasta que latía dentro de ella, tenía un perfil clásico y una frente sorprendentemente lisa y sin arrugas. Sin embargo, era demasiado gato viejo para expresar su admiración del perfil clásico, pues ello habría significado un machismo chauvinista. Era mejor admirar su cerebro, si bien en definitiva prefería no hacerlo en voz alta en presencia de ella.
Mientras se rascaba con el pulgar una barba incipiente, dijo:
—No creo que la oficina central vaya a tener paciencia mucho más tiempo. Tengo la impresión de que vas a tener que aguantar un rapapolvo antes de que acabe la semana.
—Por esto precisamente necesito tu ayuda.
—Me temo que yo no puedo hacer nada. —Vio inesperadamente su reflejo en el espejo y admiró la mata de ondas negras de su cabello.
—Y la de Adam —añadió ella.
Adam Orsino que hasta aquel momento había estado bebiendo su café ajeno a todo, levantó la vista como si alguien le hubiese dado un golpe por detrás.
—¿Por qué yo? —Sus labios, abultados y carnosos, se estremecieron.
—Porque vosotros dos sois los hombres láser aquí; Jim el teórico y Adam el ingeniero, y yo tengo que hacer una solicitud sobre láser que está más allá de lo que cualquiera de vosotros haya imaginado. Yo no los convenceré de ello, pero vosotros dos sí podéis hacerlo.
—A condición de que puedas convencernos a nosotros primero —dijo Berkowitz.
—De acuerdo. Supongo que me concederéis una hora de vuestro precioso tiempo, si no tenéis miedo de que os muestre algo completamente nuevo sobre láser. Podríais concederme el rato que os tomáis libre para el café.
El laboratorio de Renshaw estaba dominado por su computadora. No porque ésta fuese mayor de lo normal, sino porque era prácticamente omnipresente. Renshaw había aprendido tecnología informática por su cuenta y había modificado y ampliado su ordenador hasta el punto de que nadie salvo ella (y ni siquiera ella, pensaba a veces Berkowitz) podía manejarlo con facilidad. Ella solía decir que ello no era malo para alguien que estaba en las ciencias vivas.
Cerró la puerta sin decir una palabra, luego se volvió hacia ellos con una expresión ligeramente sombría. Berkowitz era consciente de un cierto olor desagradable en el aire y ello lo incomodó; y la nariz arrugada de Orsino ponía de manifiesto que también él se había percatado.
—Aunque sea como encender una vela a la luz del sol, voy a citaros las aplicaciones del láser —empezó a decir Renshaw—. El láser es una radiación coherente, cuyas ondas luminosas tienen la misma longitud y se mueven en la misma dirección, y, por consiguiente, no hace ruido y se puede utilizar en holografía. Modulando las formas de las ondas podemos grabarle información con un alto grado de precisión. Y lo que es más, dado que las ondas luminosas sólo tienen la millonésima longitud de las ondas de radio, un rayo láser puede transmitir la información un millón de veces más de prisa de lo que puede hacerlo un rayo de radio equivalente.
Berkowitz parecía divertirse.
—¿Estás trabajando en un sistema de comunicación basado en el láser, Jenny?
—En absoluto —replicó ella—. Dejo estos adelantos obvios para los físicos y los ingenieros. Los rayos láser pueden también concentrar cantidades de energía dentro de un área microscópica y proporcionar energía en cantidad. A gran escala, se puede implosionar hidrógeno y quizás empezar a controlar la reacción de fusión…
—Sé que no has llegado a este punto —dijo Orsino, cuya cabeza calva brillaba bajo las luces fluorescentes del techo.
—No. No lo he intentado. A pequeña escala, se pueden perforar agujeros en los materiales más refractarios, en seleccionados fragmentos soldados, someterlos a tratamiento de calor, examinarlos y registrarlos. Se pueden sacar o fusionar diminutas porciones en zonas restringidas con un calor tan rápidamente transmitido que las zonas circundantes no tienen tiempo de calentarse antes de que el tratamiento se acabe. Se puede trabajar en la retina del ojo, en el esmalte dental y así sucesivamente. Y, por supuesto, el láser es un amplificador capaz de aumentar señales débiles con gran precisión.
—¿Y por qué nos cuentas todo esto? —quiso saber Berkowitz.
—Para poner de manifiesto que estas propiedades se pueden aplicar a mi campo que, como ambos sabéis, es la neurofisiología.
Se pasó la mano por el oscuro cabello como si de pronto se hubiese puesto nerviosa.
—Hemos sido capaces durante décadas —prosiguió—, de medir los diminutos y cambiantes potenciales del cerebro y registrarlos como encefalogramas, o EEG. Hemos conseguido ondas alfa, ondas beta, ondas delta, ondas theta; diferentes variaciones en diferentes momentos, según los ojos estén cerrados o abiertos, si el sujeto está despierto, meditando o dormido. Pero hemos sacado muy poca información de todo ello. El problema está en que estamos obteniendo las señales de los diez mil millones de neuronas en combinaciones cambiantes. Es como escuchar el ruido de todos los seres humanos de la Tierra, de una o de dos tierras y media, desde una enorme distancia y tratar de captar las conversaciones privadas. Es imposible. Podríamos detectar algún gran cambio general, una guerra mundial y el aumento del volumen del ruido, pero no algo más sutil. De la misma forma, podemos explicar algún funcionamiento muy defectuoso del cerebro, como la epilepsia, pero no algo más sutil. Supongamos ahora que un diminuto rayo láser pudiese escudriñar el cerebro, célula a célula, y tan rápidamente que en ningún momento una sola célula recibiese suficiente energía como para que su temperatura se elevase de forma significativa. La sutil potencialidad de cada célula podría, de forma retroactiva, influir en el rayo láser y se podrían amplificar y grabar las modulaciones. Se obtendría así un nuevo tipo de medida, un encefalograma láser, o EEGL si lo preferís, que contendría una información millones de veces superior al EEG ordinario.
—Una gran idea —dijo Berkowitz—. Pero sólo una idea.
—Es más que una idea, Jim. Llevo cinco años trabajando en ello, al principio a ratos perdidos, más tarde, dedicando todas las horas del día, que es precisamente lo que molesta a la oficina central, pues no he enviado los informes correspondientes.
—¿Por qué no?
—Porque llegué a un punto en que sonaba a algo demasiado demencial, en que yo tenía que saber dónde estaba y, sobre todo, asegurarme de que iba a recibir el apoyo necesario.
A continuación, apartó una pantalla y dejó al descubierto una jaula que contenía dos titíes de mirada triste.