Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Reprimió el pensamiento apresurándose a decir adiós a Timmie y asegurándole que volvería pronto. Se aseguró que el niño sabía en qué consistía la comida y dónde estaba.
Hoskins la llevó a la nueva ala del edificio, que la enfermera no conocía. Aún había olor a nuevo, y los ruidos que se oían tenuemente eran indicación suficiente que el ala seguía en proceso de ampliación.
—Animal, vegetal y mineral —dijo Hoskins, igual que el día anterior—. Animal, aquí mismo. Nuestras muestras más espectaculares.
El espacio disponible estaba dividido en numerosas salas, distintas burbujas de Estasis. Hoskins condujo a la enfermera a la cristalera de una burbuja. La mujer vio algo que en principio le pareció un pollo con escamas y cola. Deslizándose con sus dos finas patas, el animal iba de pared a pared; tenía una delicada cabeza de pájaro, coronada por una quilla ósea igual que una cresta de gallo, que se movía sin cesar. Las garras de sus miembros delanteros se encogían y extendían constantemente.
—Es nuestro dinosaurio —dijo Hoskins—. Hace meses que lo tenemos. No sé cuándo podremos dejarlo marchar.
—¿Dinosaurio? —se asombró ella.
—¿Esperaba ver un gigante?
Se formaron hoyuelos en las mejillas de la señorita Fellowes.
—Es lo que se espera, supongo —dijo—. Sé que algunos dinosaurios eran pequeños.
—Uno pequeño es lo único que pretendíamos, se lo aseguro. Normalmente está sometido a examen, pero al parecer estamos en hora de descanso. Hemos descubierto cosas interesantes. Por ejemplo, este animal no es enteramente de sangre fría. Tiene un método imperfecto para mantener su temperatura interna más elevada que la del medio ambiente. Por desgracia, es macho. Desde que lo trajimos aquí hemos estado intentando encontrar otro que fuera hembra, pero aún no hemos tenido suerte.
—¿Por qué una hembra?
Hoskins la miró burlonamente.
—Para tener una buena probabilidad de disponer de huevos fértiles y crías de dinosaurio.
—Ah, claro.
El doctor la llevó a la sección de trilobites.
—Ése es el profesor Dwayne, de la Universidad de Washington —dijo Hoskins—. Es químico nuclear. Si no recuerdo mal, está midiendo el porcentaje de isótopos en el oxígeno del agua.
—¿Por qué?
—Se trata de agua primitiva, de al menos quinientos millones de años de antigüedad. La proporción de isótopos indica la temperatura del océano en aquella época. Resulta que Dwayne ignora los trilobites, pero otros científicos están fundamentalmente interesados en disecarlos. Son los más afortunados, porque sólo precisan escalpelos y microscopios. Dwayne debe instalar un espectrógrafo de masas distinto para cada experimento que realiza.
—¿Por qué? ¿No podría…?
—No, no puede. No puede sacar nada de la sala si no es absolutamente imprescindible.
También había muestras de vida vegetal primitiva y trozos de formaciones rocosas. Los mundos vegetal y mineral. Y las muestras tenían distintos investigadores. Era igual que un museo, un museo resucitado, útil como superactivo centro de investigación.
—¿Y tiene usted que supervisar todo esto, doctor Hoskins?
—Sólo indirectamente, señorita Fellowes. Tengo subordinados, gracias al cielo. Mi interés personal se centra por entero en los aspectos teóricos del asunto: la naturaleza del tiempo, la técnica de detección mesónica intertemporal, etc. Cambiaría todo esto por un método para detectar objetos situados a menos de diez mil años en el tiempo. Si pudiéramos llegar a épocas históricas…
Le interrumpió un alboroto en una de las cabinas más alejadas, una chillona voz quejumbrosamente alzada. Hoskins frunció el ceño.
—Discúlpeme —murmuró apresuradamente.
Y se alejó.
La señorita Fellowes le siguió tan de prisa como pudo sin echar a correr.
Un hombre entrado en años, rubicundo y de rala barba, estaba diciendo:
—Tengo que completar aspectos vitales de mis investigaciones. ¿No lo comprende?
—Doctor Hoskins —dijo un uniformado técnico que lucía en su bata de laboratorio el monograma EI (Estasis, Inc.)—, se acordó al principio con el profesor Ademewski que el espécimen sólo podría permanecer aquí dos semanas.
—Yo no sabía entonces cuánto tiempo iban a durar mis investigaciones. No soy un profeta —repuso acalorado Ademewski.
—Sabe, profesor, que disponemos de espacio limitado —dijo el doctor Hoskins—. Hay que mantener la rotación de los especimenes. Ese fragmento de calcopirita debe regresar. Hay personas que aguardan el siguiente espécimen.
—En ese caso, ¿por qué no puedo quedarme con él? Déjeme sacarlo de aquí.
—Usted sabe que no puede quedárselo.
—¿Un trozo de calcopirita, un miserable trozo de cinco kilos? ¿Por qué no?
—¡No podemos afrontar el gasto energético! —dijo bruscamente Hoskins—. Y usted lo sabe.
—La cuestión es, doctor Hoskins —interrumpió el técnico—, que él ha intentado sacar la roca en contra de las normas, y que yo he estado a punto de perforar Estasis mientras el profesor estaba ahí dentro, sin que yo lo supiera.
Se produjo un breve silencio, y el doctor Hoskins miró al investigador con fría formalidad.
—¿Es cierto eso, profesor?
El aludido carraspeó.
—No creí que pasara nada si…
Hoskins alargó la mano hacia un tirador que colgaba junto a la cabina del espécimen en cuestión. Lo movió hacia abajo.
La señorita Fellowes, que estaba mirando el interior de la cabina, observando la indistinguible muestra de roca causante de la disputa, contuvo el aliento de repente al ver desaparecer el espécimen. El interior quedó vacío.
—Profesor —dijo Hoskins—, su autorización para investigar en Estasis queda anulada de forma permanente. Lo lamento.
—Pero…, aguarde…
—Lo lamento. Ha violado una norma estricta.
—Apelaré a la Asociación Internacional…
—Apele cuanto guste. En un caso como éste, descubrirá que nadie puede fallar en mi contra.
Dio media vuelta sin más y dejó que el profesor siguiera protestando.
—¿Le gustaría comer conmigo, señorita Fellowes? —dijo a la enfermera, todavía pálido a causa del enojo.
Hoskins la llevó a la pequeña sala administrativa de la cafetería. Saludó a otras personas y presentó a la señorita Fellowes con suma naturalidad, aunque la enfermera se sentía lamentablemente cohibida.
«¿Qué opinarán los demás?», pensó ella, e hizo desesperados esfuerzos para adoptar un aire profesional.
—¿Tiene a menudo esa clase de problemas, doctor Hoskins? —le preguntó—. Me refiero al que acaba de tener con el profesor…
Tomó el tenedor y empezó a comer.
—No —dijo enérgicamente Hoskins—. Ha sido la primera vez. Como es lógico, siempre tengo que estar disuadiendo a la gente para que no se lleve muestras, pero ésta es la primera vez que alguien intenta hacerlo.
—Recuerdo que una vez habló usted sobre la energía que eso consumiría.
—Cierto. Naturalmente, tenemos prevista esa posibilidad. Ocurrirán accidentes, y por eso disponemos de fuentes energéticas especiales para soportar la pérdida que ocasionaría sacar algo de Estasis por accidente, pero eso no significa que deseemos ver cómo desaparece un año de energía en medio segundo… Y no podríamos tolerarlo sin retrasar varios años los planes de expansión… Además, imagine que el profesor estuviera en la cabina un momento antes de la perforación de Estasis.
—¿Qué le habría ocurrido?
—Bien, hemos experimentado con objetos inanimados y ratones, y desaparecieron… Es de suponer que viajaron hacia atrás en el tiempo, arrastrados, por así decirlo, por el tirón del objeto que simultáneamente regresaba a su época natural. Por tal motivo, tenemos que asegurar los objetos de Estasis que no deseamos trasladar, y el procedimiento es complicado. El profesor no estaba sujeto, y habría ido al momento del Plioceno en que sustrajimos la roca…, más las dos semanas que la roca estuvo aquí, en el presente, como es lógico.
—Qué espantoso habría sido.
—No por el profesor, se lo aseguro. Puesto que es lo bastante necio para hacer lo que ha hecho, se lo habría merecido. Pero suponga el efecto que ello habría causado en la gente si se hubiera divulgado el hecho. Bastaría con que la gente conociera los posibles riesgos para que las subvenciones quedaran anuladas en un momento. ¡Así!
Chasqueó los dedos y jugueteó malhumoradamente con su comida.
—¿No habrían podido recuperar al profesor? ¿Igual que recogieron la roca?
—No, porque en cuanto se devuelve un objeto, se pierde la posición fijada en un principio, a menos que planeemos deliberadamente conservarla, y no había razón para hacerlo en este caso. Nunca lo hacemos. Localizar al profesor habría significado buscar de nuevo una posición concreta, y eso sería igual que echar el anzuelo en el abismo oceánico con el fin de encontrar un pez determinado… ¡Dios mío, cuando pienso en las precauciones que tomamos para evitar accidentes, ese incidente me pone furioso! Todas las unidades de Estasis disponen de dispositivo de perforación. Es imprescindible, porque todas se centran en una posición distinta y deben poder anularse independientemente. Pero la cuestión es que ningún dispositivo de perforación se acciona nunca hasta el último momento. Y entonces imposibilitamos deliberadamente la activación, sólo posible tirando de una cuerda cuidadosamente situada fuera de Estasis. El tirón es un vulgar movimiento mecánico que requiere un fuerte esfuerzo, no puede hacerse accidentalmente.
—Pero si se desplaza algo en el tiempo —dijo la señorita Fellowes—, ¿no se altera la historia?
Hoskins se encogió de hombros.
—En teoría sí. En realidad, excepto en casos anormales, no. Constantemente estamos sacando objetos de Estasis. Moléculas de aire. Bacterias. Polvo. Cerca del diez por ciento del consumo de energía se emplea en compensar micro-pérdidas de esa naturaleza. Pero trasladar en el tiempo objetos de mayor tamaño ocasiona cambios que van disminuyendo de importancia. Considere esa calcopirita del Plioceno. Dada su ausencia durante dos semanas, un insecto no encontró el cobijo que de otro modo habría encontrado y murió. Eso pudo iniciar una serie de cambios, pero los matemáticos de Estasis aseguran que se trata de una serie convergente. La importancia del cambio disminuye con el tiempo, y las cosas quedan como al principio.
—¿Pretende decir que la realidad se cura a sí misma?
—Por así decirlo. Sustraiga a un hombre de su época, o envíelo hacia atrás en el tiempo, y la herida será mayor. Si el individuo es ordinario, la herida sanaría pese a todo. Naturalmente, hay muchas personas que nos escriben a diario pidiendo que traigamos al presente a Abraham Lincoln, Mahoma o Lenin. Eso es imposible, por supuesto. Aunque lográramos localizarlos, el cambio de la realidad al desplazar a un moldeador de la historia sería enorme, imposible de curar. Hay métodos para calcular cuándo un cambio puede resultar excesivo, y nosotros evitamos incluso la aproximación a dicho límite.
—En ese caso, Timmie… —dijo la señorita Fellowes.
—No, él no representa problema en ese sentido. La realidad está a salvo. Aunque… —Miró rápida, bruscamente a la enfermera y acto seguido añadió—: Pero no importa. Ayer dijo usted que Timmie necesitaba compañía.
—Sí. —La señorita Fellowes expresó su placer con una sonrisa—. No creí que usted prestaría atención a ese problema.
—Claro que sí. Estoy encariñado con el niño. Aprecio sus sentimientos hacia él, y estaba lo suficientemente preocupado para ofrecerle explicaciones. Ya lo he hecho. Ha visto lo que hacemos. Tiene cierta comprensión de las dificultades, y en consecuencia sabe por qué no podemos, ni con la mejor voluntad del mundo, ofrecer compañía a Timmie.
—¿No pueden? —dijo la señorita Fellowes, con repentina angustia.
—Acabo de explicárselo. Es imposible esperar localizar otro Neandertal de su edad sin increíble suerte, y aunque fuera posible no sería sensato multiplicar los riesgos trayendo otro ser humano a Estasis.
La enfermera dejó la cuchara en el plato.
—Pero, doctor Hoskins —dijo con energía—, no me refería exactamente a eso. No deseo que traiga a otro Neandertal al presente. Sé que eso es imposible. Pero no es imposible traer a otro niño para que juegue con Timmie.
Hoskins la miró fijamente, alarmado.
—¿Un niño humano?
—«Otro» niño —dijo la señorita Fellowes, totalmente hostil—. Timmie es humano.
—Ni en sueños podría imaginar tal cosa.
—¿Por qué no? ¿Por qué no podría? ¿Qué tiene de malo la idea? Usted arrancó a ese niño del tiempo y lo convirtió en eterno prisionero. ¿No le debe nada? Doctor Hoskins, si existe en este mundo algún hombre que pueda ser padre del niño en todos los aspectos salvo en el biológico, ese hombre es usted. ¿Por qué no puede hacerle ese pequeño favor?
—¿Su padre? —dijo Hoskins. Se levantó con cierta vacilación—. Señorita Fellowes, creo que debe regresar ahora, si no le importa.
Volvieron a la casa de muñecas en un completo silencio, que ninguno de los dos rompió.
Pasó mucho tiempo antes que la enfermera viera de nuevo a Hoskins, aparte de fugaces apariciones del doctor. El hecho apenaba a veces a la señorita Fellowes; pero en otras ocasiones, cuando Timmie mostraba más melancolía que la habitual o pasaba las horas silencioso ante la ventana con su perspectiva de poco más que nada, la enfermera pensaba furiosamente: «¡Hombre estúpido!»
Timmie iba hablando cada vez mejor y con más precisión, sin llegar a perder el blando balbuceo que la señorita Fellowes consideraba bastante cautivador. En momentos de excitación, el niño recurría de nuevo a los chasquidos de su lengua, pero tales momentos eran cada vez más escasos. Debía estar olvidando los días anteriores a su llegada al presente…, excepto en sueños.
Con el paso del tiempo, los fisiólogos perdieron interés y los psicólogos se sintieron más interesados. La señorita Fellowes no estaba segura respecto a qué grupo le gustaba menos, el primero o el segundo. Desaparecieron las agujas, acabaron las inyecciones, las extracciones de fluido, las dietas especiales… Pero obligaron a Timmie a superar barreras para llegar a la comida y al agua. Tuvo que levantar paneles, apartar barras, agarrar cuerdas. Y las moderadas descargas eléctricas le hacían llorar y volvían loca a la señorita Fellowes.
Ella no deseaba apelar a Hoskins, no quería recurrir a él, porque siempre que pensaba en el doctor veía su cara en la mesa de la cafetería aquella última vez. Los ojos de la enfermera se humedecían y su mente decía: «¡Estúpido, estúpido!»