Cuentos completos (547 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Gonzalo intervino:

—¿Y qué me dicen de las islas norteamericanas que no son parte de los Estados? Puerto Rico, Guam. Podrían utilizar también sellos norteamericanos, ¿no?

—Sí, podrían —admitió Dunhill—, y todas ellas son islas tropicales también… Créanme, caballeros, estoy al final de la cuerda.

Halsted inquirió:

—Usted no cree que todo este asunto pueda ser una broma, ¿no es cierto? Quizá Ludovic Broadbottom es un nombre inventado y él deliberadamente le mandó a usted pistas que no conducían a ninguna parte. Tal vez, tampoco había remite en el sobre. O era falso.

Dunhill habló despacio:

—¿Por qué tendría que preocuparse nadie de hacer eso? Soy una persona inocente y mi petición es inocente también. ¿Qué sentido tendría una broma pesada de esta naturaleza?

—El bromista pesado típico —contestó Avalon— no precisa de razón alguna; excepto en su cabeza, naturalmente.

Halsted preguntó:

—¿Tiene amigos que sean bromistas de mal estilo?

—No, que yo sepa —repuso Dunhill—. Yo escojo mis amigos con cierto cuidado.

Gonzalo sugirió:

—Quizá Henry tenga alguna idea. —Se volvió en su asiento y dijo sorprendido—: ¿Dónde está Henry? Se hallaba aquí hace un momento, escuchándonos. —Levantó la voz—. ¡Henry!

Henry salió del guardarropa y dijo, imperturbable:

—Aquí estoy, caballeros. Estaba dedicado a una pequeña tarea. Mr. Dunhill, tengo a Mr. Ludovic Broadbottom al teléfono. Está deseoso de hablar con usted.

Los ojos de Dunhill se salieron de las órbitas. Con voz ahogada, murmuró:

—Mr. Ludovic… ¿Lo dice en serio?

—Completamente en serio —contestó Henry con una suave sonrisa—. Quizá sea mejor que no se retrase. Y me permito advertirle que ofrezca una suma generosa. Va a trasladarse la semana que viene y no habrá tiempo para regatear.

Dunhill se levantó con aspecto aturdido y desapareció en el guardarropa hacia la cabina de teléfonos que estaba situada allí.

Los Viudos Negros se sentaron con un silencio asombrado y permanecieron así unos momentos. Luego, Rubin preguntó:

—Muy bien, Henry. ¿Qué clase de magia ha utilizado?

Henry explicó:

—Ninguna magia, caballeros. Fue Mr. Rubin quien me dio la idea cuando inició la discusión sobre actitudes provincianas hacia las costas…, la manera en la cual los norteamericanos de una costa olvidan o ignoran, a la otra.

»Me parece que los norteamericanos de las tres costas marítimas, la pacífica, la atlántica y el golfo también, si quieren contarlo por separado, tienden en general a ignorar la cuarta costa norteamericana, que es muy larga.

—¿La cuarta costa? —preguntó Rubin, meneando la cabeza con disgusto.

—Sí, Mr. Rubin —contestó Henry—. Estoy pensando en los Grandes Lagos. No pensamos en ellos como una línea de la costa, pero Mr. Broadbottom no se refería a ella como tal.

Habló de la «orilla» de los Grandes Lagos; ciertamente, tienen una playa. Nosotros solemos hablar de la orilla del lago. Y cualquiera que viva en un lugar en esa orilla, percibiría el mismo efecto que si estuviera mirando un océano. Son unos enormes lagos, señores. Sin embargo, todas las ciudades grandes de las orillas de los lagos los tienen al Este, Sur o Norte.

Hasta podemos incluir las ciudades canadienses, si queremos.

Duluth tiene el lago Superior al Este. Milwaukee y Chicago tienen el lago Michigan al Este. Gary tiene el lago Michigan al Norte. Detroit tiene el lago St. Clair al Este…, diminuto en contraposición con los grandes lagos; pero lo bastante grande para causar el efecto de salida del sol del agua. Toledo tiene el lago Erie en el Este. Cleveland y Erie tienen el lago Erie en el Norte, aunque Erie posee alguna vista a occidente. Hamilton tiene el lago Ontario al Este; mientras que Toronto tiene el lago en el Sur y el Este y Rochester lo tiene al Norte.

»La única ciudad realmente grande que mira occidentalmente a un gran lago es Buffalo, Nueva York. Tiene el lago Erie al Oeste. Desde un lugar adecuado de Buffalo, puede verse el sol poniéndose en el lago Erie…, y Buffalo es conocido por sus inviernos de grandes nevadas. Así que probé esta ciudad primero. Telefoneé a Buffalo, obtuve el número de Mr. Broadbottom, lo llamé y él contestó en seguida. Estaba muy preocupado por no haber sabido nada de Mr. Dunhill. Se halla deseoso de vender si Mr. Dunhill…

En ese momento, Dunhill salió del guardarropa, con la cara iluminada de alegría.

—Todo arreglado —dijo—. Pagaré quinientos dólares más los gastos de envío, y espero tenerlo en cuestión de días.

Buscó su cartera antes que Avalon, horrorizado, pudiera detenerlo.

—Henry, usted se merece un diez por ciento en concepto de premio al descubridor —dijo Dunhill—. ¿Cómo lo ha hecho?

Henry levantó la mano con un suave gesto de rechazo.

—Mr. Dunhill —declaró con serena firmeza—, como miembro de los Viudos Negros, no puedo aceptar un pago en conexión con mis deberes con el club.

Dunhill dudó; luego, volvió a guardar la cartera en el bolsillo.

—Pero, ¿cómo lo hizo, hombre?

Henry contestó:

—Simplemente, es cuestión de pensar en los Grandes Lagos como pequeños océanos. No vale la pena discutirlo. Lo importante es que usted tendrá sus libros.

POSTFACIO

Observen que Dunhill codiciaba The Historians' History of the World.
Era yo quien la codiciaba. Era yo quien la había leído de muchacho tomando volumen tras volumen de la biblioteca pública de mi amigo. Y era yo quien la habría robado si se me hubiera ocurrido alg ú n modo de hacerlo. Era la ú nica cosa que alguna vez estuve tentado de robar.

Sin embargo, mi propia historia terminó muy felizmente.

Intent é encontrar una colección que pudiera comprar de forma legítima, por dinero, y fracasé. Mi amigo se las arregló para conseguir otra colección y me la regaló. Después de una larga persuasión, conseguí que él aceptase una pequeña cantidad a cambio. Todavía poseo la colección y es una de las niñas de mis ojos.

Pero, como asunto de conciencia, debo hacerles una confesión. A la colección de mi amigo le faltaba un volumen. En la colección que me regaló no faltaba. Durante un tiempo intenté convencerme a mí mismo de que debía ofrecerle el tomo que él no tenía…, pero no me decidí. ¿Qué se le va a hacer, si uno es un perdulario mezquino?

El relato apareció por primera vez en el número de enero de 1986 del Ellery Queen's Mystery Magazine.

¿Donde esta él? (1986)

“Where Is He?”

Cuando Roger Halsted presentó a su invitado como su agente de inversiones, los miembros de los Viudos Negros, reunidos en su banquete mensual, respondieron al principio con un silencio de asombro.

Halsted no se preocupó por ello y se movió por la sala, presentando a los miembros metódicamente.

—Tal como he dicho, éste es W. Bradford Hume, señores…

Brad, quiero presentarle a Emmanuel Rubin, que escribe narraciones de misterio; a Mario Gonzalo, que pronto estará haciendo su retrato; a James Drake, que tose sobre su cigarrillo y que fue químico antes de retirarse; a Geoffrey Avalon, un abogado de patentes, aunque nunca he averiguado para qué sirven, y Thomas Trumbull, que trabaja para una rama del Gobierno mantenida muy en secreto… Y éste es nuestro camarero, Henry, que también es miembro y que acaba de traerle su bebida.

Hume aceptó todas las presentaciones con gracia y una sonrisa. Tomó su martini con un «Gracias, Henry» y para entonces la reunión se había serenado.

Rubin, con los ojos muy abiertos detrás de sus gruesos lentes, preguntó:

—¿Está usted diciéndonos que éste es
su
agente de inversiones?

—Eso es exactamente —asintió Halsted con orgullo.

—¿Le han aumentado el sueldo? ¿Quintuplicado?

Halsted replicó:

—No hay que suponer que yo sea un mendigo, Manny, sólo porque enseño matemáticas en una escuela media. Tengo antigüedad, seguridad y un salario ni espléndido ni mezquino; pero razonable. Además, Alice trabaja y gana más que yo y recibí una pequeña herencia de mi madre, que en paz descanse…, así que Brad se cuida de unos pocos dólares por mi cuenta, y muy bien, por cierto.

Hume sonrió y dijo:

—No me propongo pregonar mis negocios, señores, porque entiendo que ésta es una noche puramente amistosa.

—¡Puramente! —gruñó Trumbull.

Avalon se aclaró la garganta.

—Yo pensaría, Mr. Hume, que ser un asesor financiero en estos tiempos inseguros contribuye a tener una vida intensa.

—Así es, Mr. Avalon; pero todas las épocas son inseguras, y ésa es la gran dificultad a la que se enfrenta un asesor financiero, dado que se espera que él vea el futuro… Al menos, el futuro inmediato.

—¿Qué valores suben? ¿Qué valores bajan? —murmuró Gonzalo. Ya estaba trabajando en la caricatura de Hume y había puesto la mata de cabello oscuro bajo la cual intentaba colgar una cara casi de querubín.

—Eso es cierto —convino Hume—. Pero hay algo más. Usted tiene que poder juzgar lo que será útil como inversión a largo plazo, prever los cambios en los impuestos…

Halsted puso la mano sobre el brazo de Hume.

—No hable de eso ahora, Brad. Van a interrogarle después de la comida y hasta entonces usted tiene derecho a relajarse.

—Eso me conviene —comentó Hume—. ¿Cuál es el menú de esta noche? ¿O no he de preguntar?

—¿Por qué no va a poder preguntar? —contestó Halsted—.

Henry, ¿qué es lo que hay?

La cara lisa, sexagenaria, se arrugó un poco.

—Habrá salmón a la parrilla, Mr. Halsted, y creo que usted lo encontrará extraordinario. La salsa de langosta es una receta personal del
chef.

—Va a probarla con nosotros, ¿no? —zumbó Drake con su voz ronca.

—Usted no quedará decepcionado, doctor Drake. Estará precedida por un pescado portugués al que puede que encuentre un poco picante.

—Eso no me preocupa
a mí
—manifestó Avalon, con sus cejas enmarañadas y caídas, que daban a su cara un aspecto satánico pero afable.

Resultó que Henry tenía razón. Desde la sopa hasta el pastel de chocolate con ron hubo murmullos de aprobación. Ni siquiera la afirmación decidida de Rubin de que estaba vacío de contenido el ejercicio del futurismo, ahora tan de moda, provocó una oposición demasiado clamorosa.

—Todo lo que tienen que hacer —opinó Rubin— es volver atrás y leer las predicciones para el presente lanzadas por los charlatanes de hace medio siglo. Encontrarán que vieron un millón de cosas que no han sucedido y que no vieron casi nada de lo que luego sucedió.

Hume escuchaba muy serio la discusión que siguió; pero no dijo nada.

Gonzalo preguntó, con obvia desconfianza en sus ojos:

—Su buen amigo Asimov es un futurista, ¿no?

—¿Él? —dijo Rubin, con todos los pelos de su escasa barba a punto de erizarse—. Describe el futuro en lo que
llama
ciencia ficción; pero las únicas cuestiones que acierta son las que están penosamente claras para todo el mundo. Y no puede ser considerado mi
amigo.
Tan sólo le ayudo alguna vez en la trama de una historia, cuando él se halla estancado.

Halsted se acarició el estómago con una sonrisa de satisfacción y golpeó su vaso de agua con la cuchara.

—Caballeros, ya es hora de que Brad pague por su excelente cena haciendo frente a un interrogatorio. Manny, dado que usted tiene una opinión tan baja del futurismo, ¿querrá servir como moderador? Y, por favor, recuerde que ha de mantener un nivel elemental de cortesía hacia quien es nuestro invitado de honor.

Rubin resopló.

—Me permito recordarle, Mr. Roger, que no necesito lecciones de modales… Mr. Hume, ¿a qué se dedica usted?

—Si esperan que les diga que me dedico a hacer rica a la gente por medio de inversiones inteligentes, quedarán decepcionados. La dedicación viene de mi habilidad como orador en los banquetes.

—¿Es cierto? He de suponer que usted se considera brillante en eso.

—Sí. He estado haciéndolo durante quince años y, en este momento, he llegado a un precio de rutina de siete mil quinientos dólares por la charla de una hora. Creo que es la cantidad adecuada a mi habilidad.

—Huy —exclamó Rubin, al no encontrar oportunidad inmediata para dar una respuesta—. ¿Y se molesta en hacer otras cosas?

Hume se encogió de hombros.

—A mí no me gusta mucho viajar, y quiero estar en una posición en la que pueda permitirme seleccionar con gran cuidado…, rechazar una charla, sea cual sea su precio. Eso puedo hacerlo mejor si tengo un trabajo regular como soporte financiero. Y ésa es la razón por la cual no tengo agente. Ellos te presionan…, y se llevan el treinta por ciento.

Rubin quiso saber:

—Si usted no tiene agente, ¿cómo consigue contratos de charlas?

—De boca en boca. Si eres capaz de dar una buena charla, la gente te abrirá camino y te llevará hasta donde puedas llegar.

—¿Cuál es su tema?

—Futurismo, Mr. Rubin…, cosa en la que usted no cree. A pesar de sus comentarios sobre el tema, todo el mundo, en estos tiempos, parece interesado por lo que nos pueda deparar el futuro. ¿Cuál es el futuro de la educación? ¿De los robots?

¿De las relaciones internacionales? ¿De la exploración espacial? Uno lo plantea…, y los demás se interesan.

—¿Y usted habla de todo eso?

—Sí.

—¿Cuántas charlas distintas tiene preparadas?

—Ninguna. Si tuviera que prepararlas, habría de descuidar mi trabajo de asesor financiero, y no puedo hacerlo. Yo improviso, y no necesito preparación. Díganme un tema y yo me levantaré y hablaré durante una hora… Pero ustedes tendrán que pagarme mis honorarios.

Halsted observó:

—Escuchen yo le he oído hablar. Lo hace bien.

Gonzalo preguntó:

—¿Ha tenido usted algunas experiencias chocantes en su carrera de orador, Mr. Hume?

—¿Chocantes? —repitió Hume, apoyándose en su silla y con aspecto de sentirse cómodo—. He tenido algunas presentaciones memorables, que yo
no
consideré divertidas, aunque los demás pudieran reírse. Una vez alguien hizo objeciones a mis honorarios y me escribió una carta diciendo que éstos eran cuatro veces mayores que los que había pagado a nadie. Yo le contesté diciendo: «Yo soy cuatro veces mejor…, por lo menos». Al presentarme, él leyó la correspondencia. El público, una organización profesional de ingenieros, de repente se dio cuenta de que estaban siendo desplumados el cuádruplo de lo habitual por un gorrón arrogante. Yo pude sentir algo así como el soplo frío del viento del Norte cuando me levantaba, y necesité la mitad de la charla para ganarme su apoyo.

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