Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Transcurrieron tres semanas, tres meses, tres años. No ocurrió nada. Y cuando nada ocurre no existen pruebas. Desistimos de las explicaciones, y el jefe y yo también terminamos por dudar.
El caso nunca se cerró. Boulder no podía ser considerado un delincuente sin que se lo considerara también el salvador del mundo, y viceversa. Se le ignoró, y finalmente el caso ni se resolvió ni se cerró; simplemente, se guardó en un archivo designado «>» y fue sepultado en el sótano más profundo de Washington.
El jefe está en Washington ahora y es una persona influyente. Y yo soy jefe regional del FBI.
Pero Boulder sigue siendo profesor auxiliar. En la universidad se tarda mucho en ascender.
“Day of the Hunters”
Comenzó la misma noche en que terminó. No fue gran cosa. Simplemente me molestó; aún me molesta.
Joe Bloch, Ray Manning y yo estábamos sentados a nuestra mesa favorita del bar de la esquina, con una velada por delante y ganas de charlar. Ése es el principio.
Joe Block se puso a hablar de la bomba atómica, de lo que había que hacer con ella, y dijo que nadie se lo habría imaginado cinco años atrás. Yo comenté que mucha gente lo había imaginado cinco años atrás y escribió historias sobre eso y ahora tendría dificultades para llevar la delantera a los periódicos. Todo esto derivó en divagaciones sobre todas las cosas raras que podían volverse ciertas, con gran cantidad de ejemplos.
Ray contó que alguien le había hablado de un científico insigne que había enviado un bloque de plomo al futuro durante dos segundos o dos minutos o dos milésimas de segundo, no estaba seguro. Según él, el científico no le decía nada a nadie porque pensaba que nadie le creería.
Le pregunté con sarcasmo cómo se había enterado. Ray tendrá muchos amigos, pero yo tengo los mismos y nadie conoce a ningún científico insigne. Ray respondió que no importaba cómo se había enterado, que no estaba obligado a creerle.
Y luego pasamos inevitablemente a las máquinas del tiempo y nos preguntamos qué pasaría si alguien volvía al pasado y mataba a su abuelo, y que por qué nadie regresaba del futuro y nos comunicaba quién ganaría la siguiente guerra o si habría o no otra guerra o si quedaría un lugar habitable en la Tierra, ganara quien ganase.
Ray se conformaba con saber el nombre del ganador de la séptima carrera antes del final de la sexta.
Pero Joe pensaba de otro modo:
—Vuestro problema es que sólo pensáis en guerras y en carreras. Yo, en cambio, siento curiosidad. ¿Sabéis qué haría si tuviera una máquina del tiempo? —Desde luego que queríamos saberlo, dispuestos a tomarle el pelo en cuanto nos diera la menor oportunidad—. Si tuviera la máquina, retrocedería dos, cinco o cincuenta millones de años para averiguar qué pasó con los dinosaurios.
Lo cual fue malo para Joe, porque Ray y yo pensábamos que eso no tenía sentido. Ray dijo que a quién cuernos le importaban los dinosaurios y yo afirmé que sólo servían para dejar esqueletos descoyuntados para esos tíos que perdían su tiempo gastando el suelo de los museos, y que era una suerte que hubieran desaparecido para dejar sitio a los seres humanos. Joe observó que, teniendo en cuenta a ciertos seres humanos que conocía, y nos miró con dureza, hubiera preferido los dinosaurios; pero no le prestamos atención.
—Sois unos zopencos. Podéis reíros y alardear de que sabéis algo, pero no tenéis nada de imaginación. Esos dinosaurios eran algo digno de ver. Millones de especies, grandes como casas y estúpidos como casas, por todas partes. Y, de pronto, ¡zas! —Chascó los dedos—. Dejaron de existir.
Le preguntamos que cómo.
Pero Joe estaba terminando una cerveza y pidiéndole por gestos otra a Charlie con una moneda, para demostrar que tenía con qué pagarla. Se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero eso es lo que averiguaría.
Ya está. Ahí debió terminar. Yo podría haber comentado algo y Ray habría dicho alguna chorrada y todos hubiéramos vaciado otra cerveza y nos habríamos puesto a hablar del clima y de los Dodgers de Brooklyn y nunca más hubiéramos pensado en dinosaurios.
Sólo que no fue así, y ahora sólo pienso en dinosaurios, y siento náuseas.
Porque el borrachín de la mesa contigua miró hacia nosotros y exclamó:
—¡Eh!
No lo habíamos visto. Por lo general no buscamos borrachines desconocidos en los bares; ya cuesta bastante habérselas con los borrachines conocidos. Ese tío tenía una botella medio vacía en la mesa y un vaso medio lleno en la mano.
Dijo «¡eh!» y todos lo miramos.
—Pregúntale qué quiere, Joe —dijo Ray.
Joe era el que estaba más cerca. Inclinó la silla hacia atrás y preguntó:
—¿Qué quiere?
—¿Hablaban ustedes de dinosaurios?
Le temblaba un poco el cuerpo, tenía los ojos sanguinolentos y había que esforzarse para imaginar que la camisa había sido blanca; pero la voz llamaba la atención, pues no hablaba como un típico borrachín.
De todos modos, Joe pareció relajarse y le dijo:
—Claro. ¿Hay algo que quiera saber?
Nos sonrió. Era una sonrisa rara. Empezaba en la boca y terminaba debajo de los ojos.
—¿Ustedes querían construir una máquina del tiempo y averiguar qué pasó con los dinosauríos?
Noté que Joe pensaba que le estaban tendiendo una trampa para embaucarlo. Yo sospechaba lo mismo.
—¿Por qué? —se mostró suspicaz Joe—. ¿Pretende ofrecerse para construirme una?
El borrachín exhibió su dentadura calamitosa y contestó:
—No, señor. Podría, pero no lo haré. ¿Sabe por qué? Porque hace un par de años construí una máquina del tiempo y regresé a la Era Mesozoica y averigüé qué pasó con los dinosaurios.
Más tarde busqué cómo se escribía mesozoica (por eso lo he puesto bien, si es que a alguien le llama la atención) y descubrí que la Era Mesozoica fue la época en que los dinosaurios hacían lo que sea lo que hicieran los dinosaurios. Pero en aquel momento no entendía ni jota, y pensé que se trataba de un lunático. Joe afirmó luego que él sí sabía lo del mesozoico, pero tendría que decir mucho más para convencernos a Ray y a mí.
Lo cierto es que así empezó todo. Le pedimos al borrachín que se acercara a la mesa. Supongo que pensé que podríamos escucharle un rato y beber unos sorbos de su botella, y los demás debieron de pensar lo mismo. Pero el tipo agarró la botella con la mano derecha y no la soltó.
—¿Dónde construyó una máquina del tiempo? —le preguntó Ray. —En la Universidad del Medio Oeste. Mi hija y yo trabajábamos allí.
En efecto, tenía aire de universitario.
—¿Dónde la tiene ahora? —pregunté yo—. ¿En el bolsillo?
Ni siquiera parpadeó; no reaccionaba ante nuestras bromas. Seguía hablando en voz alta, como si el whisky le hubiera soltado la lengua y no le importara si nos quedábamos o no.
—La destrocé —contestó—. No la quería. Ya me tenía harto.
No le creímos. No le creímos ni una palabra. Será mejor que lo aclare: es lógico, porque si un tío inventara una máquina del tiempo podría ganar millones, podría ganar todo el dinero del mundo con sólo saber qué pasaría en la Bolsa, en las carreras y en las elecciones. No desperdiciaría todo eso, fueran cuales fuesen sus razones. Además, ninguno de nosotros estaba dispuesto a creer en el viaje por el tiempo, porque ¿y si matabas a tu abuelo?
Bien, qué más da.
—Claro, hombre, la destrozó —se burló Joe—. Claro que sí. ¿Cómo se llama usted?
Pero no respondió a esa pregunta. Se lo preguntamos varias veces más y terminamos por llamarlo «profesor».
Vació de nuevo el vaso y lo volvió a llenar muy despacio. No nos ofreció, así que seguimos con nuestras cervezas.
—Bien, siga —lo animé—. ¿Qué pasó con los dinosaurios?
Pero no nos lo contó en seguida. Bajó la vista y le habló a la mesa.
—No sé cuántas veces me envió Carol, durante minutos o durante horas, antes de efectuar el gran salto. No me interesaban los dinosaurios. Sólo quería ver hasta dónde me llevaría la máquina con la energía de que disponía. Supongo que era peligroso, pero ¿acaso la vida es tan maravillosa? Era la época de la guerra. Qué importaba una vida más. —Se puso a mimar el vaso, como si estuviera pensando en cosas en general, y luego pareció saltarse una parte de sus pensamientos y continuó hablando—: Hacía sol. El ambiente era soleado y brillante, seco y duro. No había pantanos ni helechos, ni ninguno de los adornos del cretáceo que asociamos con los dinosaurios…
Al menos, eso creo que dijo. No siempre pescaba las palabras largas, así que a partir de ahora me atendré a lo que pueda recordar. Verifiqué cómo se escribían todos los términos y debo conceder que el profesor los pronunciaba sin tartamudear, a pesar de todo lo que había bebido.
Tal vez era eso lo que nos molestaba, que pareciese tan familiarízado con todo y tuviese tanta labia.
—Era una época tardía, desde luego el cretáceo. Los dinosaurios ya estaban a punto de extinguirse; todos menos los pequeños, con sus cinturones de metal y sus armas.
Creo que Joe prácticamente hundió la nariz en la cerveza. Se bebió medio vaso cuando el profesor soltó esa frase con aire melancólico.
Joe se enfureció.
—¿Qué pequeños, con qué cinturones de metal y qué armas?
El profesor lo miró un instante y desvió los ojos.
—Eran reptiles pequeños, de un metro veinte de altura. Se erguían sobre las patas traseras, con una cola gruesa detrás, y tenían antebrazos pequeños con dedos. Llevaban anchos cinturones de metal colgados de la cintura, de donde pendían armas. Y no eran pistolas que disparasen cápsulas, sino proyectores de energía.
—¿Eran qué? —pregunté—. Oiga, ¿cuándo fue eso? ¿Hace millones de años?
—En efecto. Eran reptiles. Tenían escamas, carecían dé párpados y probablemente ponían huevos. Pero usaban armas energéticas. En total eran cinco. Se abalanzaron sobre mí en cuanto bajé de la máquina. Debía de haber millones en toda la Tierra, millones, esparcidos por doquier; debían de ser los reyes de la creación.
Fue entonces cuando Ray pensó que lo había pillado, pues puso esa expresión de listo que da ganas de partirle la crisma con una jarra de cerveza vacía, porque usar una llena sería un desperdicio de cerveza.
—Mire, profesor, millones de años, ¿eh? ¿No hay fulanos que sólo se dedican a descubrir huesos viejos y los analizan hasta imaginar qué aspecto tenía un dinosaurio? Los museos están llenos de esos esqueletos, ¿o no? Bien, ¿dónde hay uno que lleve un cinturón de metal? Si había millones, ¿qué fue de ellos? ¿Dónde están los huesos?
El profesor suspiró. Fue un suspiro genuino y triste. Quizá comprendió por primera vez que sólo estaba en un bar hablando con tres tipos vestidos con mono. O quizá no le importaba.
—No se encuentran muchos fósiles —nos explicó—. Piensen en cuántos animales vivían en la Tierra. Piensen en cuántos billones de animales. Y piensen en qué pocos encontramos. Y estos lagartos eran inteligentes, no lo olviden. No los sorprendería una ventisca ni el lodo ni se caerían en la lava, a no ser por una gran fatalidad. Piensen en qué pocos fósiles humanos hay, incluso de esos homínidos subintefgentes de hace un millón de años. —Miró el vaso medio lleno y lo agitó—. ¿Y qué demostrarían los fósiles? A los cinturones de metal los carcome la herrumbre y no dejan rastros. Esos lagartos eran de sangre caliente. Yo lo sé, pero nadie podría demostrarlo con huesos petrificados. ¡Qué diablos, dentro de un millón de años nadie sabrá qué aspecto tenía Nueva York a partir de un esqueleto humano! ¿Podrían ustedes diferenciar un humano de un gorila por los huesos y deducir cuál de ellos construyó una bomba atómica y cuál comía bananas en el zoológico?
—Oiga —objetó Joe—, cualquiera puede distinguir un esqueleto de gorila de uno humano. El del hombre tiene un cerebro de mayor tamaño. Cualquier tonto sabría cuál era el inteligente.
—¿De veras? —El profesor se rió para sus adentros, como si todo eso resultase tan simple y obvio que fuera una vergüenza perder el tiempo con ello—. Usted lo juzga todo por el tipo de cerebro que han desarrollado los seres humanos. La evolución tiene varios modos de hacer las cosas. Las aves vuelan de un modo, los murciélagos de otro. La vida tiene muchas tretas para todo. ¿Qué proporción usa usted de su cerebro? Una quinta parte. Eso es lo que dicen los psicólogos. Por lo que ellos saben, por lo que cualquiera sabe, el ochenta por ciento del cerebro no se usa. Todo el mundo trabaja al mínimo, excepto quizás unos cuantos nombres históricos. Leonardo da Vinci, por ejemplo. Arquímedes, Aristóteles, Gauss, Galois, Einstein…
Yo nunca había oído esos nombres, salvo el de Einstein, aunque me lo callé. Mencionó algunos más, pero he puesto todos los que recuerdo.
—Esos pequeños reptiles tenían un cerebro diminuto, pero lo usaban todo, hasta el último elemento. Tal vez sus huesos no lo mostrarían, y, sin embargo, eran inteligentes; tan inteligentes como los humanos. Y dominaban toda la Tierra.
Entonces, Joe tuvo una ocurrencia realmente sensacional. Por un momento pensé que había pillado al profesor, y me sentí orgulloso de él.
—Oiga, profesor, si esos lagartos eran tan listos, ¿por qué no dejaron nada? ¿Dónde están sus ciudades, sus edificios y todas esas cosas que han dejado los cavernícolas, como los cuchillos de piedra y demás? Demonios, si los seres humanos desaparecieran de la Tierra, imagínese la de cosas que dejarían. Nadie podría recorrer un kilómetro sin tropezar con una ciudad. Y las carreteras y todo eso.
Pero no había quien detuviera al profesor. Ni siquiera se inquietó. Se limitó a insistir en lo mismo:
—Usted sigue juzgando otras formas de vida según pautas humanas. Nosotros construimos ciudades, carreteras, aeropuertos y todo lo demás; pero ellos no. Estaban configurados de otra manera. Su modo de vida era totalmente distinto. No vivían en ciudades. No tenían nuestra clase de arte. No sé qué tenían, porque era tan extraño que no pude entenderlo; excepto lo de las armas, que sí eran parecidas. Es extraño, ¿no? Tal vez tropezamos con sus reliquias todos los días y ni siquiera sabemos lo que son.
Eso me sacaba de quicio. No había modo de pillarlo. Cuanto más lo acorralabas, más escurridizo se volvía.
—Oiga —le dije—, ¿cómo sabe tanto sobre esos bichos? ¿Qué hizo, vivir con ellos? ¿O hablaban nuestro idioma? ¿Acaso usted habla en lagarto? Díganos algo en lagarto.
Supongo que estaba perdiendo los estribos. Ya se sabe lo que pasa: un tío te cuenta algo en lo que no crees porque suena exagerado, pero no logras que admita que está mintiendo.