Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No, claro que no. Ella no podía dar ninguna identificación, ni la más mínima. Lo mismo podía decir que el bolso había desaparecido por obra de una varita mágica.
—Aunque lo hubiera hecho —dijo Avalon—, ¿qué podría hacer la Policía a propósito de ello, Tom? ¿Y por qué tendrían que pensar en nada parecido a la historia que ha soñado Henry? eso sólo ha surgido del hecho de que todas las cosas fueran devueltas ayer.
—Supongo que usted tampoco informó de ello, ¿verdad, Bill? —preguntó Trumbull.
—No, naturalmente que no —contestó Teller.
—Bien —dijo Trumbull, poniéndose en pie pesadamente—.
Puede ser una locura, pero voy a llamar a alguien que conozco.
Y si… —miró su reloj—. Si lo encuentro viendo la televisión o preparándose para ir a la cama, será una lástima.
—Puede que no esté en casa, Tom —observó Avalon.
—Encontraré a alguien —insistió Trumbull, inflexible.
Se marchó hacia el teléfono que estaba en la habitación de al lado, mientras los demás Viudos Negros y su invitado permanecían en un silencio incómodo. Solamente Henry se mostraba impávido.
Finalmente, Gonzalo preguntó:
—¿Usted cree que puede haber algo de realidad en lo que ha pensado, Henry?
Henry sugirió:
—Es mejor que esperemos a que vuelva Mr. Trumbull.
Cuando por fin lo hizo, se sentó y, durante unos quince segundos, se dedicó a mirar muy fijo a Henry.
—Bueno, Tom… —dijo Avalon, instándole a que hablara.
Tom explicó; —La cosa consiste en lo siguiente: si alguna vez esto se hace público, Henry va a ser acusado de brujería.
Las cejas de Henry se elevaron un poco.
—Si usted quiere decir con eso, señor, que
había
una bomba, creo que sería más apropiado conceder crédito a las mentes lógicas de los Viudos Negros.
—A la
suya,
Henry —puntualizó Trumbull—. Había realmente una bomba. Fue colocada en un lugar donde quizá no habría causado demasiadas víctimas, pero sin duda habría interrumpido el servicio de trenes durante semanas… Y, lo que es más importante, estaba metida en un viejo bolso de piel.
—Pero, supongo que no hubo explosión —dijo Henry.
—No; porque el bolso fue visto, por pura casualidad, y porque la persona que lo vio lo levantó y se sorprendió de su peso. Luego, como estamos en tiempos complicados, se le ocurrió hacer lo correcto. Llamó a la brigada especializada en bombas…, lo mismo que hizo usted, Bill.
—¡Qué suerte! —exclamó Gonzalo—. Si no lo hubieran encontrado, las conclusiones de Henry habrían llegado demasiado tarde.
—No es demasiado tarde para nada. Me temo que les conté a ellos lo suficiente de la historia; de modo que su esposa tendrá que ir allí e identificar el bolso. Si
es
su bolso, y estoy dispuesto a apostar mi último sueldo del año a que lo es, entonces ellos saben algo importante que los terroristas ignoran que ellos conocen. Comenzarán a mirar a todas las personas abandonadas de la estación y puede ser muy bien que encuentren algo.
Gracias, Henry.
Teller pareció alterado.
—No creo que Jenny se alegre de verse implicada en esto.
Trumbull observó:
—No tiene elección. Simplemente dígale que no le queda más remedio que hacerlo.
—Eso es fácil de decir para usted —contestó Teller, con malestar.
Henry añadió:
—Ánimo, Mr. Teller. Estoy seguro de que su capacidad profesional para defender los puntos de vista impopulares de un modo convincente, hará posible que realice esta tarea con facilidad.
La gente me pregunta de dónde saco las ideas. Pues de donde puedo.
La mayoría de las veces tengo que pensar y pensar antes de que se me ocurra algo, y eso es un duro trabajo. (Pruébenlo, si no me creen.) Por tanto, cuando algo me sale al paso que puede ser transformado en una narración sin que tenga que agotarme mucho pensando, lo agarro en seguida.
Una mujer me dijo que le habían robado una vez un bolso y luego se lo habían devuelto de modo parecido al que se describe en mi relato. Le pregunté por qué se lo devolvieron y ella me contestó que no lo sabía.
Cuando oigo decir «no lo sé», mis antenas se ponen a vibrar.
Y pienso que Henry lo sabría. Todo lo que tengo que hacer es inventar una historia alrededor del incidente. En este caso, eso fue exactamente lo que hice.
El relato apareció por primera vez en el número de marzo de 1987 del Ellery Queen's Mystery Magazine.
“The Quiet Place”
Emmanuel Rubin, que era el anfitrión del banquete de los Viudos Negros, aquella noche había estado de lo más alborotador y pendenciero.
Insistió en la poca importancia del álgebra ante Roger Halsted, el cual era profesor de esta asignatura en un centro de enseñanza media; había denunciado el sistema de patentes ante Geoffrey Avalon, abogado de patentes; había negado la validez de la teoría cuántica en conexión con la estructura molecular ante James Drake, químico, había señalado la inutilidad del espionaje en la guerra moderna ante Thomas Trumbull, experto en claves; y, por último, había puesto la guinda en el pastel cuando contempló a Mario Gonzalo dibujar, con facilidad y pericia consumadas, una caricatura del invitado de aquella noche, y le dijo que no sabía nada en absoluto acerca de caricaturas.
Trumbull, que de todos los Viudos Negros era el menos propenso a que le divirtiera Rubin en sus momentos locos, acabó diciendo:
—¿Qué demonios le pasa, Manny? Estamos acostumbrados a que diga usted tonterías a grandes voces y a que se meta con alguno de nosotros desde un punto de vista indefendible; pero esta vez nos está usted pinchando a todos a la vez.
Fue el invitado de Rubin quien contestó a Trumbull con voz tranquila. Era casi la primera vez que hablaba aquella noche.
Se trataba de un joven que no parecía tener mucho más de treinta años, con fino cabello rubio, ojos azul claro, una cara amplia entre los pómulos y una sonrisa que parecía fácil y que, sin embargo, tenía un deje de tristeza. Se llamaba Theodore Jarvik.
—Lo siento, caballeros, la culpa es mía, si es que es una falta seguir el procedimiento profesional. Hace poco, me he convertido en el editor de Manny y me vi obligado a devolverle su último manuscrito pidiendo que lo revisara.
—Para una revisión que lo destriparía —farfulló Rubin.
—Yo ofrecí cancelar la invitación para esta noche —explicó Jarvik con su triste sonrisa—, partiendo del supuesto de que Manny no me miraría a la cara en este momento.
Gonzalo levantó las cejas y manifestó:
—A Manny no le importan esas cosas. Todos le hemos oído decir miles de veces que el verdadero escritor profesional acepta sin gran esfuerzo las revisiones e incluso los rechazos.
Él comenta que una manera de identificar a un aficionado o a un principiante es observar que él considera que cada una de sus palabras esag…
—¡Oh, cállese, Mario! —exclamó Rubin, muy irritado—. Usted no conoce los detalles.
—En realidad —dijo Jarvik—, Manny y yo lo arreglaremos.
Avalon, desde su metro ochenta y siete de altura, habló con su grave voz de barítono:
—Tengo una curiosidad, Manny. ¿Todavía no le ha llamado «joven punk» a Mr. Jarvik?
—¡Oh, por el amor de Dios! —protestó Rubin, enrojeciendo.
—No, no lo ha hecho, Mr. Avalon —informó Jarvik—; pero lo ha
pensado
en voz muy alta.
—¡Eso no es verdad! —gritó Rubin, en la cumbre de su considerable capacidad de producir decibelios.
—Dejémoslo por esta noche —propuso Drake con resignación. Va a estar usted tan agresivo, Manny, que…
—¿He estado
alguna vez
agresivo? —comenzó a decir Rubin.
Entonces Henry, la perla de los camareros, interrumpió:
—Caballeros, por favor, tengan la bondad de sentarse. La comida está servida.
Para hacerle justicia a Rubin, hay que decir que él hizo todo lo que pudo para controlarse durante la cena. Sus ojos relampagueaban detrás de sus gruesas gafas; su escasa barba estaba erizada; gruñía sin cesar; pero se las arregló para hablar poco y dejar que la conversación la llevaran los demás.
Gonzalo, que se hallaba sentado al lado de Jarvik, le dijo; —Perdone, pero usted no para de canturrear.
Jarvik enrojeció de nuevo, cosa que le facilitaba su fina piel.
—Lo siento, no quería molestarle.
—Usted no me molesta. Es sólo que no reconozco la música.
—No sé. Estoy improvisando, supongo.
—¿De veras?
Gonzalo permaneció callado durante el resto de la cena hasta que el golpear de la cuchara contra el vaso marcó el comienzo del interrogatorio del invitado.
Gonzalo inquirió:
—¿Puedo presentarme voluntario para el interrogatorio?
—Por mi parte, puede hacerlo —gruñó Rubin quien, como anfitrión, tenía el cometido de elegir al que hacía el interrogatorio—. Pero no le pregunte a qué se dedica. No hay editor que pueda justificar lo que hace.
—Todo lo contrario —opinó Gonzalo—. Cualquier editor que haya devuelto un manuscrito de usted ha justificado ya lo que hace. Cien veces.
Halsted intervino:
—¿Puedo sugerir que sigamos con el interrogatorio a nuestro invitado y dejemos de pincharnos unos a otros?
Gonzalo se sacudió una imaginaria mota de polvo de la manga de su chaqueta de llamativos cuadros, y dijo:
—Mr. Jarvik, durante el curso de la cena yo le he preguntado qué música estaba canturreando y usted me ha dicho que improvisaba. No creo que sea cierto del todo. Una o dos veces usted volvió a canturrearla, y era siempre la misma tonadilla. Ahora que le están interrogando, usted está obligado a dar respuestas completas y sinceras, como supongo que Manny le ha explicado. Por tanto, repito: ¿Cuál es la melodía que estaba canturreando?
Trumbull intervino:
—¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa?
Gonzalo volvió la cara con arrogancia hacia Trumbull.
—En mi calidad de interrogador, tengo la impresión de que puedo hacer cualquier pregunta que elija mientras esté de acuerdo con la dignidad humana. Es decisión del anfitrión.
—Adelante, Mario —le invitó Rubin—. Pregunte lo que quiera… Y déjele tranquilo, Tom.
Gonzalo continuó:
—Conteste la pregunta, Mr. Jarvik. —Y mientras Jarvik todavía dudaba, Gonzalo añadió—: Le ayudaré. Ésta es la música.
—Tarareó cuantos compases.
Avalon dijo en seguida:
—Sé lo que es. Es
The Lost Chord.
La música es de Arthur Sullivan, de las operetas de Gilbert y Sullivan. Con excepción de esas operetas, a Sullivan se le conoce solamente por la música de dos canciones. Una es
Onward, Christian Soldiers
y la otra es la que acabo de mencionar,
The Lost Chord.
—¿Es eso lo que usted estaba canturreando, Jarvik?
—Supongo que sí. Ustedes saben que hay veces en que se le mete a uno una canción en la cabeza y no sale.
Hubo un coro de asentimiento por parte de los presentes, y Avalon dijo con aire sentencioso:
—Es una queja universal.
—Bien, siempre que estoy sumido en alguna clase de turbulencia —explicó Jarvik—, esa canción no cesa de cruzárseme por la cabeza.
Drake se rió entre dientes.
—Si usted va a estar en tratos con Manny, la estará canturreando hasta que muera uno de los dos.
Gonzalo preguntó:
—¿Es que tiene algún significado especial? ¿Cuál es la letra?
—Sólo conozco unas cuantas palabras.
—Yo sí conozco la letra —intervino Avalon.
—¡No la cante! —gritó Trumbull, alarmado de repente.
Avalon, que todo el mundo sabía que, cuando cantaba, su voz se parecía al sonido de un caimán en medio de un fuerte calor, afirmó con dignidad:
—La recitaré. La letra está compuesta por una dama llamada Adelaide Anne Procter, de la cual no sé nada, y el poema es como sigue:
Se aclaró la garganta.
Un día, sentado ante el órgano, me sentía cansado y desasosegado.
Y mis dedos vagaron perezosamente sobre las claves ruidosas.
No sélo que estaba tocando, o lo que estaba soñando entonces.
Pero di una nota de música, como el sonido de un gran Amén.
El sonido inundóel crepúsculo carmesísemejante a la conclusión del salmo de un ángel.
Y éste cubrió mi espíritu febril con un toque de calma infinita.
Aquietó el dolor y la tristeza, igual que el amor cuando supera la lucha.
Parecía el eco armonioso de nuestra vida discordante.
Unió todos los significados confusos en una paz perfecta.
Y se marchó vibrando hasta el silencio como si se sintiera reacio a cesar.
He buscado, pero la busco en vano, aquella divina nota perdida, que vino del alma del órgano y entró en la mía.
Puede ser que el ángel brillante de la Muerte hable otra vez con ese sonido.
Puede ser que solamente en el cielo escuche ese gran Amén.
Hubo un corto silencio y entonces Halsted explicó:
—Verán, hay una cosa que me interesa. No sé cuántas notas distintas puede uno obtener en un gran órgano, considerando todas las teclas que se puedan pulsar de un modo o de otro, y las cosas que se hagan con los pedales. Supongo que son muchas en verdad y que no es probable que uno encuentre una nota particular sólo tonteando al azar.
Rubin comentó con gravedad:
—Tendremos que encomendar a la vocación matemática de usted que averigüe el número total de acordes, Roger. En cuanto a usted, Ted Jarvik, al menos podemos ver por qué canturrea esa canción cuando las cosas están turbulentas. Habla de calma infinita, de paz perfecta, de vibrar para desaparecer en el silencio. Está claro que su mente se vuelve hacia la canción.
—No —negó Jarvik con serenidad, al tiempo que movía la cabeza—; no es eso.
—¡Ah! —gritó Gonzalo triunfal—. Lo sabía. Lo sabía. Tengo un sexto sentido para estas cosas. ¿De qué se trata? ¿Qué significa esa canción para usted?
—Tranquilo, Mario —le aconsejó Avalon—. Ahora, Mr. Jarvik, aunque Mario haya tocado un punto sensible, algo acerca de lo cual a usted no le gusta hablar, por favor, hágalo, de todos modos. Yo le garantizo que nada de lo que usted diga saldrá nunca de esta habitación.