Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Sí…
—Era hembra, y sentía un vínculo especial con el pequeño. Había una sensación de propiedad, una relación que excluía al resto de la sociedad. Creí detectar, confusamente, un rastro de esa emoción que liga a un hombre con un allegado o con un amigo; pero era mucho más intensa e irrefrenable.
—Bueno, al carecer de contacto mental, tal vez no tengan una verdadera concepción de la sociedad y quizá se originen sub-relaciones. ¿O esto era patológico?
—No, no. Es universal. La hembra era la madre del bebé.
—Imposible. ¿Su propia madre?
—Por fuerza. El bebé había pasado la primera parte de su existencia dentro de la madre. Literalmente. Los huevos de la criatura permanecen dentro del cuerpo. Son inseminados dentro del cuerpo. Crecen dentro del cuerpo y surgen con vida.
—Santas cavernas —musitó Gan. Sentía una fuerte repugnancia—. Entonces, cada criatura conocería la identidad de su propio hijo; cada hijo tendría un padre determinado…
—Y él también era conocido. Mi huésped hacía un viaje de ocho mil kilómetros, por lo que pude deducir, para que su padre pudiera verlo.
—¡Increíble!
—¿Necesitas algo más para entender que nuestras mentes no pueden llegar a encontrarse? La diferencia es fundamental e innata.
El amarillo de la lamentación teñía y endurecía los pensamientos de Gan.
—Qué pena —dijo—. Pensaba…
—¿Qué?
—Pensaba que por primera vez dos inteligencias se ayudarían mutuamente. Pensaba que juntos podríamos progresar con mayor rapidez que cualquiera de ambos en solitario. Aunque fueran tecnológicamente primitivos, como lo son, la tecnología no es todo. Yo creía que incluso podríamos aprender de ellos.
—¿Aprender qué? —preguntó Roi bruscamente—. ¿A conocer a nuestros padres y a trabar amistad con nuestros hijos?
—No, no. Tienes razón. La barrera entre ambos debe mantenerse intacta para siempre. Ellos se quedarán en la superficie y nosotros permaneceremos en las profundidades, y así está bien.
Fuera de los laboratorios, Roi se encontró con Wenda. Los pensamientos de ella desbordaron de placer.
—Me alegra que hayas vuelto.
Los pensamientos de Roí también fueron placenteros. Era un alivio establecer un limpio contacto mental con una amiga.
“The Martian Way”
Desde la puerta del corto corredor que separaba las dos cabinas de la ojiva espacial, Mario Esteban Rioz observó de mal talante a Ted Long ajustando los mandos del vídeo. Movía los controles a un lado y a otro. La imagen era pésima.
Rioz sabía que seguiría siendo pésima. Estaban demasiado lejos de la Tierra y en mala posición respecto del Sol. Pero Long no tenía por qué saberlo. Rioz se quedó un segundo más en la puerta, con la cabeza gacha bajo el dintel y el cuerpo ladeado para pasar por la estrecha abertura. Luego, irrumpió como un corcho que salta de una botella.
—¿Qué buscas? —preguntó.
—Quería captar a Hilder.
Rioz se apoyó en una esquina de la mesa. Cogió una lata cónica de leche. La punta saltó bajo la presión. Rioz la movió suavemente, esperando a que se entibiara.
—¿Para qué?
Se llevó el cono a la boca y bebió haciendo ruido.
—Pensé que se oiría.
—Creo que es un derroche de energía.
Long lo miró con mal ceño.
—Es habitual permitir el uso gratuito de los equipos de vídeo. —Dentro de lo razonable —replicó Rioz.
Se miraron de hito en hito. Rioz tenía el cuerpo robusto y el rostro enjuto que constituían la marca distintiva de los chatarreros marcianos, esos pilotos que surcaban pacientemente el espacio entre la Tierra y Marte. Sus claros ojos azules resplandecían en un rostro pardo y arrugado, que a la vez se perfilaba oscuramente contra la sintopiel blanca que bordeaba el cuello vuelto de su cazadora espacial de cuerótico. Long era más pálido y más blando. Tenía los rasgos del terroso, como apodaban a los habitantes de la Tierra, aunque ningún marciano de segunda generación podía ser un terroso en el sentido en que lo eran los terrícolas. Tenía el cuello echado hacia atrás y mostraba el cabello oscuro y castaño.
—¿Qué significa dentro de lo razonable?
Rioz apretó los labios.
—Considerando que en este viaje ni siquiera compensaremos los gastos, por lo que se ve, todo consumo de energía está fuera de lo razonable.
—Si estamos perdiendo dinero, ¿no deberías volver a tu puesto? Es tu turno.
Rioz gruñó y se pasó el pulgar y el índice por la barba crecida del mentón. Se levantó y caminó hacia la puerta, y las botas, gruesas y blandas, acallaron el ruido de los pasos. Se detuvo para mirar el termostato y se volvió con un destello de furia.
—Ya me parecía que hacía calor. ¿Dónde te crees que estás?
—Cinco grados centígrados no es excesivo.
—Tal vez no lo sea para ti. Pero estamos en el espacio, no en una oficina con calefacción en las minas de hierro. —Rioz puso el termostato al mínimo con un brusco movimiento del pulgar—. El Sol da calor suficiente.
—La cocina no está del lado del Sol.
—¡El calor se transmitirá, demonios!
Se marchó, y Long lo siguió con la mirada antes de volver al vídeo. No subió el termostato.
La imagen seguía vacilante, pero tendría que conformarse. Bajó una silla plegable de la pared. Se inclinó esperando al anuncio formal, la pausa momentánea antes de la lenta disolución del telón, y el foco alumbró a esa célebre figura barbada que crecía hasta cubrir la pantalla.
La voz, imponente pese a las vibraciones y los gruñidos causados por las lluvias de electrones de treinta millones de kilómetros, comenzó:
—¡Amigos! Conciudadanos de la Tierra…
Rioz captó el parpadeo de la señal de la radio al entrar en la sala de pilotaje. Por un instante creyó que se trataba del radar y sintió que le sudaban las manos, pero era sólo efecto de su sentimiento de culpa. No tendría que haber dejado la sala de pilotaje durante su turno, aunque todos los chatarreros lo hacían. Pero la pesadilla de todos ellos era la posibilidad de un contacto durante esos cinco minutos en que uno se escapaba a tomar un café porque el espacio parecía estar despejado. Y en ocasiones la pesadilla se hacía realidad.
Activó el multisensor. Era un derroche de energía, pero tal vez valiera la pena cerciorarse.
El espacio estaba despejado, excepto por los distantes ecos de las naves vecinas de la línea de chatarreros.
Encendió la radio y pudo ver la rubia cabeza y la larga nariz de Richard Swenson, copiloto de la nave más cercana en las inmediaciones de Marte.
—Hola, Mario —saludó Swenson.
—Hola. ¿Qué hay de nuevo?
Hubo una pausa de un segundo y una fracción entre un saludo y otro, pues la velocidad de la radiación electromagnética no es infinita.
—Qué día he tenido.
—¿Ocurrió algo? —preguntó Rioz.
—Tuve un contacto.
—Me alegro por ti.
—Claro, si lo hubiera cogido —rezongó Swenson.
—¿Qué sucedió?
—Demonios, que enfilé en dirección contraria.
Rioz sabía que no era prudente reírse.
—¿Por qué?
—No fue culpa mía. El problema era que la cápsula se alejaba de la eclíptica. ¿Te imaginas la estupidez de un piloto que no sabe realizar la maniobra de liberación? ¿Cómo iba a saberlo? Calculé la distancia y me guié por eso. Supuse que su órbita estaba en la familia habitual de trayectorias. ¿Qué pensarías tú? Me lancé por lo que parecía una buena línea de intersección y a los cinco minutos advertí que la distancia seguía aumentando. Las señales de radar tardaban en regresar. Así que tomé las proyecciones angulares de la cosa y fue ya demasiado tarde para alcanzarla.
—¿La cogió alguno de los otros chicos?
—No. Está muy alejada de la eclíptica y continuará sin parar. Eso no me fastidia tanto, pues era sólo un cápsula interna; pero detesto contarte cuántas toneladas de propulsión desperdicié para cobrar velocidad y regresar a la estación. Tendrías que haber oído a Canute.
Canute era el hermano y compañero de Richard Swenson.
—Se enfadó, ¿eh?
—¿Que si se enfadó? ¡Quería matarme! Pero, claro, hace cinco meses que estamos fuera y la atmósfera se está enrareciendo. Ya me entiendes.
—Te entiendo.
—¿Cómo te va, Mario?
Rioz hizo un gesto desdeñoso.
—Más o menos igual. Dos cápsulas en las dos últimas semanas y a cada una tuve que perseguirla durante seis horas.
—¿Grandes?
—¿Bromeas? Las podría haber arrastrado con la mano hasta Fobos. Es el peor viaje que he tenido.
—¿Cuánto más piensas quedarte?
—Si por mí fuera, podríamos irnos mañana. Hace sólo dos meses que estamos fuera y todo anda tan mal que me ensaño con Long todo el tiempo.
Hubo una pausa que se prolongó más que la demora electromagnética.
—¿Cómo es Long? —preguntó Swenson.
Rioz miró por encima del hombro. Oyó el parloteo del vídeo en la cocina.
—No logro entenderlo. Una semana después de la partida me preguntó que por qué era chatarrero. Le respondí que para ganarme la vida. ¿Pero qué clase de pregunta es ésa? ¿Por qué uno es chatarrero? De todas maneras, me dijo: «No es así, Mario.» Él me lo explicó, ¿te das cuenta? Me dijo: «Eres chatarrero porque esto forma parte del estilo marciano.»
—¿Qué quiso decir?
Rioz se encogió de hombros.
—No se lo pregunté. Ahora está sentado allá, escuchando la ultramicroonda de la Tierra. Está oyendo a un terroso llamado Hilder.
—¿Hilder? Un político terroso, un miembro de la Asamblea o algo así, ¿verdad?
—Eso es. Eso creo, al menos. Long siempre hace cosas así. Se trajo diez kilos de libros, todos sobre la Tierra. Un lastre.
—Bueno, es tu compañero. Y, hablando de compañeros, creo que voy a volver al trabajo. Si me pierdo otro contacto alguien me asesinará.
Desconectó y Rioz se reclinó. Observó la uniforme línea verde del sensor de pulsaciones. Probó con el multisensor un momento. El espacio aún estaba despejado.
Se sentía un poco mejor. Una mala racha se soporta peor cuando los demás chatarreros recogen una cápsula tras otra; cuando las cápsulas descienden a los hornos de fundición de Fobos llevando la marca de todos, excepto la tuya. Además, había logrado desahogar parte de su rencor hacia Long.
Formar equipo con Long había sido un error. Siempre era un error asociarse con un novato. Pensaban que buscabas la gloria; especialmente Long, con sus eternas teorías sobre Marte y el magnífico y flamante papel que le cabía en el progreso humano. Así hablaba Long: Progreso Humano, Estilo Marciano, Nueva Minoría Creadora. Y Rioz no quería cháchara, sólo un contacto y algunas cápsulas.
Pero no tenía opción. Long era conocido en Marte y obtenía una buena paga como ingeniero de minas. Era amigo del comisionado Sankov y había estado en un par de misiones chatarreras. No se podía rechazar a un fulano sin probar suerte, aunque tuviera aspecto raro. ¿Por qué un ingeniero de minas, con un trabajo cómodo y un buen sueldo, quería andar dando vueltas por el espacio?
Nunca le hacía esa pregunta a Long. Los chatarreros están obligados a convivir demasiado estrechamente y la curiosidad no es deseable. A veces ni siquiera es segura. Pero Long hablaba tanto que él mismo había respondido a la pregunta: «Tenía que venir aquí, Mario. El futuro de Marte no está en las minas, sino en el espacio», le dijo.
Rioz se preguntó cómo sería hacer un viaje a solas. Todos decían que era imposible. Aun sin contar las oportunidades perdidas cuando hubiera que bajar la guardia para dormir o para atender otros asuntos, se sabía que un hombre solo en el espacio se deprimía muchísimo en muy poco tiempo.
La presencia de un compañero permitía viajes de seis meses. Una tripulación fija sería mejor, pero ningún chatarrero ganaría suficiente dinero con una nave capaz de albergar una tripulación fija. ¡Consumíría un capital sólo con la propulsión!
Y ni siquiera con dos resultaba precisamente divertido un viaje por el espacio. Habitualmente había que cambiar de compañero en cada viaje, y con algunos se aguantaba más tiempo que con otros. Como Richard y Canute Swenson. Trabajaban juntos cada cinco o seis viajes porque eran hermanos. Y aun así la tensión y el antagonismo crecían constantemente después de la primera semana.
En fin. El espacio estaba despejado. Rioz se sentiría un poco mejor si regresaba a la cocina y se conciliaba con Long. Podría demostrarle que era un viejo veterano que se tomaba las irritaciones del espacio tal como venían.
Se levantó y caminó tres pasos hasta llegar al corredor corto y angosto que unía las dos cabinas de la nave.
Una vez más se quedó mirando desde la puerta. Long tenía clavada la vista en la pantalla fluctuante.
—Subiré el termostato —gruñó Rioz—. Está bien, podemos consumir esa energía.
Long asintió con la cabeza.
—Como quieras.
Rioz avanzó un paso, indeciso. El espacio estaba despejado. ¿De qué servía sentarse a mirar una línea verde y en la que no aparecían señales?
—¿De qué hablaba ese terroso? —preguntó.
—La historia del viaje espacial. Cosas antiguas, pero lo hace bien. Usa todos los recursos: caricaturas de color, fotografías trucadas, fotos fijas de viejos filmes; todo.
Como para ilustrar los comentarios de Long, la figura barbada se esfumó de la pantalla y fue reemplazada por el corte transversal de una nave espacial. La voz de Hilder continuó oyéndose, señalando rasgos de interés que aparecían en colores esquemáticos. El sistema de comunicaciones de la nave se perfiló en rojo mientras él lo describía y hablaba de las salas de almacenaje, del motor protónico de micropila, de los circuitos cibernéticos…
Hilder reapareció en la pantalla.
—Pero esto es sólo la ojiva de la nave. ¿Qué la impulsa? ¿Qué la aleja de la Tierra?
Todo el mundo sabía qué impulsaba una nave, pero la voz de Hilder era como una droga. Hablaba de la propulsión espacial como si fuera un secreto, la máxima revelación. Hasta Rioz sintió cierta curiosidad, y eso que se había pasado la mayor parte de su vida a bordo de una nave.
—Los científicos le dan distintos nombres —continuó Hilder—. La llaman ley de acción y reacción. Unas veces la llaman tercera ley de Newton. Otras veces la llaman conservación del impulso. Pero no tenemos que darle ningún nombre. Basta con usar el sentido común. Cuando nadamos, empujamos el agua hacia atrás y nos movemos hacia delante. Cuando caminamos, impulsamos el pie hacia atrás y nos movemos hacia delante. Cuando volamos en giromóvil, empujamos aire hacia atrás y nos movemos hacia delante. Nada se mueve hacia delante a menos que otra cosa se mueva hacia atrás. Es el viejo principio: No se obtiene algo a cambio de nada. Y ahora imaginemos una nave espacial de cien mil toneladas elevándose de la Tierra. Para ello, algo se tiene que mover hacia abajo. Como una nave espacial es muy pesada, hay que mover mucho material hacia abajo, tanto material que no se puede tener todo a bordo de la nave. Se debe construir un compartimento especial detrás de la nave para almacenarlo.