Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Su angustioso chillido de horror y desesperación hizo recobrar el seso a sus demás congéneres, aunque fueran unos sesos un tanto doloridos. Durante un rato se trabó una confusa conversación de enmarañados graznidos, mientras los pobres animales trataban de expulsar el dolor fuera de sus cabezas e introducir en ellas la realidad que estaban viviendo. Logrados ambos objetivos, se organizó una estampida. Más bien un conato de estampida, porque los lomospinosos estaban sólidamente atados, y descartando la posibilidad de llegar a ninguna parte, realizaban todos los movimientos a galope tendido, y el trineo se desbocó.
Olaf se mesó la barba un segundo, antes de que se le desprendiera de las orejas.
—¡Eh! —gritaba. Era lo mismo que decirle ¡Tate! ¡Tate! a un huracán.
El trineo se encabritaba, daba saltos de carnero y bailaba un tango histérico. Se lanzaba en arranques repentinos, como si tuviera ganas de aplastar sus sesos de madera contra la corteza de Ganímedes. Entretanto, Olaf rezaba, blasfemaba lloraba y ponía en marcha todos los chorros de aire comprimido a la vez.
Ganímedes giraba furiosamente; Júpiter era una mancha loca. Quizá fuera el espectáculo de Júpiter bailando de aquel modo lo que tranquilizó a los lomospinosos. O acaso fuese que ya nada les importaba un comino. Pero, por un motivo u otro, se quedaron quietos, se dirigieron altisonantes discursos de despedida unos a otros, confesaron sus pecados y esperaron la muerte.
El trineo se estabilizó, y Olaf recobró el aliento. Sólo para perderlo de nuevo al contemplar el curioso espectáculo de los montes y el suelo firme arriba, y un firmamento oscuro y un Júpiter dilatado allá abajo.
En este momento fue cuando, a su vez, también él se puso en paz con el Eterno, y aguardó el fin.
Estrucito es la abreviación del diminutivo de avestruz, que es lo que parecen los ganimedianos, exceptuando que tienen el cuello más corto, la cabeza más grande y las plumas se diría que están a punto de salírseles de la piel.
Cincuenta de ellos se hallaban en el edificio bajo de madera púrpura que les servía de sala de reuniones—.
En la plataforma de tierra de la parte delantera del local —oscurecido por las encendidas antorchas de madera púrpura, que, además de humo desprendían un olor fétido— estaban sentados el comandante Scott Pelham, y cinco de sus hombres. Delante de ellos se pavoneaba el estrucito más desaliñado de todos, hinchando el enorme pecho con sonido rítmico, estentóreo.
El estrucito se detuvo un momento para señalar un orificio irregular practicado en el techo.
—¡Mirad! —graznó—. Chimenea. Hicimos nosotros. Papanel entra.
(No sería preciso explicar que Papanel era su manera de pronunciar Papá Noel.)
Pelham emitió un inarticulado sonido de aprobación. El estrucito soltó una risita dichosa, señalando los saquitos de hierba tejida que colgaban de las paredes. Y siempre con su habla defectuosa que no sabríamos reproducir exactamente, continuó:
—¡Mirad! Medias. ¡Papanel pone regalos!
—Sí —exclamó Pelham sin el menor entusiasmo—. Chimenea y medias. Muy bonito —hablaba por el ángulo de la boca, dirigiéndose a Sim Pierce, sentado a su lado—. Media hora más en este sumidero me mataría. ¿Cuándo llegará ese tonto?
Pierce se revolvía inquieto.
—Mire —dijo—. Yo hice unos cálculos. Estamos a salvo en todo, excepto en hojas de karen; todavía nos faltan cuatro toneladas más. Si podemos terminar esta necia aventura antes de una hora, y que el próximo turno empiece y les sacamos doble rendimiento a los estrucitos, acaso llenemos el cupo.
—Poco más o menos —respondió Pelham malhumorado—. Eso si Johnson llega sin armar nuevos jaleos.
El estrucito hablaba de nuevo. Porque a los estrucitos les gusta mucho hablar. Decía con aquel lenguaje suyo tan deficiente:
—Navidad llega todos los años. Navidad bonito, todo el mundo amigo. A estrucito le gusta Navidad. ¿A vosotros os gusta Navidad?
—Sí, estupendo —Pelham enseñaba los dientes en una mueca cortés—. Paz en Ganímedes, buena voluntad para todos los hombres especialmente para Jhonson, y de paso. ¿dónde diablos estará el muy idiota?
El comandante era presa de una enojada agitación, mientras el estrucito daba saltos con aire muy sensato, evidentemente sólo por el gusto de ejercitarse. Y así continuó, alternando los brincos con unos pasitos de danza, hasta que Pelham dio muestras de querer estrangular a alguien. Sólo un graznido procedente del agujero de la pared, dignificado Con el nombre de ventana, salvó a Pelham de cometer un estruciticidio.
Los estrucitos se revolvían y apiñaban, y los terrícolas pugnaban por ver.
Sobre el gran disco amarillo de Júpiter se recortaba la silueta de un trineo volador, con sus renos correspondientes. Todavía se veía muy pequeño, pero no cabía duda: Papá Noel estaba llegando.
Una sola irregularidad se apreciaba en el cuadro: trineo, renos y todo lo demás, descendiendo a una velocidad aterradora, volaban cabeza abajo.
Los estrucitos se derretían en una cacofonía de graznidos.
—¡Papanel! ¡Papanel! ¡Papanel!
Y saltaban por la ventana como una colección de plumeros quita polvos dotados de vida… y enloquecidos. Pelham y sus hombres utilizaron la baja puerta.
Pelham gritaba furioso, incoherentemente, asfixiándose en la enrarecida atmósfera cada vez que se olvidaba de respirar por la nariz. Luego se interrumpió y se quedó mirando con ojos horrorizados. El trineo, ya casi de tamaño natural ahora, caía en vertical. Si hubiera sido una flecha disparada por Guillermo Tell no habría apuntado más exactamente al entrecejo del comandante. Este gritó:
—¡Cuerpo a tierra, todos! —echándose al suelo. El viento del paso del trineo producía un silbido agudo y le azotaba el rostro. Por un instante, se escuchó la voz de Olaf, estridente e ininteligible. Los chorros de aire comprimido dejaban estelas de vapor de agua, que se condensaban.
Pelham yacía estremecido, abrazando la helada corteza de Ganímedes. Luego se levantó despacio sus rodillas temblaban como las de una muchacha hawaiana bailando el hula-hula. Los estrucitos, que se habían dispersado ante el vehículo en descenso, volvieron a reunirse. Allá a lo lejos, el trineo viraba hacia ellos.
Dentro del trineo, Olaf trabajaba como un demonio. Con las piernas muy separadas, cargaba su peso alternativamente sobre ellas. Sudando y maldiciendo, esforzándose en no mirar «abajo» a Júpiter, conseguía que el aparato se columpiara de un modo cada vez más loco. Ahora describía un ángulo de 180 grados, y Olaf notaba que su estómago protestaba enérgicamente.
Aguantando la respiración, hundió con fuerza el pie derecho y notó que el trineo se balanceaba mucho más. Cuando alcanzó el punto más alto, cerró el gravorrepulsor y, en la débil gravedad de Ganímedes, el trineo descendió con una sacudida. Debido al gravorrepulsor de metal, el trineo tenía el peso mayor en el fondo, lo cual hizo que, al caer, se pusiera cabeza arriba.
Aunque eso no significó un gran alivio para el comandante Pelham, que se encontró dé nuevo en la misma trayectoria del vehículo.
—¡A tierra! —chilló, tendiéndose otra vez.
El trineo pasó por encima con un iuiii—issh agudo; fue a chocar con una piedra enorme, emitiendo un fuerte crack; saltó unos ocho metros por el aire; descendió luego con un Tuussh y un bang, y Olaf saltó por encima de la barandilla, fuera del vehículo.
Papá Noel había llegado.
Con una inspiración profunda y estremecida. Olaf se echó el saco al hombro, se colocó bien la barba y dio una palmadita en la cabeza a uno de los pobres lomos pinosos, que sufrían en silencio. Era posible que la muerte estuviese en puertas (lo cierto es que Olaf casi la deseaba), pero él moriría noblemente, de pie, como un Johnson.
Dentro del barracón, en el que se habían apiñado una vez más los estrucitos, un pum anunció la llegada del saco sobre el tejado, y un segundo pum la de Papá Noel en persona. En el improvisado agujero del techo apareció el fantasma de un rostro, que chilló:
—¡Feliz Navidad! —y rodó al suelo.
Olaf aterrizó sobre los cilindros de oxígeno, como de costumbre, y volvió a colocárselos en el sitio habitual.
Los estrucitos saltaban de acá para allá como pelotas de goma, por el prurito de la curiosidad.
Cojeando notablemente, Olaf se acercó a la primera media y depositó en ella la pintarrajeada esfera que había extraído del saco, una de las muchas destinadas en principio a adornar un árbol de navidad. Después, una tras otra, fue depositando las demás en las medias que encontró preparadas.
Terminado el trabajo, se dejó caer en cuclillas, agotado, y en esa posición siguió las ceremonias subsiguientes con ojo vidrioso. El alborozo y el buen humor que hace retemblar los vientres, característicos y tradicionales, faltaban por completo en la presente celebración.
Aunque los estrucitos compensaban semejante falta con sus éxtasis desenfrenados. Hasta que Olaf hubo depositado el último globito, permanecieron quietos en sus asientos. Pero cuando hubo terminado, el aire se hinchó y estremeció con las tensiones de los alaridos discordantes en que prorrumpieron. Al cabo de medio segundo, cada estrucito tenía su globo en la mano.
El estrucito más desaliñado se acercó al comandante Pelham y le tiró de la manga.
—Papanel, bueno —cacareó—. ¡Mira, deja huevos! —Fijó en su esferita una mirada reverente, y añadió siempre en su jerga semincomprensible: —Más bonitos que los huevos de estrucito. Deben de ser huevos de Papanel, ¿eh?
Y clavó un dedo pellejoso en el estómago de Pelham.
—¡No! —chilló el comandante—. ¡No, diablos, no!
Pero el estrucito no le escuchaba. Hundió profundamente el globo en el cálido refugio de sus plumas y dijo:
—Bonitos colores. ¿Cuánto tardan los Papanel en salir? ¿Y qué comen los pollitos de Papanel? —luego levantó la vista—. Los cuidaremos bien. Enseñaremos a los pequeñitos Papanel y los haremos listos y llenos de cerebro como buenos estrucitos.
Pierce cogió al comandante Pelham por el brazo.
—No discuta con ellos —le susurró con vehemencia—. ¿Qué le importa a usted si creen que eso son huevos de Papá Noel? ¡Venga! Si trabajamos como locos, todavía podemos llenar el cupo. Empecemos.
—Es cierto —reconoció Pelham. Y, volviéndose hacia el estrucito, añadió: —Diles a todos que se pongan en marcha —gritando fuerte y claro, les dijo—: Ahora, trabajad. ¿Comprendéis? ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Vamos!
Y hacia el ademán con ambos brazos. Pero el estrucito desaseado se había parado repentinamente, y decía con gran calma:
—Nosotros trabajamos, pero Johnson dice que Navidad llega todos los años.
—¿No te basta con una sola Navidad? —regañó Pelham.
—¡No! —graznó el estrucito—. Nosotros queremos Papanel todos los años. El año que viene, más huevos, y el otro año, y el otro año, y el otro. Más huevos. Más huevos de Papanel. Si Papanel no viene, no trabajamos.
—Falta mucho tiempo todavía —dijo Pelham—. Por entonces discutiremos la cuestión. Por aquellas fechas, o yo ya estaré loco de remate, o vosotros habréis olvidado todo esto.
Pierce abrió la boca, la cerró; la abrió de nuevo, la volvió a cerrar, la abrió una vez más, y por fin logró sacar las palabras:
—Quieren que venga todos los años, comandante.
—Lo sé. Pero el año próximo ya no se acordarán.
—No lo comprende. Para ellos, un año es una vuelta de Ganímedes alrededor de Júpiter. Medida según el tiempo terrestre, son siete días y tres horas. Quieren que Papá Noel venga todas las semanas.
—¡Todas las semanas! —Pelham se le hizo un nudo en la garganta—. ¿Johnson les dijo…?
Por un momento, todo se convirtió en un centelleo de saltos mortales ante sus ojos. Se le cortaba la respiración; automáticamente, su mirada buscó a Olaf.
Este sintió un frío que se le filtraba hasta la médula de los huesos. Se levantó con aprensión y se escabulló hacia la salida. Ya en la puerta, se detuvo; le había venido súbitamente a las mientes lo que ordena la tradición. Con la barba colgándole y con voz de rana, canturreo:
—¡Felices Navidades a todos; buenas noches a todo el mundo!
Y corrió hacia el trineo como si le persiguieran todos los diablos del infierno. Los diablos no le siguieron, pero el comandante Pelham, sí.
“Robot AL-76 Goes Astray”
Jonathan Quell abrió de un manotazo la puerta sobre la que estaba escrito «Administrador General» y entró corriendo en el despacho. Sus ojos parpadeaban a toda velocidad detrás de los cristales de sus gafas, y su expresión indicaba claramente lo preocupado que estaba.
—¡Mire esto, jefe! —Jadeó después de colocar sobre el escritorio un papel doblado por la mitad.
Sam Tobe se pasó el puro de una comisura de la boca a la otra y clavó los ojos en el papel. Después se llevó una mano a la barbilla, se la frotó y la aspereza de los pelos le recordó que no se había afeitado.
—¡Por todos los infiernos! —exclamó—. ¿De qué demonios están hablando?
—Dicen que enviamos cinco robots AL —le explicó Quell, aunque el mensaje de la hoja no necesitaba ninguna aclaración.
—Enviamos seis —dijo Tobe.
—¡Por supuesto, señor! Pero al otro lado sólo recibieron cinco. Nos han enviado los números de serie, y falta el AL-76.
Tobe echó su silla hacia atrás mientras alzaba su enorme masa y cruzó el umbral del despacho moviéndose tan deprisa como si tuviera un par de ruedas bien engrasadas en vez de pies. Cinco horas después, toda la planta estaba patas arriba, desde las salas de juntas hasta la cámara de vacío; y cada uno de sus doscientos empleados había sido sometido a un demoledor tercer grado, un sudoroso y desmelenado Tobe envió un mensaje urgente a la planta central de Schenectady.
Y algo muy parecido al pánico se adueñó de la planta central. Por primera vez en toda la historia de la Compañía de Robots y Hombres Mecánicos de los Estados Unidos un robot andaba suelto. Lo más grave no era que la ley prohibiese la presencia de ningún robot en la Tierra fuera de las fábricas de la empresa que contaban con licencia gubernamental para ello. Las leyes siempre pueden ser quebrantadas. Lo realmente grave era otra cosa, y un matemático del departamento de investigación se encargó de expresarlo con toda claridad.
—Ese robot fue creado para conducir un disinto en la Luna —había dicho ese matemático—. Su cerebro positrónico fue concebido para funcionar en el entorno lunar y únicamente allí. En la Tierra va a recibir unos cuantos muchillones de impresiones sensoriales para las que nunca ha sido preparado. No hay forma humana de predecir cuáles serán sus reacciones. ¡No tenemos ni idea de lo que puede hacer!