Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Tú no eres mi madre? —preguntó el niño.
—Oh, Timmie.
—¿Te enfadas porque te lo pregunto?
—No. Claro que no.
—Porque yo sé que te llamas señorita Fellowes, pero…, pero a veces te llamo «mamá» sin decirlo. ¿Te parece bien?
—Sí. Sí. Me parece bien. Y ya no te abandonaré más y no sufrirás más. Estaré siempre contigo para cuidarte. Llámame «mamá», que yo lo oiga.
—Mamá —dijo Timmie muy contento, y apretó su mejilla a la de la enfermera.
La señorita Fellowes se levantó y, sin soltar al niño, se subió a la silla. Hizo caso omiso del repentino inicio de un grito en el exterior y, con la mano libre, tiró con todas sus fuerzas de la cuerda que colgaba entre dos resquicios.
Perforó Estasis y la habitación quedó vacía.
“Nightfall”
Si las estrellas despuntaran una noche cada mil años, ¿cómo creerían y adorarían los hombres, cómo conservarían durante muchas generaciones la remembranza de la ciudad de Dios?
E
MERSON
Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.
Theremon 762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado por especializarse en entrevistas «imposibles». Le había costado magulladuras, ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas reservas de frialdad y discreción.
De modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo, entonces se trataba del bicho más raro del montón.
Aton 77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca abandonaba.
—Señor —dijo—, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica proposición.
El fornido tele-fotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos e intervino.
—Ahora, señor, después de todo…
El director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.
—No interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus buenas intenciones pero no toleraré la menor insubordinación.
Theremon decidió que había llegado la hora de abrir la boca.
—Director Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que…
—Pues yo no creo, joven —replicó Aton—, que nada de cuanto pueda decir servirá para mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.
Cogió de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente ante Theremon.
—Hasta una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en una columna de periódico.
Aton arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las manos unidas en la espalda.
—Puede retirarse —dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta. Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.
Entonces se volvió.
—No, aguarde, venga aquí —gesticuló perentoriamente—. Le proporcionaré lo que desea.
El periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.
—De los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?
La pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma. Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de Lagash.
Alfa, el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita, estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y enano Beta —compañero inmediato de Alfa— estaba solo, cruelmente solo…
La alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.
—Dentro de cuatro horas —dijo—, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. —Sonrió con dureza—. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.
—¿Y si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? —preguntó Theremon en voz baja.
—No se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.
—¡Garantícelo! Y, repito: ¿si nada ocurriera?
En una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.
—Señor, creo que debe usted escucharle.
—Sométalo a votación, director Aton —dijo Theremon.
Hubo una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.
—Eso —dijo Aton engreído— no será necesario. —Sacó su reloj de bolsillo—. Desde que su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía escucharle a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.
—¡Perfecto! ¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara previamente el ridículo a cargo de los amigos.
—Cuando dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? —preguntó Aton.
—Por supuesto —replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas—. Mi columna acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo de los Apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.
—Se equivoca usted, joven —se lanzó Aton—. Aunque los grandes planes que todavía subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos son los hechos y la llamémosle mitología del Culto está respaldada por unos cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio. Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.
—No siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?
—Pues que siga irritado —dijo Aton, ladeando la boca con burla.
—Como quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?
—¡No habrá ningún mañana!
—En caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos… hasta estar segura.
»De manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente, les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.
—Muy bien —dijo Aton mirando al columnista—, ¿y qué propone usted para remediar esas consecuencias?
—Algo muy sencillo —contestó el otro—: hacerme cargo de la publicidad del asunto. Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente tan sólo se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me concederá la historia en exclusiva.
—Señor, nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto —intervino Beenay—. Estos dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea entre un millón, señor.
Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y no puede escupirlo.
—Permanezca aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo estoy al cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre todo mayor respeto…
Sus manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado por más tiempo de no ser porque resonó entonces una nueva voz.
—¡Hola, hola, hola! —Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas del sonriente recién llegado—. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que los ánimos no hayan decaído del todo.
—¿Qué diantre está haciendo aquí, Sheerin? —preguntó displicente el sorprendido Aton—. Debería estar en el Refugio.
Sheerin sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.
—¡Que reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad? Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. —Se frotó las manos y añadió en tono más sereno—: Hace frío fuera. El viento le congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el menor calor.
—¿Por qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? —exclamó Aton con exasperación—. Aquí no tiene nada útil que hacer.
—Y allá tampoco tengo nada útil que hacer —replicó Sheerin mostrando las palmas de las manos con cómica resignación—. Un psicólogo gasta más que gana en el Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por qué, pues, voy a molestarles con una boca más que alimentar? Me siento mejor aquí.
—¿Qué es eso del Refugio, señor? —preguntó Theremon.
Sheerin pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al tiempo que los distendía.
—Y usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?
Aton apretó los labios y luego murmuró hoscamente:
—Es Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.
Se estrecharon la mano.
—Y, naturalmente —dijo Theremon—, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro. He oído hablar de usted.
Entonces repitió:
—¿Qué es eso del Refugio, señor?
—Verá —explicó Sheerin—, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de que teníamos razón en nuestra… nuestra profecía, de manera que tomaron las medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto, suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.
—Entiendo. Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las… las Estrellas no puedan alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.
—Es una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua, protección y armas en el Refugio…
—Y algo más —intervino Aton—. También nuestros Informes, excepto los que recogen estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.
Theremon suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en torno a la mesa habían sacado un tablero de multi-ajedrez y contemplaban una partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio. Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.
—Escuchen —dijo—, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer algunas preguntas.
El anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:
—Cómo no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.
—Por favor, Sheerin —gruñó Aton.
—¿Eh? Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más cómodas.
Las sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.
—Vaya —se quejó Theremon—, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca, aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran en el cielo.