Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
En la caja habíamos encontrado redomas polvorientas, de cristal amarillento y etiqueta apenas legible, algunos folletos mimeografiados que databan de la Segunda Guerra Mundial y en los que ponía «restringido», un ejemplar de un viejo anuario universitario, correspondencia concerniente a un posible puesto como director de investigaciones de American Electric, fechado diez años atrás, y, por supuesto, el texto de química en griego.
También estaban esas grandes hojas de papel; enrolladas como un diploma, sujetas con una goma elástica, sin etiqueta ni título; unas veinte hojas plagadas de marcas en tinta, meticulosas y pequeñas.
Yo tenía una de esas hojas. No creo que nadie en el mundo tuviera más de una hoja. Y estoy seguro de que ningún hombre en el mundo, salvo uno, sabía que las pérdidas de su hoja y de su vida serían tan simultáneas como el Gobierno pudiera lograr.
Así que le tiré la hoja a Keyser, como si me la hubiera encontrado volando por el recinto universitario.
La miró, examinó el dorso, que estaba en blanco, lo estudió de arriba abajo y volvió a darle la vuelta.
—No sé de qué se trata —comentó en tono cortante.
No dije nada. Doblé el papel y me lo guardé en el bolsillo interior de la americana.
—Es una falacia común entre los legos pensar que los científicos pueden echarle un vistazo a una ecuación y escribir un libro sobre ella —añadió Keyser, con petulancia—. La matemática no tiene existencia propia. Es sólo un código arbitrario, diseñado para describir observaciones físicas o conceptos filosóficos. Cada uno puede adaptarla a sus propias necesidades. Por ejemplo, no hay nadie capaz de mirar un símbolo y saber a ciencia cierta qué significa. Hasta ahora la ciencia ha usado todas las letras del alfabeto, en mayúscula, en minúscula y en bastardilla, cada una de ellas simbolizando muchas cosas diferentes. Ha usado negritas, góticas, letras griegas, tanto mayúsculas como minúsculas, subíndices, sobreíndices, asteriscos y hasta letras hebreas. Diferentes científicos usan diferentes símbolos para el mismo concepto, y el mismo símbolo para conceptos diferentes. Si se le muestra una página suelta como ésta a cualquier hombre, sin información ninguna sobre el tema que se investiga o sobre la simbología utilizada, no podrá entender ni jota.
—Pero usted dijo que él estaba trabajando en momentos del cuadripolo. ¿Eso le infunde sentido? —Y me toqué el lugar del pecho donde ese papel me estaba haciendo un agujero en la americana desde hacía dos días.
—Lo ignoro. No he visto ninguna de las relaciones estándar que esperaba. O al menos no reconocí ninguna. Pero, obviamente, no puedo comprometerme. —Tras un breve silencio, añadió—: Le sugiero que consulte a su alumnos.
Enarqué las cejas.
—¿En sus clases?
—¡No, por amor de Dios! —exclamó con fastidio—. ¡Sus alumnos de investigación! ¡Sus candidatos al doctorado! Ellos han trabajado con él, conocerán los detalles de esa labor mejor que yo o que cualquier otro profesor.
—No es mala idea —dije, como sin darle importancia.
Y no era nada mala. No sé por qué, pero ni siquiera a mí se me hubiera ocurrido. Supongo que es natural pensar que un profesor sabe más que cualquier estudiante.
Keyser se cerró una solapa con la mano cuando me levanté para marcharme.
—Además —agregó—, creo que usted anda por mal camino. Se lo digo en confianza, entiéndame, y no lo diría si no fuera por estas inusitadas circunstancias, pero Tywood no tiene mucho prestigio en su profesión. Sí, es un profesor aceptable, pero sus investigaciones nunca se han ganado el respeto. Subyace siempre una tendencia hacia las teorías vagas, no respaldadas por pruebas experimentales. Ese papel que me ha enseñado probablemente sea similar. Nadie querría… secuestrarlo por eso.
—¿De veras? Lo entiendo. ¿Tiene usted alguna idea de por qué ha desaparecido, o adónde ha ido?
—Nada concreto —respondió, frunciendo los labios—, pero todos saben que es un hombre enfermo. Hace dos años sufrió un ataque de apoplejía que le impidió dar clases durante un semestre. Nunca se repuso del todo. El lado izquierdo le quedó paralizado un tiempo, y todavía cojea. Otro ataque lo mataría. Podría ocurrir en cualquier momento.
—Entonces, ¿cree que está muerto?
—No es imposible.
—¿Pero dónde está el cuerpo?
—Bueno, mire… Creo que ése es su trabajo.
Así era, y me marché.
Entrevisté a cada uno de los cuatro estudiantes de Tywood en un reducto del caos, llamado laboratorio de investigación. Estos laboratorios suelen contar con dos estudiantes prometedores, que constituyen una población flotante, pues cada año son reemplazados alternativamente.
En consecuencia, el laboratorio tiene el equipo apilado en varios niveles. En los bancos de laboratorio se encuentra el equipo que se usa inmediatamente y, en tres o cuatro cajones que están a mano, se acumulan repuestos o suplementos que se usan con frecuencia. Los cajones más alejados, los que se hallan más cerca del techo y en los rincones, están abarrotados de vestigios de pasadas generaciones de estudiantes, rarezas nunca usadas y nunca desechadas. Se afirma que ningún estudiante conoció jamás todo el contenido de su laboratorio.
Los cuatro estudiantes de Tywood estaban preocupados; pero tres lo estaban principalmente por su propia situación, es decir, por el posible efecto de la ausencia de Tywood en la resolución de su «problema científico». Descarté a esos tres —quienes espero que ya se hayan graduado— y llamé al cuarto.
Era el más ojeroso y el menos comunicativo, lo cual me daba esperanzas. Permaneció sentado rígidamente en la silla de la derecha del escritorio mientras yo me reclinaba en una crujiente silla giratoria y me apartaba el sombrero de la frente. Se llamaba Edwin Howe y se graduó más tarde. Lo sé con certeza porque era un personaje importante en el Ministerio de Ciencias.
—Supongo que haces el mismo trabajo que los demás chicos —le dije.
—Todo es física nuclear.
—¿Pero no todo es igual?
Sacudió la cabeza.
—Tomamos diferentes aspectos. Es preciso tener algo bien definido, pues si no resulta imposible publicar. Tenemos que graduarnos.
Lo dijo como cualquier otro hubiera dicho: a Tenemos que ganarnos
la vida.» Y tal vez sea lo mismo para ellos.
—De acuerdo. ¿Cuál es tu aspecto?
—Me encargo de la matemática. Con el profesor Tywood.
—¿Qué clase de matemática?
Y sonrió apenas, creando la misma atmósfera que yo había notado esa mañana en el despacho del profesor Keyser. Una atmósfera que decía: «¿Crees que puedo explicar todos mis pensamientos profundos a un zopenco como tú?» Pero en voz alta sólo dijo:
—Sería complicado explicarlo.
—Te ayudaré. ¿Se parece a esto?
Y le mostré la hoja de papel.
Ni siquiera le echó un vistazo. Lo agarró con la mano y dejó escapar un débil gemido.
—¿Dónde lo consiguió?
—En la caja de caudales de Tywood.
—¿También tiene el resto?
—Está a buen recaudo.
Se relajó un poco; sólo un poco.
—No se lo ha enseñado a nadie, ¿verdad?
—Se lo enseñé al profesor Keyser.
Howe gruñó con el labio inferior y los dientes frontales.
—¡Ese imbécil! ¿Qué dijo?
Alcé las palmas de las manos y Howe sonrió.
—Bien. —Utilizó un tono desenvuelto—. Eso es lo que hago.
—¿Y de qué se trata? Explícalo de modo que pueda entenderlo. Titubeó.
—Mire, esto es confidencial. Ni siquiera lo saben los demás alumnos de Tywood. No creo que yo lo sepa todo. No ando sólo en busca de un título. Se trata del premio Nobel de Tywood, y para mí significará un puesto de profesor auxiliar en el Tecnológico de California. No conviene hablar de esto antes de publicarlo.
Moví la cabeza lentamente y hablé muy despacio:
—No, hijo. Es precisamente al revés. Conviene hablar de esto antes de publicarlo, porque Tywood ha desaparecido y tal vez esté muerto. Y si está muerto quizá lo asesinaron. Y cuando el departamento tiene una sospecha de asesinato todo el mundo habla. En una palabra, vas a quedar muy mal si tratas de guardar secretos.
Funcionó. Yo sabía que funcionaría, porque todos leen novelas policíacas y conocen los estereotipos. Él se levantó de la silla y soltó las palabras como si las estuviera leyendo.
—Pero no sospechará de mí… ni nada parecido… Vaya…, mi carrera…
Le hice sentarse de nuevo; en su frente empezaban a aparecer Botitas de sudor. Pasé a la línea siguiente:
—Aún no sospecho de nadie ni de nada. Y no te verás en apuros si hablas, compañero.
Estaba dispuesto a hablar.
—Todo esto es estrictamente confidencial —insistió.
Pobre muchacho. No conocía el significado de «estrictamente». No volvió a estar fuera de la vista de un agente desde aquel momento hasta que el Gobierno decidió enterrar el caso con un comentario final que decía: «?»; así, encerrado entre comillas. (No bromeo. Hoy el caso no está ni abierto ni cerrado. Es sólo una «?».)
—Supongo que sabe usted qué es el viaje en el tiempo —balbució.
Claro que lo sabía. Mi hijo mayor tiene doce años y se pasa la tarde entera mirando los programas de vídeo hasta que se hincha visiblemente con la bazofia que absorbe por los ojos y las orejas.
—¿Qué pasa con el viaje en el tiempo?
—En cierto sentido, podemos hacerlo. En realidad, sólo se trata de lo que se podría llamar traslación microtemporal…
Casi perdí los estribos. De hecho, creo que los perdí. Parecía evidente que ese badulaque trataba de hacerse el listo, y sin ninguna sutileza. Estoy habituado a que la gente me tome por tonto, pero no hasta ese punto. Me salió la voz de lo más hondo de la garganta:
—¿Vas a decirme que Tywood está en alguna parte del tiempo, como Ace Rogers, el Llanero Solitario del Tiempo?
Se trataba del programa favorito de mi hijo. Esa semana, Ace Rogers luchaba contra Gengís Khan sin ayuda de nadie.
Pero él se enfureció tanto como yo.
—¡No! —gritó—. ¡No sé dónde está Tywood! ¡Si usted me escuchara…! He dicho traslación microtemporal. Esto no es un programa de vídeo ni es magia; es ciencia. Por ejemplo, conocerá usted la equivalencia materia energía, ¿verdad?
Asentí amargamente. Todo el mundo lo sabe, desde lo que pasó en Hiroshima durante la penúltima guerra.
—De acuerdo —continuó—, eso está bien para empezar. Si se toma una masa de materia y se le aplica traslación temporal, es decir, se la envía hacia atrás en el tiempo, se está creando materia en el punto del tiempo adonde se envía. Para ello, ha de utilizarse una cantidad de energía equivalente a la cantidad de materia creada. En otras palabras, para enviar un gramo de cualquier cosa hacia atrás en el tiempo, se debe desintegrar totalmente un gramo de materia, con el fin de suministrar la energía requerida.
—Ya. Eso es para crear el gramo de materia en el pasado; pero ¿no se destruye un gramo de materia al eliminarlo del presente? ¿Eso no crea una cantidad equivalente de energía?
Y aparentó tanto fastidio como alguien que se sentara sobre una abeja que no estuviese del todo muerta. A1 parecer, los legos no deben cuestionar a los científicos.
—Yo trataba de simplificar para que usted lo entendiera. En realidad es más complicado. Sería sensacional si pudiéramos usar la energía de desaparición para hacerla aparecer, pero, créame, eso sería trabajar en círculos. Los requerimientos de la entropía lo impedirían. Por decirlo con mayor rigor, se requiere que la energía se transforme en inercia temporal, y resulta que la energía en ergios necesaria para enviar una masa en gramos equivale a esa masa al cuadrado de la velocidad de la luz en centímetros por segundo, que es la ecuación de equivalencia masa energía de Einstein. Puedo darle los fundamentos matemáticos, si quiere.
—No, gracias. —Hice esfuerzos por contener esa inoportuna impaciencia—. ¿Pero todo esto se verificó experimentalmente, o sólo sobre el papel?
Obviamente, lo importante era dejarle hablar.
Los ojos le relucieron con ese extraño brilló, propio de todos los estudiantes de investigación, por lo que me han dicho, cuando se les pide que hablen de su problema científico. Lo comentan con cualquiera, incluso con un «lego ignorante», como en aquel momento.
—Verá usted —dijo, como un hombre que nos desliza datos confidenciales sobre una transacción dudosa—, todo comenzó con este asunto del neutrino. Tratan de encontrar ese neutrino desde fines de los años treinta y no lo han conseguido. Es una partícula subatómica, que no tiene carga y cuya masa es todavía más pequeña que la de un electrón. Naturalmente, resulta casi imposible de detectar y aún no ha sido detectada. Pero siguen buscando porque, sin suponer que existe el neutrino, no se pueden equilibrar los factores enérgicos de algunas reacciones nucleares. Así que el profesor Tywood tuvo hace veinte años la idea de que alguna energía estaba desapareciendo en forma de materia, retrocediendo en el tiempo. Nos pusimos a trabajar en eso; mejor dicho, él se puso a trabajar, y yo soy el primer estudiante que colabora en ello. Como es lógico, teníamos que trabajar en cantidades diminutas de materia y…, bien, fue un golpe de genio del profesor comenzar a usar vestigios de isótopos radiactivos artificiales. Se puede trabajar con pocos microgramos, siguiendo su actividad con contadores. La variación de actividad con el tiempo debería seguir una ley muy definida y simple que nunca ha sido alterada por ninguna condición de laboratorio conocida. Bueno, el caso es que enviábamos una partícula quince minutos hacia atrás, por ejemplo, y quince minutos antes (todo estaba dispuesto automáticamente, ya me entiende) la cuenta saltaba a casi el doble, descendía normalmente y bajaba bruscamente en el momento del envío, por debajo de donde debía haber estado normalmente. El material se superponía a sí mismo en el tiempo y, durante quince minutos, contábamos el material duplicado…
—Es decir que los mismos átomos existían en dos sitios al mismo tiempo —interrumpí.
—Sí —concedió sorprendido—, ¿por qué no? Por eso usamos tacita energía; el equivalente de la creación de esos átomos. Ahora le diré en qué consiste mi trabajo. Si se envía el material quince minutos atrás, aparentemente se envía al mismo sitio en relación con la Tierra, a pesar de que en quince minutos la Tierra se ha desplazado veinticinco mil kilómetros alrededor del Sol, y el Sol, a su vez, mil quinientos kilómetros más y así sucesivamente. Pero hay ciertas discrepancias diminutas que he analizado y que posiblemente se deban a dos causas. La primera es que se da un efecto friccional, si se permite semejante término, de modo que la materia se desplaza un poco respecto a la Tierra según a qué distancia se la envíe en el tiempo y según la naturaleza del material. Otra parte de la discrepancia sólo se puede explicar suponiendo que el propio tránsito por el tiempo lleva tiempo.