Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Bueno —Pelham se levantó pesadamente—, yo, por mi parte, deseo que nos asfixiemos de verdad. Sería una manera cómoda de salir de este lío. Voy a bajar.
Salió con paso fatigado y dando un fuerte portazo.
En el subterráneo paseó una mirada a su alrededor, desconcertado.
—¡Eh, Benson! —llamó Pelham.
De debajo del trineo emergió una cara sucia, surcada de chorrillos de sudor, mientras una bocanada de jugo de tabaco salía disparada hacia la omnipresente escupidera del aludido.
—¿Por qué grita de ese modo? —se quejó Benson—. Este es un trabajo delicado.
—¿Qué diablos representa ese estrambótico aparato? —inquirió Pelham.
—Un trineo volador. Ha sido una idea mía —En los ojos llorosos de Benson brillaba el entusiasmo; el bocado de tabaco se desplazó de una mejilla a la otra—. El trineo lo trajeron en los primeros tiempos —siguió diciendo—, cuando creían que Ganímedes estaba cubierta de nieve, como los otros satélites de Júpiter Todo lo que tengo que hacer es adaptarle debajo unos cuantos gravorrepulsores del disociador y, así, cuando se dé la corriente, el trineo quedará sin peso. Unos reactores de aire comprimido harán el resto.
El comandante se mordió el labio inferior con aire dubitativo.
—¿Resultará?
—Claro que si. Muchísima gente ha pensado en utilizar repulsores para los viajes aéreos; pero resultan ineficaces, especialmente en campos gravitatorios considerables. Aquí, en Ganímedes, con un campo de gravedad de un tercio de g y una atmósfera tenue, basta un niño podría propulsarlo.
—De acuerdo, pues. Mira aquí. Tenemos montones de esta madera violeta indígena, llama a Charlie Finn y dile que coloque el trineo sobre una plataforma de esa madera. Cuidará de que sobresalga por la parte delantera unos seis metros o más, y en la parte saliente deberá haber una barandilla.
—¿Qué se propone, comandante?
Las carcajadas de Pelham sonaban como ladridos breves, roncos.
—Esos estrucitos esperan renos, y renos van a tener. Pero los animales tendrán que apoyarse sobre algo, ¿no te parece?
—Sin duda… Pero ¡espere, alto ahí! En Ganímedes no hay renos.
El comandante Pelham, que ya salía, se detuvo. Los ojos se le empequeñecieron ominosamente, como solía suceder cuando se acordaba de Olaf Johnson.
—Olaf ha salido a coger ocho lomospinosos. Tienen cuatro patas, una cabeza en una punta y una cola en la otra. El parecido es suficiente para los estrucitos.
El viejo ingeniero meditó esta información y soltó una risita malévola.
—¡Estupendo! Deseo que el maldito imbécil se divierta de veras con esa tarea.
—Yo también —rechinó Pelham.
Y salió con paso majestuoso mientras Benson, todavía riendo, volvía a deslizarse bajo el trineo.
La descripción que el comandante había hecho de un lomoespinoso era concisa y exacta, aunque omitía varios detalles interesantes. En primer lugar, un lomoespinoso tiene el hocico largo y móvil, dos orejas grandes que se balancean suavemente hacia delante y hacia atrás, y dos ojos violeta muy vivos. Los machos poseen a lo largo de la columna vertebral unas espinas plegables de un color carmesí fuerte que parecen embelesar a la hembra de la especie. Combinen estos factores con una cola musculosa y cubierta de escamas y un cerebro nada mediocre, y tendrán un lomoespinoso… o, al menos, lo tendrán si logran cazar alguno.
Una idea similar fue la que se le ocurrió a Olaf Johnson mientras descendía sigilosamente de la eminencia rocosa para acercarse a un rebaño de veinticinco lomospinosos que merodeaban por los escasos y ásperos arbustillos. Los lomospinosos más cercanos levantaron la vista para contemplar la grotesca figura de Olaf, cubierto de pieles y con la mascarilla de oxígeno, que se aproximaba. Sin embargo, como los lomospinosos no tienen enemigos naturales, se limitaban a contemplar aquella figura con lánguidos ojos de desagrado y pronto volvieron a ocuparse de su reseco pero nutritivo manjar.
Olaf tenía únicamente unas ideas muy someras de cómo cobrar piezas mayores. Así pues, hurgó en el bolsillo en busca de un terrón de azúcar, se lo puso en la palma de la mano y lo ofreció diciendo:
—¡Toma, bonito, bonito, bonito!
Las orejas del animal más próximo se doblaron en expresión de enojo. Olaf se acercó más y volvió a ofrecer el terrón.
—¡Ven, bonito! ¡Ven, bonito!
El lomospinoso divisó el azúcar, y los ojos le bailaron. El morro se le contrajo, mientras escupía el último bocado de vegetación y se aproximaba. Estirando mucho el cuello, olisqueó. Después, mediante un movimiento rápido y experto, golpeó la extendida mano con el hocico y se metió el azúcar en la boca. La otra mano de Olaf descendió rauda… sobre el vacío.
Con aire ofendido, el hombre ofreció otro terrón.
—¡Aquí, Príncipe! ¡Aquí, Fido!
El animal hizo salir de la profundidad de su garganta un sonido bajo, trémulo. Era, sin duda, de placer. Evidentemente, aquel monstruo extraño que tenia delante había perdido el seso y se proponía regalarle eternamente con aquellos terrones de suculencia concentrada. Pegó el tirón y retrocedió con la misma presteza de la primera vez. Pero como Olaf agarraba firme, ahora, poco le faltó para que el lomospinoso se llevara al mismo tiempo la mitad de un dedo.
El alarido que soltó Olaf carecía de la despreocupación necesaria en tales ocasiones. De todos modos, un mordisco que se siente a través de unos guantes recios, ¡es un señor mordisco!
Olaf avanzó resueltamente hacia la bestia. Hay cosas que encienden la sangre a un Johnson y despiertan en su ser el antiguo espíritu de los vikingos. Una de ellas es la de que a uno le muerda el dedo un animal no terrícola.
Mientras retrocedía lentamente, había en los ojos del lomospinoso una mirada indecisa. Ya no le ofrecían más terroncitos blancos, y no sabia qué iba a suceder luego. La incertidumbre se despejó mucho más pronto de lo que se figuraba, cuando dos enguantadas manos descendieron hacia sus orejas y tiraron. El animal emitió una especie de ladrido agudo y se lanzó a la carga.
Un lomospinoso tiene su dignidad. No le gusta que le tiren de las orejas, y mucho menos cuando otros de su especie, entre los cuales figuran varias hembras sin compromiso, han formado corro y están mirando.
El terrícola cayó de espaldas y permaneció un rato en esta postura. Entretanto, el lomospinoso retrocedió unos pasos con aire caballeresco, permitiendo que Johnson se pusiera en pie.
A Olaf, la antigua sangre vikinga se le encendió todavía más. Después de frotarse el punto magullado por el cilindro de oxígeno al chocar contra el suelo, dio un salto, olvidándose de tomar en consideración la gravedad ganimediana. Con lo cual voló metro y medio por encima del lomo del animalito.
En los ojos del lomospinoso brillaba una espantada admiración mientras contemplaban a Olaf; era, en efecto, un salto majestuoso. Aunque también había cierta extrañeza en su mirada. La maniobra parecía baladí, sin objetivo.
Olaf volvió a caer de espaldas, con el cilindro en el mismo sitio. Empezaba a sentirse un poco incómodo. Del circulo de espectadores se elevaban unos sones muy parecidos a risitas burlonas.
—¡Podéis reíros! —musitó con amargura—. Todavía no he empezado a luchar.
Luego se acercó al lomospinoso pausada, cautelosamente. Describió un círculo, buscando el momento oportuno. El animal le imitó. Olaf lanzó una finta, y el lomospinoso le esquivó. A continuación el bicho se encabritó para el ataque, y entonces fue Olaf quien tuvo que esquivarle.
Al ingeniero se le ocurrían continuamente nuevas palabrotas feas. El ¡U—r—r—r—r!, ronco que salía de la garganta del lomospinoso parecía completamente despojado del espíritu fraternal que se suele asociar con la Navidad.
De pronto se percibió un sonido sibilante. Olaf sintió que algo chocaba contra su cráneo, detrás de la oreja izquierda. Esta vez dio un salto mortal de espaldas y aterrizó sobre la nuca. Los espectadores relincharon a coro, y el lomospinoso movió la cola triunfalmente.
Olaf se desprendió de la impresión de estar flotando por un espacio ilimitado y tachonado de estrellas y se puso en pie tambaleando.
—¡Oye —protestó—, eso de utilizar la cola es jugar sucio!
Y como la cola en cuestión se disparaba hacia delante una vez más, él retrocedió de un salto y enseguida se lanzó en plancha contra las piernas del animal. Al cogerlas, advirtió que el lomospinoso se caía de espaldas con un ladrido indignado.
Ahora se trataba ya de un problema de músculos terrícolas contra músculos ganimedianos, y Olaf se convirtió en un hombre con la fuerza de un bruto. Después se levantó con dificultad, y el lomospinoso se halló descansando sobre los hombros de aquel extraño.
Los otros lomospinosos dejaron paso al terrícola con semblantes tristes. Evidentemente, eran buenos amigos del cautivo y les disgustaba haberle visto perder la pelea. Así pues, retornaron a su ramoneo con filosófica resignación, claramente convencidos de que el destino lo había dispuesto de aquel modo.
Unas horas después, cuando había acorralado ya al octavo lomospinoso, estaba en posesión de una técnica adquirida mediante una larga práctica, y habría podido dar muchas indicaciones a un cow-boy terrestre sobre la manera de tumbar una ternera fugitiva. También habría podido dar lecciones a un descargador de puerto sobre el arte de soltar juramentos, sencillos o complicados.
Era Nochebuena, y por toda la Cúpula ganimediana imperaban un ruido ensordecedor y una loca excitación, como una Nova que estallara, equipada para el sonido. Alrededor del herrumbroso trineo, montado en la gran plataforma de madera roja, cinco terrestres libraban una batalla encarnizada con un lomospinoso.
El animal tenía opiniones concretas sobre la mayoría de las cosas, y una de sus convicciones más arraigadas y claras era la de que jamás iría adonde no quisiera ir. Así lo expresaba palmariamente disparando la cabeza, la cola, tres espinas y cuatro patas en todas las direcciones posibles y con toda la fuerza de que disponía.
Pero los terrestres insistían, y no con mucha ternura. A pesar de los ruidosos y angustiados chillidos, el lomo espinoso fue izado a la plataforma, situado en su puesto y sujetado con unos arneses hasta dejarle perfectamente impotente.
—¡Muy bien! —gritó Peter Benson—. Traed la botella. Sujetando el morro del animal con una mano, le metió la botella debajo con la otra. El lomospinoso se estremeció ansioso y lanzó un trémulo gemido. Benson le echó al gaznate unos chorros de liquido. Se oyó el ruido de la deglución, y luego un relinchito de gusto. El animal estiraba el cuello pidiendo más.
—Nuestro mejor brandy, precisamente — suspiró Benson, retirando la botella y poniéndola vertical. Había quedado medio vacía.
—¡Traed el siguiente! —chilló Benson. Al cabo de una hora, los ocho lomospinosos eran otras tantas estatuas catalépticas. Entretanto, los terrestres les ataban ramas bifurcadas a las cabezas. Resultaba un remedo tosco y sólo aproximado, pero serviría.
Cuando Benson iba a preguntar dónde estaba Olaf Jonson, este digno caballero apareció, traído en vilo por tres camaradas, luchando con tanto denuedo como cualquiera de los lomospinosos. Aunque sus gritos de protesta resultaban perfectamente articulados.
—¡No iré a ninguna parte con este traje! —rugía, clavando la mirada en el ojo más cercano—. ¿Me oyen?
Llevaba el traje convencional de Papá Noel. Lucía unas prendas tan encarnadas como se había podido lograr cosiendo papel-tela rojo sobre su chaqueta espacial. El armiño era blanco como algodón en rama, precisamente porque era eso. La barba, más algodón en rama pegado sobre una base de tela que colgaba holgadamente de sus orejas. Con este adorno debajo y la máscara de oxígeno encima, hasta los más esforzados tenían que apartar la vista.
Nadie había puesto a Olaf ante un espejo. Pero entre lo que veía de su propia persona y lo que le susurraba el instinto, habría saludado a una inflamada centella como a una hermana.
A fuerza de empujones, le subieron al trineo. Muchos se prestaron a ayudar, hasta conseguir que el pobre Olaf no fuera sino un retorcimiento apresado y una voz sofocada.
—Soltadme —decía con palabra confusa—. Soltad me y venir uno por uno. ¡A ver si os atrevéis!
Y trató de esgrimir un poco los puños para hacer resaltar su osadía. Pero la multitud de manos que lo sujetaban le dejaba incapacitado para mover ni un solo dedo.
—¡Adentro! —ordenó Benson.
—¡Váyase al diablo! —jadeó Olaf—. No voy a meterme por ningún patentado atajo hacia el suicidio; de modo que ya se puede mueva su maldito trineo volador y…
—Escucha —le interrumpió Benson—. El comandante Pelham te está esperando al final del trayecto, y si no te presentas allá antes de media hora, te despellejará vivo.
—El comandante Pelham se puede llevar el maldito trineo y…
—¡Entonces, piensa en tu empleo! Piensa en tus ciento cincuenta semanales. Piensa que de cada dos años, tienes uno de vacaciones con el sueldo íntegro. Acuérdate de Hilda, allá en la Tierra, y piensa que si no tienes empleo, no se casará contigo. ¡Piensa en todo eso!
Johnson pensó, y restañó los dientes. Pensó un poco más, subió al trineo, ató bien el saco y puso en marcha los gravorrepulsores. Después, con una maldición horrible, abrió el retropropulsor.
El trineo partió disparado y él se agarró para no caer hacia atrás y saltar fuera del vehículo, de lo que se libró por muy poco. En lo sucesivo, se cogía a los costados, viendo cómo los montes de su entorno subían y bajaban a cada movimiento del inestable trineo.
Al levantarse el viento, las ondulaciones todavía se acusaron más, y cuando Júpiter asomó en el firmamento, su luz amarilla destacó todos los cortes y grietas del suelo, hacia cada uno de los cuales, sucesivamente, parecía dirigirse el trineo. En el momento en que el planeta gigante hubo emergido por completo sobre el horizonte, los lomospinosos empezaron a librarse del calamitoso efecto de la bebida, que desaparece de los organismos ganimedianos con la misma rapidez con que se apodera de ellos.
El primero en volver en si fue el lomospinoso de más atrás. El animalito advirtió el sabor que le quedaba en la boca, hizo una mueca de disgusto y renunció definitivamente a la bebida. Tomada esta resolución, se fijó bien, con gesto lánguido, en el entorno en que se hallaba. Al principio no se sorprendió. Pero después, poco a poco, alboreó en su conciencia el hecho de que la base sobre la que se sostenía, fuese cual fuere, no era el estable suelo habitual del sólido Ganímedes. Esta nueva base se levantaba e inclinaba, lo cual se le antojó muy inusitado.