Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Sin embargo, el profesor no perdía los estribos. Llenó de nuevo el vaso, con mucha lentitud.
—No —me contestó—. Ni yo hablé ni ellos hablaron. Sólo me miraron con esos ojos fríos, duros, penetrantes, ojos de víbora; y supe lo que estaban pensando y noté que sabían lo que estaba pensando. No me pregunten cómo ocurrió. Ocurrió, y punto. Supe que estaban en una expedición de caza y que no permitirían que me fuese sin más.
Y dejamos de hacer preguntas. Nos quedamos mirándolo. Luego, Ray dijo:
—¿Qué pasó? ¿Cómo se escapó?
—Eso fue fácil. Pasó un animal por la loma. Tenía tres metros de longitud, era estrecho y corría pegado al suelo. Los lagartos se alborotaron. Sentí su excitación a oleadas. Fue como si se olvidaran de mí en un arrebato de sed de sangre… y se fueron. Me metí en la máquina, regresé y la destrocé.
Fue el final más decepcionante que se ha oído jamás. Joe soltó un gruñido y preguntó:
—Bueno, y ¿qué pasó con los dinosaurios?
—¿No lo entiende? Creí que estaba claro. Fueron esos lagartos inteligentes los que acabaron con ellos. Eran cazadores, por instinto y por elección. Era su afición en la vida. No buscaban alimento, sino diversión.
—¿Y liquidaron a todos los dinosaurios de la Tierra?
—Todos los que vivían en esa época al menos; todas las especies contemporáneas. ¿Cree que no es posible? ¿Cuánto tardamos nosotros en exterminar manadas de bisontes por millones? ¿Qué le pasó al dodó en pocos años? Si nos lo propusiéramos, ¿cuánto durarían los leones, los tigres y las jirafas? Miren, en el momento en que vi a esos lagartos no quedaban presas grandes, no había reptiles de más de cinco metros de longitud. Esos diablillos cazaban a los pequeños y escurridizos, y tal vez lloraban de añoranza por los viejos tiempos.
Nos callamos, miramos nuestras botellas de cerveza vacías y pensamos en ellos. Todos esos dinosaurios, grandes como casas, exterminados por pequeños lagartos con armas. Por pura diversión.
Joe se inclinó, apoyó la mano en el hombro del profesor y lo sacudió suavemente.
—Oiga, profesor, pero, entonces, ¿qué pasó con los pequeños lagartos con armas? ¿Eh? ¿Alguna vez regresó para averiguarlo?
El profesor irguió la cabeza, con la mirada extraviada.
—¿Aún no lo entiende? Ya comenzaba a ocurrirles. Lo vi en sus ojos. Se estaban quedando sin presas grandes, se estaban quedando sin diversión. ¿Qué podían hacer? Buscaron otra presa, la mayor y más peligrosa, y se divirtieron de veras. Cazaron esa presa hasta exterminarla.
—¿Qué presa? —preguntó Ray. Él no había captado, pero Joe y yo sí. —¡Ellos mismos! —exclamó el profesor—. ¡Liquidaron a los demás y comenzaron a cazarse entre ellos hasta que no quedó ninguno!
Y de nuevo nos pusimos a pensar en esos dinosaurios —grandes como casas— liquidados por pequeños lagartos, que tuvieron que seguir usando las armas, aunque sólo pudieran dispararse entre ellos.
—Pobres y tontos lagartos —comentó Joe.
—Sí —añadió Ray—, pobres e imbéciles lagartos.
Y lo que ocurrió entonces nos asustó de veras, porque el profesor se levantó de un brinco, clavó en nosotros sus ojos desorbitados y gritó:
—¡Necios! ¿Por qué se ponen a llorar por unos reptiles que murieron hace cien millones de años? Ésa fue la primera inteligencia de la Tierra y así fue como terminó. Eso ya está hecho. Pero nosotros somos la segunda inteligencia… ¿y cómo demonios creen que terminaremos?
Empujó la silla y se dirigió hacia la puerta. Pero antes de salir se detuvo un segundo y dijo:
—¡Pobre y tonta humanidad! Lloren por eso.
“The Deep”
Al final todo planeta debe morir. Puede sufrir una muerte rápida, cuando su sol estalla. Puede sufrir una muerte lenta, mientras su sol envejece y sus océanos se solidifican en hielo. En el segundo caso, al menos, la vida inteligente tiene una oportunidad de sobrevivir.
La dirección que tome la supervivencia puede seguir un camino hacia el exterior, a un planeta más próximo al sol agonizante o a algún planeta de otro sol. Este camino queda cerrado si el planeta tiene el infortunio de ser el único cuerpo importante que rota en torno de su primario y si no hay otra estrella a menos de quinientos años luz.
La dirección de la supervivencia puede también ser hacia el interior, a la corteza del planeta. Esto es siempre accesible. Se puede construir un nuevo hogar bajo tierra y se puede aprovechar la energía del núcleo del planeta para obtener calor. La tarea puede llevar milenios, pero un sol moribundo se enfría despacio.
Sólo que también el calor del planeta muere con el tiempo. Se deben cavar refugios a creciente profundidad, hasta que el planeta esté totalmente muerto.
El momento se aproximaba.
En la superficie del planeta soplaban ráfagas de neón, que apenas agitaban los charcos de oxígeno que se formaban en las tierras bajas. En ocasiones, durante el largo día, el viejo sol irradiaba un fulgor rojo, breve y opaco, y los charcos de oxígeno burbujeaban un poco.
Durante la larga noche, una azulada escarcha de oxígeno cubría los charcos y la roca desnuda, y un rocío de neón perlaba el paisaje.
A más de doscientos kilómetros bajo la superficie existía una última burbuja de calor y vida.
La relación de Wenda con Roi era muy íntima, más íntima de lo que su propio pudor le aconsejaba.
Le habían permitido entrar en el ovarium una vez en toda su vida y le dejaron bien claro que sería sólo por esa vez.
El raciólogo había dicho:
—No cumples con los requisitos, Wenda, pero eres fértil y probaremos una vez. Quizá funcione.
Ella quería que funcionara. Lo quería con desesperación. A temprana edad supo ya que su inteligencia era deficiente, que siempre sería una manual. Se sentía avergonzada de defraudar a la raza y anhelaba una oportunidad para contribuir a crear otro ser. Acabó convirtiéndose en una obsesión.
Secretó su huevo en un ángulo del edificio y luego regresó para observar. Por suerte, el proceso de mezcla aleatoria que desplazaba suavemente los huevos durante la inseminación mecánica (para asegurar una distribución pareja de los genes) sólo hacía que el huevo se bamboleara un poco.
Wenda mantuvo su vigilia durante el periodo de maduración, observó al pequeño que surgía del huevo, reparó en sus rasgos físicos y lo vio crecer.
Era un niño saludable, y el raciólogo lo aprobó.
En una ocasión, Wenda dijo, como sin darle importancia:
—Mire al que está sentado allí. ¿Se encuentra enfermo?
—¿Cuál? —preguntó el raciólogo, sobresaltado, pues los bebés que aparecían visiblemente enfermos en esa etapa arrojaban serias dudas sobre su propia competencia—. ¿Te refieres a Roi? ¡Tonterías! ¡Ojalá todos nuestros pequeños fueran así!
A1 principio se sintió satisfecha consigo misma; luego, horrorizada. Seguía sin cesar al pequeño, interesándose por su educación y viéndole jugar. Se sentía feliz cuando él estaba cerca, y abatida cuando estaba lejos. Nunca había oído hablar de algo así, y estaba avergonzada.
Tendría que haber visitado al mentalista, pero no le pareció prudente. No era tan obtusa como para ignorar que no se trataba de una leve aberración que se pudiera curar estirando una célula cerebral. Era una manifestación psicótica, de eso estaba segura. Si la descubrían, la encerrarían. Tal vez la sometieran a la eutanasia, por considerarla un desperdicio inútil de la limitada energía disponible para la raza. Incluso podrían aplicar la eutanasia a su vástago si averiguaban quién era.
Luchó contra la anormalidad a lo largo de los años y, en cierta medida, tuvo éxito. Luego, se enteró de que Roi había sido escogido para el largo viaje y se sintió desdichada.
Lo siguió hasta uno de los corredores vacíos de la caverna, a varios kilómetros del centro de la ciudad. ¡La ciudad! Había sólo una.
Esa caverna se encontraba cerrada desde que Wenda tenía memoria de ello. Los ancianos la habían recorrido, analizaron su población y la energía necesaria para alimentarla y decidieron oscurecerla. Los pobladores, que no eran muchos, se habían trasladado más cerca del centro y se recortó el cupo para la siguiente sesión en el ovarium.
Wenda descubrió que el nivel coloquial de pensamiento de Roi era superficial, como si la mayor parte de su mente estuviera retraída en la contemplación.
—¿Tienes miedo? —le preguntó con el pensamiento.
—¿Porque he venido aquí a pensar? —Roi titubeó un poco; luego, con palabras dijo—: Sí, tengo miedo. Es la última oportunidad de la raza. Sí fracaso…
—¿Temes por ti mismo? —Él la miró asombrado, y los pensamientos de Wenda palpitaron de vergüenza ante su impudor—. Ojalá pudiera ir yo en tu lugar —añadió con palabras.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor?
—Oh, no. Pero si yo fracasara y no regresara, sería una pérdida menor para la raza.
—La pérdida es la misma, vayas tú o vaya yo. La pérdida es la existencia de la raza.
Wenda no pensaba precisamente en la existencia de la raza. Suspiró.
—Es un viaje muy largo.
—¿Cómo de largo? —preguntó él, sonriendo—. ¿Lo sabes?
Titubeó. No quería parecer estúpida.
—Se comenta que llega hasta el primer nivel —contestó con timidez.
Cuando Wenda era pequeña y los corredores con calefacción se extendían a mayor distancia de la ciudad, ella había ido a explorar por ahí, como cualquier otro niño. Un día, muy lejos, donde se sentía el frío cortante del aire, llegó a un corredor ascendente que estaba bloqueado por un tapón.
Posteriormente se enteró de que al otro lado y hacia arriba se encontraba el nivel setenta y nueve, más arriba el setenta y ocho y así sucesivamente.
—Iremos más allá del primer nivel, Wenda.
—Pero no hay nada después del primer nivel.
—Tienes razón. Nada. La materia sólida del planeta termina.
—¿Y cómo puede haber algo que no es nada? ¿Te refieres al aire?
—No, me refiero a la nada, al vacío. Sabes qué es el vacío, ¿no?
—Sí. Pero los vacíos se deben bombear y mantener herméticos.
—Eso se hace en mantenimiento. Pero más allá del primer nivel sólo hay una cantidad indefinida de vacío, que se extiende hacia todas partes.
Wenda reflexionó.
—¿Alguien ha estado allá?
—Claro que no. Pero tenemos los archivos.
—Tal vez los archivos estén equivocados.
—Imposible. ¿Sabes cuánto espacio cruzaré? —Los pensamientos de Wenda indicaron una abrumadora negativa—. Supongo que sabes cuál es la velocidad de la luz.
—Desde luego —respondió ella. Era una constante universal. Hasta los bebés lo sabían—. Mil novecientas cincuenta y cuatro veces la longitud de la caverna, ida y vuelta, en un segundo.
—Correcto. Pero si la luz atravesara la distancia que yo voy a recorrer tardaría diez años.
—Te burlas de mí. Intentas asustarme.
—¿Por qué iba a querer asustarte? —Se levantó—. Pero ya he remoloneado bastante por aquí…
Apoyó en ella una de sus extremidades, con una amistad objetiva e indiferente. Un impulso irracional incitó a Wenda a agarrarle con fuerza e impedirle que se marchara.
Por un instante sintió pánico de que él le sondeara la mente más allá del nivel coloquial, de que sintiera náuseas y no volviera a verla nunca, de que la denunciara para que la sometiesen a tratamiento. Luego, se relajó. Roi era normal, no un enfermo como ella. A él jamás se le ocurriría penetrar en la mente de una persona amiga más allá del nivel coloquial, fuera cual fuese la provocación.
Estaba muy guapo al marcharse. Sus extremidades eran rectas y fuertes; sus vibrisas prensiles, numerosas y delicadas; y sus franjas ópticas, las más bellas y opalescentes que ella había visto jamás.
Laura se acomodó en el asiento. Qué mullidos y cómodos los hacían. Qué agradables y acogedores eran por dentro y qué diferentes del lustre duro, plateado e inhumano del exterior.
Tenía el moisés al lado. Echó una ojeada debajo de la manta y de la gorra. Walter dormía. La carucha redonda tenía la blandura de la infancia, y los párpados eran dos medias lunas con pestañas.
Un mechón de cabello castaño claro le cruzaba la frente, y Laura se lo colocó bajo la gorra con infinita delicadeza.
Pronto sería hora de alimentarlo. Laura esperaba que no fuese tan pequeño como para asustarse de lo extraño del entorno. La azafata era muy amable; incluso guardaba los biberones de Walter en una pequeña nevera. ¡Qué cosas, una nevera a bordo de un avión!
La mujer sentada al otro lado del pasillo la miraba, dando a entender que sólo buscaba una excusa para dirigírle la palabra. Llegó el momento en que Laura levantó a Walter del moisés y se lo puso en el regazo, un terroncito de carne rosada envuelta en un blanco capullo de algodón.
Un bebé siempre es buena excusa para iniciar una conversación entre extraños. La mujer del otro lado se decidió al fin (y lo que dijo era previsible):
—¡Qué niño tan encantador! ¿Qué edad tiene, querida?
Laura contestó, sujetando unos alfileres en la boca (se había tendido una manta sobre las rodillas para cambiar a Walter):
—La semana que viene cumplirá cuatro meses.
Walter tenía los ojos abiertos y miró a la mujer, abriendo la boca en una sonrisa húmeda (siempre le agradaba que lo cambiasen).
—Mira esa sonrisa, George —dijo la mujer.
El esposo sonrió y agitó sus dedos regordetes.
—Bu bu —saludó al niño.
Walter se rió como si hipara.
—¿Cómo se llama, querida? —preguntó la mujer.
—Walter Michael. Como su padre.
Se había roto el hielo. Laura se enteró de que se llamaban George y Eleanor Ellis, de que estaban de vacaciones y de que tenían tres hijos, dos mujeres y un varón, todos crecidos. Las dos mujeres estaban casadas y una tenía dos hijos.
Laura escuchaba con expresión complacida. Walter (el padre, claro está) siempre le decía que se interesó por ella porque sabía escuchar muy bien.
Walter se estaba poniendo inquieto. Laura le liberó los brazos para que se desfogara moviendo los músculos.
—¿Podría calentar el biberón, por favor? —le pidió a la azafata.
Sometida a un riguroso, aunque afable interrogatorio, Laura explicó cuántas veces debía alimentar a Walter, qué fórmula utilizaba y si los pañales le provocaban ronchas.
—Espero que hoy no ande mal del estómago. Por el movimiento del avión.