Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Alzó la vista mientras salía de la casa. Había espacio suficiente dentro del toroide como para permitir edificios de cuarenta pisos en el centro, pero veinte pisos era lo máximo permitido, y diez pisos era la media. La mitad superior del toroide se necesitaba para dar la sensación de aire libre, sin tener en cuenta la entrada de luz solar.
Las celosías sobre su cabeza estaban abriéndose todavía a la graduación apropiada para primera hora de la mañana. El enorme espejo que flotaba en órbita junto con Gamma reflejaba la luz del sol al interior, que era recogida por otros espejos más pequeños dentro del toroide. La luz bañaba las estructuras del suelo lateral de la gran rosquilla y mantenía la temperatura dentro de unos límites perfectamente confortables.
Elaine no había estado nunca en la Tierra, pero había leído lo suficiente sobre ella, y a veces el regular clima de Gamma le hacía suspirar por un poco de sabor del viejo desorden del entorno de la Tierra. Sobre todo la nieve. Era algo que no llegaba a imaginar por completo. La lluvia era algo como tomar una ducha, la niebla algo parecido al vapor, el frío y el calor como accionar los mandos adecuados en los acondicionadores de las habitaciones. Pero…, ¿a qué se parecía la nieve?
Se interrogó al respecto mientras se dirigía a la batería de ascensores Tres y se situaba en la cola. No iba a tener que esperar mucho, puesto que había podido evitar la hora de máxima afluencia.
El ascensor la llevó radio arriba durante kilómetro y medio de decreciente gravitación. Era la rápida rotación del toroide, una vuelta cada dos minutos, lo que producía el efecto centrífugo que lo mantenía todo y a todo el mundo pegado contra el lado externo del toroide a todo lo largo de la rosquilla con una fuerza equivalente a la gravedad terrestre. Para todo el mundo, estuviera donde estuviera en Gamma, la parte exterior del toroide era «abajo», y el eje central era «arriba». Y, por supuesto, el otro lado del mundo más allá del eje era también «arriba».
Mientras Elaine subía en el ascensor, la velocidad a la cual giraba en torno al eje del toroide aminoraba, por supuesto, y lo mismo ocurría con el efecto centrífugo. Pesaba menos de la mitad de su peso normal cuando pasó por la zona del hospital, donde la menor gravedad era útil en el tratamiento de los pacientes cardíacos, casos respiratorios y otros parecidos.
A Elaine le gustaba la sensación. En una ocasión, en la universidad, había ganado el dinero necesario para matricularse como enfermera auxiliar, y conocía muy bien la sensación de poca gravedad.
Finalmente, el ascensor cruzó el ancho eje esférico en el centro del toroide, su movimiento cuidadosamente controlado por la computadora central de modo que ningún ascensor chocara con ningún otro mientras convergían en el eje en una calculada alternancia. En el eje, el efecto centrífugo era prácticamente cero y, durante los breves minutos necesarios para cruzarlo, se sintió ingrávida. Allí era donde estaba situada la estación energética de Gamma y (pensó sombríamente Elaine) donde podía producirse el sabotaje.
El ascensor cruzó el eje y luego se deslizó a lo largo del radio que conectaba con el otro lado del mundo. El efecto centrífugo se estaba incrementando de nuevo, y Elaine empezó a notar la sensación de estar cabeza abajo. Con la facilidad nacida de una larga práctica, se dio la vuelta rápidamente al mismo tiempo que, uno tras otro, lo hacían los demás pasajeros del ascensor. Ahora estaban todos de pie en lo que hasta unos minutos antes había sido el techo del ascensor.
La sensación era ahora de estar descendiendo, y de un incremento de la gravedad. Y luego, cuando el empuje hacia abajo hubo alcanzado su máximo y se sintió (con un cierto pesar) tan ligada al suelo como siempre solía estarlo, ya estaba en el otro lado. La puerta se abrió, y salió. El otro lado del mundo (alzó brevemente la vista) era ahora el lugar donde vivía.
Para evitar la hora de máxima aglomeración, Elaine iba con retraso, lo cual se reveló también problemático. Los otros tres guías, dos hombres y una mujer, estaban ya allí, apiñados en torno a la hoja diaria de trabajo.
La mujer, Mikki Burdot, la vio primero y dijo, como irritada:
—Aquí está.
Elaine alzó las cejas.
—Por supuesto. Trabajo aquí.
—No lo parece, por tu forma de actuar —dijo Mikki.
Dio unos pasos sobre sus zapatos de gruesa suela de corcho que añadían cinco centímetros a su diminuta estatura. Se echó hacia atrás su gorra reglamentaria. Aquello podía ser descrito como un hábito nervioso, pero revelaba su hermoso pelo color caoba.
—Te han asignado a cinco —prosiguió—. Exactamente a cinco. Vas a tener mucho trabajo.
Elaine se acercó a la hoja de trabajo.
—¿Cinco? ¿Eso es todo?
—¡Cinco! A mí me han asignado a catorce. Hanns tiene diez, y Robaire doce. ¿Crees que es un reparto justo? Yo no.
—Puede que no confíen en mi trabajo —dijo Elaine—, y estén preparándome para relevarme de mis funciones.
—¿Echándote a fases? —preguntó Robaire. En cada una de sus mejillas se formaba un hoyuelo cuando sonreía, así que sonreía a menudo—. Exactamente lo que yo dije. De modo que vas a encontrarte sin empleo, sin posibilidad de ocupar otro puesto de trabajo, y no tendrás más remedio que casarte conmigo. ¿Correcto?
—Tendré eso en cuenta, Robaire. ¡Constantemente! Tan pronto como me encuentre sin trabajo… ¿Le han llevado eso a Benjo Strammer? Él es el encargado de las hojas de trabajo.
—Sí, yo lo hice —afirmó Mikki—, y simplemente me dijo que así estaba bien. El viejo… —Su última palabra se perdió en un murmullo.
—Está bien —dijo Elaine—. Mira. Robaire, tus doce son casi todos de Alfa, lo cual significa que estarán interesados en nuestras instalaciones deportivas, y ese es tu tema preferido, ¿no? Hannes tiene a un montón de Mu, y todos ellos son de la primera generación, y probablemente están ansiosos de cualquier cosa nueva que puedan descubrir, y todos sabemos lo paternal que tú eres.
—Paternal es mi segundo nombre —dijo Hannes, cruzando los brazos sobre su hundido pecho.
—Y Mikki, tú los has conseguido de Zeta, y la mayoría de los zetanos odian nuestro valor, así que necesitarán a alguien que parezca pequeño e indefenso y muy agradable. Nadie podrá odiarte.
—Las mujeres sí —observó Mikki, ablandándose un poco.
—Sí, pero los turistas que tienes son en su mayoría hombres. ¿Correcto? En cuanto a mí, tengo a cinco, pero proceden de mundos distintos. Cada uno es diferente. Cada uno querrá concentrarse en algo distinto de los demás, y sospecho que todos son VIPs, y desearán un trato especial, y será imposible complacerles. —Se sentó, y permitió que una sonrisa melancólica cruzara su rostro—. Si alguien quiere cambiar…
—Yo no —dijo Hannes—. Mis pequeños muanos me necesitan.
—Y mis alfanos —dijo Robaire— necesitan a alguien que sepa distinguir un club de fútbol de uno de golf.
—Yo nunca dije que quisiera cambiar —añadió Mikki—. Simplemente argumenté que las cosas deberían ser más equitativas.
Elaine asintió y se dirigió a su pequeña oficina, no más grande que para albergar un pequeño escritorio y, en esta ocasión, a Benjo Strammer. Estaba esperándola. Tenía el pelo completamente blanco y ondulado, y la miró curiosamente desde unos ojos alojados en patas de gallo.
—Llevaste esto muy bien, Elaine.
—Supuse que estarías escuchando, Benjo —dijo ella.
—Tenía que hacerlo. Estaba un poco preocupado. Esa lista me llegó así. No la preparé yo.
—Entonces tenemos que tomarla tal cual. No hay otra cosa que podamos hacer.
—Pero, ¿por qué, Elaine? —preguntó Benjo.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué me enviaron una lista así?
—¿No te lo dijeron, Benjo?
Benjo negó con la cabeza.
—No, no me lo dijeron.
—Entonces supongo que no quieren que lo sepas.
—De acuerdo, pero, ¿lo sabes tú?
—Si se supone que tú no debes saberlo, no tendrías que preguntarlo siquiera. Mira, sea lo que sea, va a ser delicado. ¿Llega a su hora la nave?
—En estos momentos está entrando en el muelle.
—Estupendo, entonces. ¿Puedes arreglar las cosas de modo que mis cinco turistas sean separados de los demás tan discretamente como sea posible y traídos antes que el resto? Creo que será mejor que les eche una mirada antes de empezar; intenta estimar cómo se supone que debo manejar esto. Ya sabes, lo que les dije a los demás es probablemente cierto. Creo que se trata de VIPs, y no deseo estropear las cosas.
Benjo parecía hosco.
—Creo que hubiera sido mucho mejor, Elaine, si me hubieran dicho un poco de qué va todo esto. Si me mantienen en la oscuridad, luego que no me echen las culpas si cometo algún desliz.
—Si fuera por mí, Benjo, lo sabrías. Créeme cuando te digo que yo tampoco siento ningún deseo de meter las manos en este asunto, sea el que sea. ¿Y tú?
—Eso vino dirigido específicamente a ti, ¿no? Es cosa tuya. Y si tú quieres ver a esa gente, mejor que utilices mi oficina. Esta no es lo suficientemente grande. En cuanto a mí, una vez hayan entrado, voy a ir a dar un paseo en torno al mundo.
Elaine se sentó en el borde del escritorio de Benjo, en la esquina más cercana a la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho y una pierna colgando. Se había negado firmemente a considerar el problema la noche antes, con la sensación (completamente justificada, estaba segura) que, si lo hacía, iba a pasar la mayor parte de la noche despierta y tensa, y que hoy iba a estar en baja forma.
Ahora, sin embargo, ya no había ninguna excusa para seguir eludiéndolo.
Problema: cinco personas, cada una de un mundo distinto. Una de ellas podía ser (sólo podía ser) un terrestre pretendiendo ser un habitante de un Mundo Orbital. Suponiendo que el terrestre conociera su trabajo, ¿había alguna forma en que pudiera ser descubierto? ¿Había algo referente a los Mundos Orbitales a lo cual, pese a su práctica, no pudiera adaptarse?
El problema, pensó impacientemente Elaine, era que los Mundos Orbitales habían imitado deliberadamente las condiciones de la Tierra. Cada uno giraba a la velocidad necesaria para producir una gravedad terrestre normal en su toroide. Cualquier terrestre se sentiría completamente en casa a este respecto.
Por supuesto, la gravedad iba disminuyendo a medida que uno ascendía por los radios, y un terrestre sería incapaz de evitar una cierta torpeza allí. El problema era que pocos habitantes de los Mundos Orbitales pasaban mucho tiempo en los radios, de modo que muchos se mostraban también torpes en ellos.
La atmósfera típica de un Mundo Orbital poseía la misma presión de oxígeno que la atmósfera de la Tierra, pero mucho menos nitrógeno, de modo que la atmósfera de los Otros Mundos era tan sólo la mitad de densa que la de la Tierra. Eso, sin embargo, representaba muy poca diferencia. Los terrestres se adaptaban a ella casi inmediatamente. ¿Y por qué no? La Tierra tenía peores atmósferas que esa —menos presión y menos oxígeno— en sus montañas.
Los Mundos Orbitales eran mucho más pequeños que la Tierra, pero, ¿qué diferencia representaba eso? Las vistas no eran tan extensas en todas direcciones como en la Tierra, y el efecto del horizonte era completamente distinto, pero seguramente un terrestre también se acostumbraría muy rápido a eso. El impostor, si es que había alguno, habría vivido seguramente en un Mundo Orbital el tiempo suficiente como para haberse habituado a ese efecto.
Seguramente, también debía saber todo lo necesario acerca de Gamma, si es que no había vivido algún tiempo en Gamma. Sin embargo, la gente de los Otros Mundos no tenía por qué conocer necesariamente nada de Gamma. De modo que, si el impostor había vivido un tiempo en Gamma, era probable que supiera demasiado al respecto. Pero no, no había nada que cualquier habitante de los Otros Mundos no hubiera podido leer acerca de Gamma antes de realizar su visita. Incluso era natural que cualquier visitante alardeara de ello.
Bien, entonces, ¿y acerca de los mundos de los que se suponía que procedían? La gente de cada Mundo Orbital en particular hablaba de una forma especial, tenía ciertas actitudes sociales e individuales. ¿Podía el terrestre imitar todo eso perfectamente, o era de esperar que se descubriera por ello, sin importar lo mucho que pudiera haber practicado?
Elaine bajó la vista hacia el escritorio y dio la vuelta a la hoja de trabajo, para ver los datos reflejados en ella.
Cinco mundos. Por orden de edad eran Delta, Epsilon, Theta, Iota y Kappa. Los había visitado todos, y había leído abundantemente acerca de cada uno de ellos, como parte de su trabajo. Uno no puede comprender a los turistas sin comprender a las sociedades que los han moldeado…, y un guía tiene que comprender a los turistas.
Delta era un mundo más bien apagado de gente trabajadora que hablaba su idioma con una especie de cantinela, y hacían lo mismo cuando hablaban el dialecto de Gamma. Tendían a ser robustos y de tez pálida, pero eso era tan sólo una tendencia. Había gente alta en cada uno de los mundos, y baja, y de tez pálida, y muy morenos. Uno no podía juzgar por la apariencia física.
Epsilon era el más atestado de los mundos, con gente más bien baja, en su conjunto, con una mezcla preponderante de descendientes de los países terrestres del este de Asia, mucho mayor que en el resto de los mundos.
Theta tenía cinco o seis secciones dedicadas a la agricultura, en vez de las tres habituales. Era el único de los Mundos Orbitales que se oponía a la existencia de un número reducido de animales de carne y disponía de grandes cantidades de ganado. Por otro lado, de las cinco sinfonías compuestas por músicos de los Mundos Orbitales que formaban parte del repertorio habitual de las orquestas terrestres, tres habían sido compuestas por thetanos.
Elaine se detuvo a pensar un momento en eso. No, uno no podía hacer la fácil generalización que los thetanos eran músicos por naturaleza. El noventa y cinco por ciento de ellos podían ser analfabetos musicales, y si el thetano que formaba parte del grupo era uno de ellos, eso no probaba nada.
Iota era el mayor exportador de energía de los Mundos Orbitales. Cada uno de los mundos disponía de la energía solar como su fuente primaria. Cada uno poseía una enorme estación energética —considerablemente mayor que la propia colonia—, absorbiendo la luz del sol y convirtiéndola en microondas, algunas de las cuales se quedaban en el propio eje esférico del mundo, mientras que otras, si había excedentes, eran enviadas a la Tierra. La de Iota era la estación energética más grande, y tenía las mayores facilidades para radiar microondas a la Tierra. Era completamente comprensible que la Tierra estuviera más preocupada por Iota que por cualquiera de los otros doce Mundos Orbitales.