Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
»Por lo tanto, las clases oprimidas se volcaron hacia el más allá y hacia religiones que desdeñaban los beneficios materiales de este mundo, de modo que la ciencia en sentido cabal resultó imposible durante más de un milenio. Además, a medida que menguaba el ímpetu inicial del helenismo, el Imperio carecía de la potencia tecnológica para derrotar a los bárbaros. De hecho, sólo después del 1500 de nuestra era la guerra pasó a depender plenamente de los recursos industriales de una nación, lo cual permitía a los pueblos asentados desbaratar sin esfuerzo las invasiones de tribus y de nómadas (…).
»Imaginemos, pues, que los antiguos griegos hubieran aprendido una pizca de química y física moderna. Imaginemos que el crecimiento del Imperio hubiera ido acompañado por el crecimiento de la ciencia, la tecnología y la industria. Imaginemos un imperio donde la maquinaria reemplazara a los esclavos, donde todos los hombres compartieran equitativamente los bienes del mundo, donde la legión se transformara en una columna blindada a la que ningún bárbaro pudiera hacer frente. Imaginemos un imperio que, así, se extendiera por el mundo entero, sin prejuicios religiosos ni nacionales.
»Un imperio de todos los hombres; todos hermanos; al fin libres (…).
»Si se pudiera cambiar la historia, si ese primer gran fracaso se pudiera haber evitado…»
Me detuve en ese punto.
—¿Bien? —dijo el jefe.
—Bueno, creo que no es difícil conectar todo esto con el hecho de que Tywood hiciera estallar una planta energética en su afán de enviar algo al pasado, mientras que en la caja de caudales de su despacho encontramos párrafos de un libro de química traducidos al griego.
Le cambió la expresión mientras reflexionaba.
—Pero nada ha ocurrido —suspiró al fin.
—Lo sé. Pero el estudiante de Tywood me ha dicho que se tarda un día por siglo para desplazarse en el tiempo. Suponiendo que la antigua Grecia fuera el destino final, suman veinte siglos, es decir, veinte días.
—¿Y se puede detener?
—Lo ignoro. Tal vez Tywood lo supiera, pero está muerto.
La enormidad del asunto me abrumó de golpe, con más fuerza que la noche anterior…
Toda la humanidad estaba sentenciada prácticamente a muerte. Y aunque eso era sólo una horrenda abstracción cobraba su insoportable realidad por el hecho de que yo también estaba sentenciado. Y mi esposa, y mi hijo.
Más aún, se trataba de una muerte sin precedentes. Un cese de la existencia, y nada más. El momento de un suspiro. Un sueño que se esfuma. El tránsito de una sombra hacia la eternidad del no-espacio y del no-tiempo. A decir verdad, yo no estaría muerto en absoluto; simplemente, nunca habría nacido.
¿O sí? ¿Existiría yo…, mi individualidad…, mi ego…, mi alma, si se quiere? ¿Otra vida? ¿Otras circunstancias?
En aquel momento no pensé nada de esto con palabras. Pero si un frío nudo en el estómago pudiera hablar en esas circunstancias, creo que habría dicho algo parecido.
El jefe interrumpió mis cavilaciones:
—Entonces, sólo nos quedan dos semanas y media. No hay tiempo que perder. Ven.
Esbocé una sonrisa.
—¿Qué hacemos? ¿Perseguir el libro?
—No —repuso fríamente—. Pero hay dos líneas de acción que podemos seguir. La primera es que quizás estés equivocado por completo, pues todo este razonamiento circunstancial puede representar una pista falsa, tal vez puesta deliberadamente ante nosotros para ocultar la verdad; y tenemos que verificarlo. Y la segunda es que quizá tengas razón, pero debe de haber un modo de detener el libro, un modo que no implique perseguirlo en una máquina del tiempo; y, en tal caso, hemos de averiguar cuál es.
—Me gustaría aclarar, señor, que si es una pista falsa sólo un loco la consideraría creíble. Así que supongamos que tengo razón y que no hay manera de detenerlo.
—Entonces, joven amigo, estaré muy ocupado durante dos semanas y media y te aconsejaría que hicieras lo mismo. Así el tiempo pasará más deprisa.
Tenía razón, desde luego.
—¿Por dónde empezamos? —pregunté.
—Lo primero que necesitamos es una lista de todo funcionario o funcionaria que fuese subalterno de Tywood.
—¿Por qué?
—Razonamiento. Tu especialidad, ¿no? Supongo que Tywood no sabía griego, así que alguien debió de hacer la traducción. Es improbable que nadie realizara semejante trabajo por nada y es improbable que Tywood pagara con dinero propio, contando sólo con su sueldo de profesor.
—Tal vez le interesara guardar más secretos de los que permite un sueldo del Gobierno.
—¿Por qué? ¿Dónde estaba el peligro? ¿Es delito traducir un texto de química al griego? ¿Quién deduciría de ello una confabulación como la que acabas de describir?
Nos llevó media hora hallar el nombre de Mycroft James Boulder, que constaba como «asesor», descubrir que figuraba en el catálogo universitario como profesor auxiliar de filosofía y verificar por teléfono que, entre sus muchas cualidades, se contaba un cabal conocimiento del griego ático.
Lo cual fue una coincidencia, pues cuando el jefe estaba echando mano de su sombrero, el mensáfono interno se puso a funcionar y resultó que Mycroft James Boulder se encontraba en la antesala. Llevaba dos horas insistiendo en ver al jefe.
El jefe dejó el sombrero y abrió la puerta del despacho.
El profesor Mycroft James Boulder era un hombre gris. Tenía el cabello gris y ojos grises. Y su traje también era gris.
Pero, ante todo, tenía una expresión gris; gris y con una tensión que hacía que temblaran las arrugas de su delgado rostro.
—Hace tres días que estoy pidiendo una entrevista —murmuró— con alguien que sea responsable. No he podido ir más allá de usted.
—Tal vez sea suficiente —dijo el jefe—. ¿Qué sucede?
—Es muy importante que se me conceda una entrevista con el profesor Tywood.
—¿Usted sabe dónde está?
—Estoy seguro de que el Gobierno lo tiene bajo custodia.
—¿Por qué?
—Porque sé que planeaba un experimento que suponía la violación de las normas de seguridad. Por lo que puedo deducir, todo lo que ha ocurrido después deriva de la suposición de que, en efecto, se han violado dichas normas. Presumo, pues, que el experimento se ha intentado. He de saber si se llevó a cabo con éxito.
—Profesor Boulder, tengo entendido que usted sabe leer griego.
—Sí, sé griego.
—Y ha traducido textos de química para el profesor Tywood con dinero del Gobierno.
—Sí, como asesor contratado legalmente.
—Pero esa traducción, dadas las circunstancias, constituye un delito, pues le convierte en cómplice del delito de Tywood.
—¿Puede usted establecer una conexión?
—¿Usted no? ¿No ha oído hablar de las ideas de Tywood sobre el viaje en el tiempo o…, cómo lo llaman…, traslación micro temporal?
—Vaya. —Boulder sonrió—. Entonces, se lo ha contado él.
—No —masculló el jefe—. El profesor Tywood ha muerto.
—¿Qué? Entonces… No le creo.
—Murió de apoplejía. Mire esto.
En su caja de caudales tenía una de las fotografías tomadas esa noche. Tywood estaba desfigurado, pero reconocible; despatarrado y muerto.
Boulder jadeó como sí se le hubieran atascado los engranajes. Estuvo mirando la foto durante tres minutos, según el reloj eléctrico de la pared.
—¿Dónde es esto? —preguntó.
—En la planta de energía atómica.
—¿Había concluido su experimento?
El jefe se encogió de hombros.
—Imposible saberlo. Estaba muerto cuando lo encontramos.
Boulder apretó los labios.
—Es .preciso averiguarlo. Se debe crear una comisión de científicos y, de ser necesario, repetir el experimento…
Pero el jefe se limitó a mirarle y a tomar un puro. Nunca le he visto hacer una pausa tan larga. Cuando dejó el puro, envuelto en la humareda, dijo:
—Hace veinte años, Tywood escribió un artículo para una revista…
—¡Oh! —El profesor torció los labios—. ¿Eso les dio la pista? Pueden ignorarla. Él es físico y no sabe nada de historia ni de sociología. Sólo son sueños de estudiante.
—Entonces, usted no cree que enviar su traducción al pasado inaugurará una nueva Edad de Oro, ¿verdad?
—Claro que no. ¿Cree usted que puede injertar los desarrollos de dos mil años de dura labor en una sociedad infantil e inmadura? ¿Cree que un gran invento o un gran principio científico nace ya completo en la mente de un genio, divorciado del entorno cultural? Newton tardó veinte años en enunciar la ley de la gravitación porque la cifra entonces vigente para el diámetro de la Tierra tenía un error del diez por ciento. Arquímedes estuvo a punto de descubrir el cálculo, pero falló porque los núméros arábigos, inventados por algún hínduista anónimo, le eran desconocidos. Más aún, la mera existencia de una sociedad esclavista en la Grecia y la Roma antiguas significaba que las máquinas no se consideraban muy atractivas, pues los esclavos eran más baratos y adaptables, y los hombres de genuino intelecto no perdían sus energías en aparatos destinados al trabajo manual. Incluso Arquímedes, el más grande ingeniero de la antigüedad, se negaba a dar a conocer sus inventos prácticos; sólo mostraba abstracciones matemáticas. Y cuando un joven le preguntó a Platón de qué servía la geometría le expulsaron de la Academia, como hombre de alma mezquina y poco filosófica. Es decir, la ciencia no avanza en una embestida, sino que da cortos pasos en las direcciones permitidas por las grandes fuerzas que moldean la sociedad y que, a su vez, son moldeadas por ésta. Y ningún hombre avanza si no es sobre los hombros de la sociedad que le rodea…
El jefe le interrumpió.
—Díganos, pues, cuál fue su participación en el trabajo de Tywood. Aceptaremos su palabra de que no se puede cambiar la historia.
—Bueno, sí se puede, pero no intencionadamente… Cuando Tywood solicitó mis servicios para traducir ciertos pasajes al griego, acepté por dinero. Pero él quería la traducción en un pergamino; insistió en el uso de la terminología griega antigua (el lenguaje de Platón, por citar sus palabras), por mucho que yo tuviera que forzar el significado literal de los pasajes, y lo quería manuscrito en rollos. Sentí curiosidad. Yo también vi ese artículo. Me costó llegar a la conclusión obvia, pues los logros de la ciencia moderna trascienden en gran medida las especulaciones de la filosofía, pero al fin supe la verdad, y de inmediato resultó evidente que la teoría de Tywood sobre el cambio de la historia era pueril. Hay veinte millones de variables para cada instante del tiempo y no se ha desarrollado ningún sistema matemático (ninguna psicohistoria matemática, por acuñar una expresión) para manipular esa enorme cantidad de funciones variables. En síntesis, cualquier variación de los acontecimientos de hace dos mil años cambiaría toda la historia subsiguiente, pero no de un modo previsible.
El jefe sugirió, con falsa calma:
—Como el guijarro que inicia el alud, ¿verdad?
—Exacto. Veo que comprende la situación. Reflexioné profundamente antes de actuar y, luego, comprendí cómo actuar, cómo debía actuar.
El jefe rugió, se levantó y tumbó la silla. Rodeó el escritorio y apoyó una de sus manazas en la garganta de Boulder. Intenté detenerlo, pero me indicó con un gesto que me estuviera quieto…
Sólo le estaba apretando un poco la corbata. Boulder aún podía respirar. Se había puesto muy blanco y mientras el jefe hablaba se limító a eso, a respirar.
—Claro —dijo el jefe—, ya sé por qué decidió que debía actuar. Conozco a muchos filósofos trasnochados que creen que hay que arreglar el mundo. Ustedes quieren arrojar los dados de nuevo para ver qué resulta. Tal vez ni siquiera les importe si vivirán o no en la nueva configuración, ni que nadie pueda averiguar lo que han hecho. Pero están dispuestos a crear, a pesar de todo; a darle a Dios otra oportunidad, como si dijéramos. Pero tal vez sea sólo porque quiero vivir, pero creo que el mundo podría ser peor. De veinte millones de maneras podría ser peor. Un tipo llamado Wilder escribió una obra titulada Por un pelo. Tal vez la haya leído. La tesis es que la humanidad sobrevivió apenas por un pelo. No, no le echaré un discurso sobre el peligro de extinción en la Era Glacial; no sé lo suficiente. Ni siquiera le hablaré de la victoria griega en Maratón, de la derrota árabe en Tours ni de los mongoles retrocediendo en el último momento sin siquiera ser derrotados, pues no soy historiador. Pero tomemos el siglo veinte. Los alemanes fueron detenidos dos veces en el Marne durante la Primera Guerra Mundial. La retirada de Dunkerque fue durante la Segunda Guerra Mundial, y a los alemanes se los detuvo en Moscú y en Estalingrado. Pudimos haber usado la bomba atómica en la última guerra y no lo hicimos, y cuando parecía que ambos bandos iban a hacerlo llegamos al Gran Tratado, y únicamente porque el general Bruce sufrió una demora en la pista aérea de Ceilán y pudo recibir el mensaje inmediatamente. Una vez tras otra, a lo largo de toda la historia, tan sólo golpes de suerte. Por cada probabilidad que no se concretó y que nos habría transformado en seres maravillosos, hubo veinte probabilidades que no se concretaron y que habrían acarreado un desastre para todos. Ustedes juegan con esa probabilidad de uno contra veinte y juegan con todas las vidas de la Tierra. Y, además, lo han conseguido, ya que Tywood envió ese texto.
Escupió la última frase abriendo la manaza, de modo que Boulder cayó en la silla.
Y Boulder se echó a reír.
—Necio —dijo, jadeante—. Anda muy cerca, pero está muy equivocado. ¿Así que Tywood envió el texto? ¿Está seguro?
—No se encontró ningún texto de química en griego en el lugar —masculló el jefe— y habían desaparecido míllones de calorías de energía; lo cual no cambia el hecho de que tenemos dos semanas y media para que… las cosas resulten interesantes.
—¡Pamplinas! Sin melodramatismos, por favor. Escúcheme y procure entenderlo. Los filósofos griegos Leucipo y Demócrito desarrollaron una teoría atómica. Toda la materia, afirmaban, está compuesta por átomos. Las variedades de átomos habrían de ser distintas e inmutables y, mediante diferentes combinaciones, cada una formaría las diversas sustancias halladas en la naturaleza. La teoría no fue resultado del experimento ni de la observación, sino que de algún modo surgió madurada ya. El poeta didáctico romano Lucrecio, en su De remm natura, «Acerca de la naturaleza de las cosas», afinó esa teoría, que parece asombrosamente moderna. En los tiempos helenísticos, Herón construyó una máquina de vapor y las armas de guerra se mecanizaron. Se ha considerado ese periodo como una era mecánica abortada, que no llegó a nada porque no trascendíó su entorno social y económico ni congeniaba con él. La ciencia alejandrina fue una rareza inexplicable. Podríamos mencionar también la vieja leyenda romana sobre los libros de la Sibila, que contenían misteriosa información transmitida directamente por los dioses… En otras palabras, caballeros, aunque ustedes tienen razón al pensar que cualquier alteración del pasado, por nimia que sea, podría acarrear consecuencias incalculables, y aunque comparto la opinión de que cualquier cambio aleatorio puede empeorar las cosas en vez de mejorarlas, debo señalar que se equivocan en su conclusión final. Es éste el mundo desde el que el texto de química en griego se ha enviado al pasado. Ha sido una carrera de la Reina Roja. Tal vez ustedes recuerden A través del espejo, de Lewis Carroll. En el país de la Reina Roja había que correr a toda prisa para permanecer en el mismo lugar. ¡Y eso es lo que ocurrió en este caso! Tywood habrá pensado que estaba creando un mundo nuevo, pero fui yo quien preparó las traducciones, y me ocupé de que se incluyeran sólo esos pasajes que dieran cuenta de los raros jirones de conocimiento que los antiguos aparentemente obtuvieron de la nada. Y mi única intención en toda esa carrera fue la de permanecer en el mismo lugar.