Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
La mesa, tal como estaba, no podía ser más decorosa. Rubin parecía dominado y dejó pasar una docena de oportunidades de decirle a Manfred lo que iba mal en el negocio de la venta de libros y cómo esto contribuía al empobrecimiento de autores jóvenes de valor.
Aunque los Viudos Negros estaban más sosegados al abstenerse Rubin de discutir, se sentían lo suficientemente felices y, conforme pasaban los platos, iban expresando en voz alta sus alabanzas: la sopa de tortuga, el pato asado con hojuelas de patatas y lombarda, el alaska cocido al horno… Quizá les faltó un poco de tacto al manifestar su sorpresa porque la cena dirigida por Gonzalo tuviera tales refinamientos.
Gonzalo lo aceptó con buen humor y, cuando llegó la hora de hacer sonar melodiosamente su vaso de agua con la cuchara, realizó incluso un noble intento de apaciguar a Rubin.
—Manny, usted es la persona que tiene idea de libros aquí, y todos estamos de acuerdo en que es el mejor de la clase sin discusión. ¿Querría, por favor, hacernos el honor de interrogar a Mr. Manfred?
Rubin resopló con fuerza, y afirmó, sin aumentar su habitual caudal de malhumor:
—Puedo, desde luego. Dudo de que haya ningún otro entre ustedes que sea lo bastante instruido para ello.
Se volvió hacia Manfred y preguntó:
—Mr. Manfred, ¿a qué se dedica usted?
Manfred no pareció sorprendido por la pregunta y contestó:
—Si existe una persona que no deba tener ninguna dificultad en explicar lo que hace, es alguien cuyo negocio consista en ser proveedor de libros. Los libros, caballeros, contienen toda la sabiduría reunida de la Humanidad, el conocimiento recogido de los pensadores del mundo, la diversión y la ilusión construida por las imaginaciones de gente brillante. Los libros encierran humor, belleza, ingenio, emoción, pensamiento y, en verdad, todo lo relativo a la vida. La vida sin libros está vacía.
Halsted murmuró:
—En los tiempos actuales existen el Cine y la Televisión.
Manfred escuchó y dijo con una sonrisa:
—Miro la televisión, también a veces deseo ver una película.
Porque aprecie una comida como la que acabamos de hacer, no significa que no pueda comer un perrito caliente alguna vez que otra. Pero no confundo las dos cosas. Por muy espléndidas que puedan parecer las películas y la televisión, son basura para la mente, diversión para los analfabetos, un poco de entretenimiento para aquellos que, de momento, no están de humor para nada más.
—Por desgracia —observó Avalon con aire solemne—, Hollywood es el lugar donde está el dinero.
—Naturalmente —convino Manfred—; pero, ¿qué es lo que eso significa? Sin duda, una cadena de hamburgueserías harán más dinero que un restaurante de cuatro estrellas; sin embargo, eso no convierte a la hamburguesa en pato de Pekín.
—No obstante —intervino Rubin—, y puesto que estamos discutiendo sobre dinero, ¿puedo preguntarle si usted se considera un
self-made man?
Manfred levantó las cejas.
—Es una frase anticuada, ¿no?
—Cierto —reconoció Rubin con un gesto de entusiasmo—.
Yo mantuve exactamente eso mismo durante el aperitivo. Mi opinión es que, en el día de hoy, es imposible que nadie sea un auténtico
self-made man.
Existe demasiada ayuda rutinaria por parte del Gobierno.
Manfred se movió con una risa silenciosa.
—Antes del New Deal no ocurría así. El Gobierno en aquellos días era un arbitro neutral y muy moral. Si una gran sociedad tenía una discusión con un pequeño empleado, el trabajo del Gobierno consistía en asegurarse de que las dos partes tuviesen sólo la ayuda que pudieran permitirse. ¿Se puede ser más justo? Naturalmente, los ricos siempre ganaban; pero eso era sólo una coincidencia, y si el pobre no lo veía así, el Gobierno enviaba a la Guardia Nacional para explicarle las cosas. Aquéllos eran días grandes.
—Sin embargo, el caso es que usted era pobre de joven, ¿no?
—Muy pobre. Mis padres llegaron a los Estados Unidos desde Alemania en mil novecientos siete, y me trajeron con ellos. Tenía tres años en aquel momento. Mi padre estaba empleado en una sastrería y, para empezar, ganaba cinco dólares a la semana. Yo era entonces el único hijo; pero pueden imaginar cómo mejoró su posición económica cuando más tarde tuvo tres hijas, una detrás de la otra. Él era socialista y elocuente, y tan pronto como adquirió la ciudadanía, votó por Eugene V. Debs. Esto hizo que algunas personas, cuyas opiniones sobre la libertad de expresión estaban estrictamente limitadas a la libertad de
su
expresión, creyeran que él debía ser deportado.
»Mi madre ayudaba con un trabajo a tiempo parcial entre hijo e hijo. Desde la edad de nueve años, yo repartía periódicos por la mañana antes del colegio y tenía trabajos sueltos después de las clases. De algún modo, mi padre consiguió ahorrar lo suficiente para comprar al contado una pequeña sastrería y yo trabajaba con él después de la escuela. Cuando tuve dieciséis años, ya no tuve que permanecer en la escuela, así que la abandoné en seguida para trabajar en la tienda todo el tiempo.
Nunca terminé el bachillerato.
Rubin comentó:
—Usted no parece una persona sin instrucción.
—Depende de cómo defina usted la instrucción. Si está dispuesto a estimar la clase de instrucción que uno pesca por sí mismo en los libros, entonces yo soy instruido, gracias al viejo Mr. Lineweaver.
—¿Ese Mr. Lineweaver le dio libros a usted?
—En realidad, sólo uno. Pero hizo que me interesara por los libros. De hecho, yo le debo casi todo. Sin él, no habría conseguido despegar; así que quizá no sea un
self-made man;
sin embargo, no es que me diera nada. Tuve que hacérmelo todo por mí mismo, así que acaso soy en realidad un
self-made man.
Bueno…, no estoy seguro.
Drake intervino:
—Usted hace que me sienta confundido, Mr. Manfred. ¿Lo que ocurrió es que tuvo que trabajar por sí mismo? ¿Un enigma de alguna clase?
—En cierto modo.
—¿Existe algún episodio de su vida que sea bien sabido?
—Hubo alguna mención en los periódicos de la época —repuso Manfred—, pero fue hace mucho tiempo y ya está olvidado. A veces, sin embargo, me sorprendo de lo bonito que fue todo. ¿Le saqué provecho? Yo fui acusado de influencia indebida y de Dios sabe qué. Pero gané.
Rubin añadió:
—Me temo, Mr. Manfred, que debo pedirle que nos cuente la historia con detalle. Cualquier cosa que usted diga será considerada confidencial, y nadie la comentará fuera de aquí.
Manfred comentó:
—Así me lo explicó Mr. Gonzalo, señor, y lo acepto.
Por un momento, los ojos de Manfred se posaron en Henry, el cual permanecía en el mostrador con su aire acostumbrado de atención respetuosa.
Trumbull captó la mirada y aclaró:
—Nuestro camarero, que se llama Henry, es miembro del club.
—En ese caso —continuó Manfred—, les relataré la historia y, si ustedes la encuentran pesada, no tienen más que quejarse.
—Espere —interrumpió Gonzalo con cierta autoridad—. Si hay en ello cualquier enigma o misterio, me imagino que usted lo resolvió. ¿Es verdad?
—Oh, sí. No hay ningún misterio que espere ser esclarecido.
—Hizo un gesto con las manos como de borrar—. No existe ningún enigma.
—En ese caso —pidió Gonzalo—, cuando hable de la historia de Mr. Lineweaver, no nos cuente la solución del enigma. Deje que la adivinemos.
Manfred se rió.
—Ustedes no la adivinarán. Al menos de forma correcta.
—Bien —dijo Rubin—; por favor, continúe con el relato e intentaremos no interrumpir.
Manfred explicó:
—La narración comienza cuando yo aún no tenía quince años, justo después del final de la guerra…, la Primera Guerra Mundial. Era sábado, no había escuela; pero todavía tenía periódicos que repartir y la última parada de la ruta era una vieja mansión. Yo dejaba el periódico en un pequeño gancho que estaba al lado de la puerta y, una vez a la semana, tocaba el timbre, salía un sirviente, pagaba los periódicos y me daba un cuarto de dólar como propina. El pago normal era diez centavos, así que me sentía siempre agradecido a ese lugar singular.
»El sábado era el día de cobro, así que pulsé el timbre, y en esta ocasión, por primera vez que recordase, salió el viejo Mr. Lineweaver. Quizás ocurrió simplemente que él estaba cerca de la puerta cuando toqué el timbre. Tenía unos setenta años y me creí que era otro sirviente… Ya he dicho que yo nunca lo había visto hasta entonces.
»Era un día de enero intensamente frío. Estábamos en 1919.
Yo iba vestido de un modo inadecuado. Llevaba el único abrigo que tenía, y era bastante fino. Mis manos y mi cara estaban de color azul, y temblaba. Yo no sentía una particular pena por mí, dado que había repartido periódicos en muchos días de frío y la cosas iba como iba, eso era todo. ¿Qué podía hacérsele?
»Mr. Lineweaver, sin embargo, parecía alterado y me dijo:
»—Entra, muchacho. Te pagaré en un lugar que esté caliente.
»Su aire autoritario hizo que me diera cuenta de que él era el propietario de la casa, y eso me asustó.
»Luego, cuando me pagó, me dio un dólar como propina.
Nunca había oído hablar de una propina de un dólar. A continuación, me llevó a su biblioteca…, una gran habitación con estantes desde el suelo hasta el techo en todas las paredes y una galería con libros adicionales. Hizo que un sirviente me trajera un chocolate caliente y me tuvo allí durante casi una hora, haciéndome preguntas.
»Yo intenté ser muy educado, pero, finalmente, le dije que tenía que irme a casa porque mis padres pensarían que me había ocurrido algo. No podía llamarles para tranquilizarlos; porque, en 1919, muy poca gente tenía teléfono.
Cuando llegué a mi casa mis padres estaban muy impresionados, en especial con la propina de un dólar, que mi padre cogió y se llevó. No fue crueldad por su parte; era simplemente que había un cofre común para las ganancias de toda la familia y ninguno de nosotros podía sacar nada de él para sí mismo. Mi sueldo de la semana era exactamente cero.
»Al sábado siguiente, el viejo Mr. Lineweaver me estaba esperando. No hacía tanto frío como la semana anterior; pero volvió a invitarme a un chocolate caliente. Cuando me ofreció otro dólar, yo seguí las instrucciones de mi padre y le dije que era demasiado y que un cuarto de dólar era suficiente. Mi padre, me temo, había aprendido de la vida a desconfiar de la generosidad inexplicable. Mr. Lineweaver se rió y dijo que no tenía nada más pequeño y que debía tomarlo.
»Sospecho que él se dio cuenta de las miradas curiosas que estaba dirigiendo a los libros, porque preguntó si yo tenía libros en casa. Le respondí que mi padre tenía un par de ellos, pero que estaban en alemán. Me preguntó si iba a la escuela y, naturalmente, le dije que sí; pero que, en cuanto tuviera dieciséis años, tendría que dejarla. Quiso saber si iba a la biblioteca pública y yo le contesté que a veces, pero que, con el reparto de periódicos y la sastrería, la verdad era que, no tenía demasiadas oportunidades para hacerlo.
»—¿Te gustaría echar una mirada a estos libros?, preguntó, haciendo un gesto con la mano hacia las paredes.
»—Podría ensuciarlos, Mr. Lineweaver, respondí, con timidez, mirándome las manos que estaban negras de la tinta de los periódicos.
»Él replicó:
»—Te explicaré lo que hay que hacer. Los domingos, cuando no tengas colegio y la sastrería esté cerrada, vienes aquí después de que hayas repartido los diarios y puedes lavarte las manos y quedarte en la biblioteca todo el tiempo que quieras y leer algunos libros. ¿Te gustaría eso?
»—Oh, sí —respondí.
»—Bien —continuó—, entonces explica a tus padres que estarás pasando el tiempo aquí.
»Yo lo hice y, durante diez años, estuve allí fielmente todos los domingos, excepto cuando me hallaba enfermo o él se encontraba ausente. Cuando me hice mayor, yo iba los sábados por la tarde e incluso alguna que otra noche entre semana.
»Él tenía una variedad de libros maravillosamente amplia para poder escoger y una gran proporción de novela inglesa.
Leí a Thackeray y a Trollope y pensé mucho sobre
Tristram Shandy.
Recuerdo haberme sentido fascinado por
Ten Thousand a Year
de Warren. Era una mezcla de humor y política reaccionaria increíble. El antihéroe era Tittlebat Titmouse y había un villano muy efectivo llamado Oily Gammon. Gracias a mis lecturas, acabé aprendiendo que
gammon
era un término
slang
equivalente a nuestro término
slang
actual de
boloney
(tontería).
»Leí a Pope, Byron, Shelley, Keats, Tennyson, Coleridge…
Por alguna razón, no me gustaba Wordsworth ni Browning.
Había muchas obras de Shakespeare, como es natural. No me atraía mucho lo que no fuera narrativa; pero recuerdo haber intentado leer el
Origen de las especies
de Darwin y no haber llegado demasiado lejos. Había un libro reciente,
Perfil de la Historia
de H.G. Wells, que me fascinaba. Leí también a algunos escritores norteamericanos. Mark Twain y Hawthorne; pero no pude estarme mucho con
Moby Dick.
Leí algo de Walter Scott. Todo esto se fue desarrollado a costa de algunos años, desde luego.
Trumbull se movió en su silla y comentó:
—Mr. Manfred, supongo que este Lineweaver era un hombre rico.
—Estaba en muy buena posición, sí.
—¿Tenía hijos?
—Dos hijos ya mayores. Una hija, también mayor.
—¿Nietos?
—¿Por qué, entonces, le convirtió a usted en un substituto de su hijo?
Manfred meditó un momento.
—No lo sé. La casa estaba vacía con excepción de los sirvientes. Él era viudo. Sus hijos y nietos rara vez iban a visitarle.
Estaba solo, supongo, y le gustaba tener a un joven en la casa, de cuando en cuando. Tengo la impresión de que él pensaba que yo era brillante, y se veía que disfrutaba con mi afición por los libros. En algunas ocasiones, se sentaba y hablaba conmigo acerca de ellos, me preguntaba lo que pensaba de éste o de aquél, y me sugería algunos que podía leer.
—¿Alguna vez le dio algo de dinero? —preguntó Trumbull.
—Solamente aquel dólar a la semana que me entregaba sin falta cada sábado. Finalmente, abandoné la ruta de los periódicos; pero él no lo supo. Yo seguí llevándole el diario cada día.