Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Era notable que ese redondo rostro de bebé pudiera lucir una sonrisa tan socarrona.
De: AgProvExt A: Loodun Antyok, administrador jefe, A-8
Tema: Servicio Administrativo, Permanencia en. Referencia: (a) Decisión Tribunal ServAd 22874-Q, fechada 1/978 I.G.
1. En vista de la opinión favorable vertida en refe
rencia (a), queda usted absuelto de toda responsabilidad por la fuga de no-humanos de Cefeo. Se requiere que perma
nezca disponible para su próxima gestión.
R. Horpritt, jefe, ServAd, 15/978 I.G.
“Evidence”
—Pero tampoco fue eso —dijo pensativamente la doctora Calvin—. Claro que al fin esa nave y otras similares pasaron a manos del Gobierno. El salto hiperespacial se perfeccionó y ahora tenemos colonias humanas en los planetas de algunas estrellas cercanas, pero no fue eso. —Yo había terminado de comer y la miraba a través del humo del cigarrillo—. Lo que realmente cuenta es lo que le sucedió a la gente de la Tierra en los últimos cincuenta años. Cuando yo nací, cuando era pequeña, acabábamos de pasar por la última guerra mundial. Fue un mal momento en la historia, pero significó el final del nacionalismo. La Tierra era demasiado pequeña para las naciones, que comenzaron a agruparse en regiones. Se tardó un tiempo. Cuando yo nací, Estados Unidos de América aún constituía una nación y no formaba parte de la Región Norte. De hecho, el nombre de la compañía todavía es Robots de Estados Unidos… Y el tránsito de naciones a regiones, que ha estabilizado nuestra economía y creado algo que equivale a una Edad de Oro, si se compara este siglo con el anterior, también fue obra de nuestros robots.
—Usted se refiere a las máquinas —dije—. El cerebro de que usted hablaba fue la primera de las máquinas, ¿verdad?
—Sí, lo fue, pero no pensaba en las máquinas, sino en un hombre. Falleció el año pasado. —De pronto se le hizo un nudo en la garganta—. O al menos decidió fallecer, porque sabía que ya no lo necesitábamos… Stephen Byerley.
—Sí, supuse que se refería a él.
—Inició su gestión en el año 2032. Usted era sólo un niño, así que no recordará cuán extraño era todo. Su campaña para la alcaldía fue sin duda la más rara de la historia…
Francís Quínn era un político de la nueva escuela. Claro que esta expresión, como muchas similares, no significa nada. La mayoría de las «nuevas escuelas» poseen equivalentes en la vida social de la antigua Grecia, y tal vez hallaríamos cosas parecidas si conociéramos mejor la vida social de la antigua Sumeria y las viviendas lacustres de la Suiza prehistórica.
Pero, para eludir lo que promete ser un comienzo tedioso y complicado, quizá sea mejor apresurarse a aclarar que Quinn no era candidato ni solicitaba votos, no pronunciaba discursos ni llenaba urnas. Así como Napoleón no apretó el gatillo en Austerlitz.
Y como la política da pie a extraños compañeros de cama Alfred Lanning estaba sentado al otro lado del escritorio, con las enérgicas cejas blancas enarcadas sobre unos ojos agudizados por una impaciencia crónica. No se sentía a gusto.
Si Quinn lo hubiera sabido, no se habría inmutado. Habló con voz cordial, casi profesionalmente afable:
—Entiendo que conoce a Stephen Byerley, doctor Lanning.
—He oído hablar de él. Como mucha gente.
—Sí, también yo. Tal vez usted piensa votar por él en las próximas elecciones.
—Lo ignoro —respondió Lanning con tono corrosivo—. No he seguido las tendencias políticas, así que no sé si se presentará como candidato.
—Quizá sea nuestro siguiente alcalde. Desde luego, ahora es sólo un abogado, pero todo roble…
—Sí —interrumpió Lanning—. Conozco el dicho. Todo roble ha sido bellota. Pero le pido que vayamos al grano.
—Estamos yendo al grano, doctor Lanning —dijo Quinn, en un tono de lo más afable—. Me interesa que el señor Byerley sea a lo sumo fiscal, y a usted le interesa ayudarme.
Lanning frunció el ceño.
—¿Me interesa? ¡Vamos!
—Bien, digamos entonces que le interesa a la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de EE.UU. Acudo a usted como Director Emérito de Investigación, porque sé que para la compañía usted es una especie de anciano sabio. Le escuchan con respeto; pero su conexión no es tan estrecha como para no gozar de bastante libertad de acción, aunque la acción sea algo heterodoxa.
El doctor Lanning guardó silencio un instante, rumiando sus pensamientos.
—No le entiendo, señor Quinn —murmuró.
—No me sorprende, doctor Lanning. Pero es bastante sencillo. Excúseme. —Quinn encendió un delgado cigarrillo con un encendedor de exquisita simplicidad, y su rostro huesudo cobró una expresión de serena diversión—. Hemos hablado del señor Byerley, un personaje extraño y pintoresco. Era desconocido hace tres años. Hoy es famoso. Es un hombre enérgico y capaz y, por supuesto, el fiscal más apto e inteligente que he conocido. Lamentablemente no es amigo mío…
—Entiendo —dijo Lanning mecánicamente, mirándose las uñas.
—El año pasado tuve ocasión de investigar al señor Byerley, muy exhaustivamente —continuó Quinn—. Siempre es conveniente someter la vida pasada de los políticos reformistas a un examen inquisitivo. Si usted supiera cuánto me ha ayudado… —Hizo una pausa para sonreírle sin humor a la punta del cigarrillo—. Pero el pasado del señor Byerley es insípido. Vida tranquila en una ciudad pequeña, educación universitaria, una esposa que falleció joven, un accidente automovilístico seguido de una lenta recuperación, Facultad de Derecho, traslado a la metrópoli, abogado. —Sacudió lentamente la cabeza y añadióExcepto su vida actual. Esto sí que es notable. ¡Nuestro Fiscal no come nunca!
Lanning irguió la cabeza y aguzó sus viejos ojos.
—¿Cómo ha dicho?
—Nuestro fiscal nunca come —repitió Quinn, separando las sílabas—. Haré una pequeña corrección: nunca se le ha visto comer ni beber. ¡Nunca! ¿Comprende el peso de esta palabra? No rara vez, sino ¡nunca!
—Me parece increíble. ¿Puede usted confiar en sus investigadores?
—Puedo confiar en mis investigadores, y no me resulta increíble. Más aún, no sólo no le han visto beber, ya sea agua, ya sea alcohol; sino que no le han visto dormir. Hay otros factores, pero creo que he sido bastante claro.
Lanning se reclinó en el asiento. Hubo un silencio tenso, como en un duelo, y luego el viejo robotista sacudió la cabeza.
—No, usted sólo puede estar insinuando una cosa, dado que por algo me cuenta todo esto precisamente a mí, y lo que insinúa es absolutamente imposible.
—Pero ese hombre es inhumano, doctor Lanning.
—Si usted me dijera que es Satanás disfrazado, existiría una leve posibilidad de creerle.
—Le digo que es un robot, doctor Lanning.
—Le digo que es imposible, señor Quinn.
De nuevo ese silencio agresivo.
—No obstante —continuó Quinn, apagando el cigarrillo con afectación—, tendrá que investigar esa imposibilidad con todos los recursos de la compañía.
—Por supuesto que no haré semejante cosa, señor Quinn. No puede sugerir en serio que la compañía intervenga en política local. —No tiene opción. Suponga que hago públicos estos datos… Al menos cuento con pruebas circunstanciales.
—Haga lo que le plazca.
—Pero no me place. Preferiría tener pruebas contundentes. Y tampoco le agradaría a usted, pues la publicidad sería muy perjudicial para la compañía. Supongo que usted está familiarizado con las estrictas reglas contra el uso de robots en mundos habitados.
—¡Por supuesto!
—Ya sabe que su compañía es el único fabricante de robots positrónicos en el sistema solar, y si Byerley resulta ser un robot será un robot positrónico. También sabe que los robots positrónicos se alquilan, no se venden, y que su empresa continúa siendo propietaria y administradora de todos los robots y, por lo tanto, es responsable de los actos de todos ellos.
—Es fácil, señor Quinn, demostrar que la compañía jamás ha manufacturado un robot humanoide.
—¿Es posible hacerlo? Sólo por comentar las posibilidades.
—Sí, es posible.
—Y es posible también hacerlo en secreto, supongo. Sin registrarlo en los libros.
—No en el caso de un cerebro positrónico. Hay demasiados factores involucrados y existe una rigurosa supervisión del Gobierno.
—Sí, pero los robots se gastan, se estropean, dejan de funcionar… y son desmantelados.
—Y los cerebros positrónícos se usan de nuevo o se destruyen.
—¿De veras? —preguntó Quinn con sarcasmo—. Y si, por accidente, claro está, uno no fuera destruido y hubiera una estructura humanoide aguardando un cerebro…
—¡Imposible!
—Usted tendría que probárselo al Gobierno y al público. ¿Por qué no a mí ahora?
—¿Pero cuál sería nuestro propósito? —quiso saber Lanning, exasperado—. ¿Dónde está nuestra motivación? Concédanos un poco de sensatez.
—Por favor, mi querido Lanning. La compañía se sentiría muy satisfecha si las diversas regiones permitieran el uso de robots positrónicos humanoides en los mundos habitados. Las ganancias serían suculentas. Pero el prejuicio de la opinión pública contra esa práctica es demasiado grande. Supongamos que ustedes la habituaran primero a dichos robots… Veamos, tenemos un hábil abogado, un buen alcalde… y es un robot. ¿Por qué no comprar mayordomos robot?
—Una fantasía. Un disparate ridículo.
—Me lo imagino. ¿Por qué no probarlo? ¿O prefiere probárselo al público?
La luz del despacho se desvanecía, pero aún no llegaba a oscurecer el rubor de frustración del rostro de Alfred Lanning. El robotista presionó un botón y los iluminadores de pared irradiaron una luz tenue.
—Pues bien —gruñó—, veámoslo.
No era fácil describir el rostro de Stephen Byerley. Tenía cuarenta años, según su certificado de nacimiento, y en efecto aparentaba cuarenta años, pero era un cuarentón saludable, bien alímentado y afable y que daba un mentís al lugar común acerca de «aparentar la edad que se tiene».
Esto se notaba muchísimo cuando reía, y en ese momento se estaba riendo. Era una risa estentórea y continua, que se apagaba y renacía…
El rostro de Alfred Lanning se contrajo en un amargo gesto de reprobación. Le hizo una seña a la mujer que tenía sentada al lado, pero ella apenas frunció los labios, pálidos y finos.
Byerley recobró la compostura.
—Por favor, doctor Lanning, por favor… ¿Yo…? ¿Yo, un robot?
—No soy yo quien lo afirma —barbotó Lanning—. Me sentiría muy satisfecho de que usted fuera humano. Como nuestra compañía no le ha fabricado, estoy casi seguro de que lo es; al menos, en un sentido legal. Pero como alguien alega seriamente que usted es un robot, y se trata de un hombre de cierto prestigio…
—No mencione su nombre, pues eso atentaría contra su férrea ética; pero supongamos que es Frank Quinn, para facilitar la argumentación, y continuemos.
Lanning resopló ante la interrupción e hizo una pausa, malhumorado, antes de continuar en un tono aún más glacial:
—Un hombre de cierto prestigio, con cuya identidad no me interesa hacer adivinanzas. Estoy obligado a pedirle a usted que colabore para refutarlo. El mero hecho de que semejante afirmación se hiciese pública, a través de los medios de que dispone este hombre, asestaría un duro golpe a la compañía que represento, aunque la acusación jamás pudiera probarse. ¿Entiende?
—Oh, sí, entiendo la situación. La acusación es ridícula; el trance en que usted se encuentra no lo es. Le ruego que me disculpe si mi risotada le ha ofendido. Me reí de lo primero, no de lo segundo. ¿Cómo puedo ayudarle?
—Sería muy sencillo. Sólo tiene que comer en un restaurante y en presencia de testigos; hacerse tomar una foto y comer.
Lanning se reclinó en la silla. Lo peor de la entrevista había terminado. La mujer observaba a Byerley con expresión absorta, pero sin decir nada.
Stephen Byerley la miró un instante a los ojos, embelesado, y se volvió hacia el robotista. Acarició durante unos segundos el pisapapeles de bronce, que era el único adorno de su escritorio.
—No creo que pueda satisfacerle —murmuró, y alzó una mano—. Espere, doctor Lanning. Comprendo que este asunto le disgusta, que le han involucrado contra su voluntad, que se siente en un papel índigno e incluso ridículo; pero a mí me afecta de manera más íntima, así que sea tolerante. Primero, ¿qué le hace pensar que Quinn, ese hombre de cierto prestigio, no le estaba engatusando para que usted hiciera exactamente lo que está haciendo?
—Parece improbable que una persona distinguida se arriesgue de un modo tan ridículo si no está convencida de pisar terreno firme.
—Usted no conoce a Quinn —dijo Byerley con gravedad—. Podría pisar terreno firme en un reborde montañoso donde una oveja no se sostendría. Supongo que le mostró los detalles de la investigación que afirma haber hecho sobre mí.
—Lo suficiente para convencerme de que sería problemático que nuestra empresa intentara refutarlos, cuando usted podría hacerlo con mayor facilidad.
—De modo que le cree cuando afirma que nunca como. Usted es un científico, doctor Lanning. Piense en la lógica del asunto. Nunca me han visto comer; por consiguiente, nunca como. Quot erat demostrandum. ¡Vaya!
—Usa usted tácticas de fiscal para embrollar una situación muy simple.
—Por el contrario, trato de aclarar una situación que Quinn y usted están complicando. Verá, no duermo demasiado, eso es verdad, y, por supuesto, no duermo en público. Nunca me ha interesado comer en compañía; un rasgo inusitado, tal vez de origen neurótico, pero que no perjudica a nadie. Mire, doctor Lanning, permítame presentarle un caso hipotético. Supongamos que existe un político interesado en derrotar a un candidato reformista a cualquier coste y, al investigar su vida privada, se topa con rarezas como las que acabo de mencionar. Supongamos además que para manchar a ese candidato acude a usted como agente ideal. Tenga por seguro que no va a decirle: «Fulano es un robot porque nunca come en compañía y nunca le he visto dormirse en medio de un caso, y una vez cuando espié por su ventana en medio de la noche allí estaba, despierto y leyendo; y miré en su nevera y no había comida dentro.» Si él le dijera eso, usted mandaría pedir una camisa de fuerza. Pero, si le dice que nunca duermo y que nunca como, esa sorprendente declaración le impide a usted reflexionar que dichas afirmaciones son imposibles de demostrar. Usted le sigue el juego al contribuir el alboroto.