Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Cómo? —le pregunté.
—Tiene que llevarnos hasta el asesino. Quiero que hable con Rodney, un oficial que estuvo con Ochenta y Ocho, la víctima, momentos antes de que muriese.
El policía Rodney no parecía muy feliz. Tener una pista que no lograba comprender no era el camino del ascenso.
Con mucho cuidado nos relató la conversación con Ochenta y Ocho, la que acabo de describir. No sé qué exactitud tenía su versión, pero diré aquí que sin duda lo que contaba era el tema musical.
—¿Qué tema musical? —Le pregunté.
—No lo sé. No eran más que unas pocas notas.
—¿Lo reconoció? ¿Lo oyó alguna vez con anterioridad? ¿Lo identifica?
—No, señor. Nunca lo oí con anterioridad. No sonaba como algo popular. Fueron unas pocas notas sin significado.
—¿Puede recordarlas? ¿Tararearlas?
Rodney me miró, horrorizado.
—No canto demasiado bien.
—No es un recital. Haga lo que pueda.
Después de varios intentos, Rodney renunció a cantar avergonzado.
—Perdone, señor. Lo cantó sólo una vez y no era nada que yo hubiese oído antes. No me sale nada.
Dejamos las cosas allí y Rodney se mostró aliviado al librarse de un interrogatorio que lo colocaba en posición desventajosa.
Carmody me miró preocupado.
—¿Qué podemos hacer? ¿No podríamos someterlo a la hipnosis? Quizá lo recordaría.
—Suponiendo que lo hipnotizáramos —dije—, que recordase el tema, que nosotros lo reconociéramos y descubriéramos su relación con el sospechoso. ¿Podríamos presentar esto como evidencia? ¿Sobreviviría Rodney a un interrogatorio en la corte? ¿Convencería al jurado?
—Tres veces no. Pero si lográsemos descubrir quién es, podríamos tratar de hacerlo confesar: establecer motivo, medios y oportunidad.
—¿Tienen sospechosos? —pregunté.
—Hay una banda que actúa en el barrio, por supuesto. En ella hay tres hombres que, según sospechamos, pueden haber estado implicados en otros tres asesinatos.
—A buscar a los tres, entonces.
—No es eficaz. Si perseguimos a los tres, ninguno sentirá miedo, pues será obvio que estamos a oscuras. Además, bien podría ser otro. Si conociéramos a un solo hombre y cayésemos sobre él y nadie más…
—Veamos —dije—. ¿Cómo se llaman los tres sospechosos que mencionó?
—Moose Matty, Ace Begad y Gent Diamond. El apodo de Ace se refiere a que siempre que saca un as en las cartas, dice: “¡As, por Dios!”
—En ese caso —repuse—, quizá no sea tan difícil. Traiga al oficial Rodney y vayamos todos juntos al piano más próximo.
En un comercio de enfrente localizamos un piano y le dije a Rodney:
—Escuche esto, Rodney, y dígame si es lo que tarareó Ochenta y Ocho. —Seguidamente, toqué varias notas.
Con aire sorprendido, Rodney dijo:
—¡La verdad es que suena lo mismo, señor! ¿Quiere tocarlo otra vez?
Obedecí.
—Una sola vez más, Rodney —dije—, pues comenzará a convencerse de que ese es realmente el tema que oyó. ¿Es este?
—Sí, es ese —exclamó Rodney, entusiasmado—. Es ese, ni más ni menos.
—Gracias. Trabajó muy bien y no hay duda de que le harán una mención especial. Teniente, sabemos quién es el asesino o, por lo menos, sabemos a quién acusó Ochenta y Ocho. Bien, no sé si las repercusiones llegaron hasta Newark, porque no seguí el caso a partir de entonces, pero entiendo que atraparon al asesino y hasta lograron encarcelarlo, lo cual es un desenlace feliz. El oficial Rodney recibió una mención especial. El teniente Carmody se quedó con la fama. Yo volví a mi propio trabajo. Y todos ustedes, claro, se habrán dado cuenta de cómo era la cosa.
—No vemos nada —vociferó Jennings—. Y no te nos duermas. Esta vez, Griswold, has ido demasiado lejos y estás provocándonos. ¿Cómo pudiste reconstruir las notas y cómo las utilizaste para localizar al asesino?
Griswold resopló con marcado desdén.
—¿Que falta hace una explicación? Existen solo siete notas y luego recomienza la serie en la octava con la primera. Do, re, mi, fa, sol, la, si, y luego recomienza la serie. También es posible expresar estas notas con letras: C, D, F, G, A, B y por último C recomienza la serie. Habrán oído hablar de “C media”. Y de la “clave de G” o de “D menor” y demás…
Muy bien, Es posible, aunque no habitual, que un nombre consista tan sólo de las notas desde A hasta G inclusive. Un ejemplo es “Ace Begad” y tan pronto como oí el nombre, tuve la certeza de que se trataba del asesino. Formé el nombre con notas musicales: la, do, mi, si, mi, sol, la, re, o sea A, C, E, B, E, G, A, D, con una breve pausa entre la tercera y la cuarta nota y Rodney reconoció el conjunto como el tema musical cuando lo ejecuté… Eso es todo.
“Hide and Seek”
—Conozco el caso —dijo Baranov, mirando con astucia a Griswold— de dos agentes condenados por haber hecho un allanamiento sin la correspondiente orden.
Baranov calló y ni Jennings ni yo dijimos nada. Griswold estaba a un costado de nosotros, contemplando la chimenea donde ardía un leño. La noche era bastante fría. Por un milagro no estaba dormido, ya que su vaso de whisky con soda se movía lentamente hacia sus labios y luego se apartaba. Tampoco él decía nada.
Baranov hizo otro intento.
—Actitudes como esa dificultan la tarea de las organizaciones destinadas a hacer cumplir la ley, en especial cuando deben trabajar en secreto y en interés de la seguridad nacional.
Hubo otra pausa. Jennings dijo con un tono un poco más alto:
—Por otra parte, no puedes permitir que las organizaciones destinadas a hacer cumplir la ley la infrinjan, cuando han jurado defenderla. Con ello corren peligro las libertades del pueblo.
En ese punto Griswold giró en su asiento y nos miró a los tres de frente, las cejas bajas sobre sus ojos de un color celeste porcelana. El bigote se le agitaba levemente.
—Están tratando de lograr que yo reaccione, pero pierden el tiempo —dijo—. No se trata tanto de una cuestión legal como de una cuestión de prudencia. Podrían haber hecho lo que hicieron con otra impunidad, si hubieran recibido un mandato directo de quienes tenían títulos para juzgar cuándo está involucrada la seguridad nacional. Lo que les faltó fue ese mandato, no la orden de allanamiento. Les diré. ¿Qué puede reprimir a una organización mucho más que las simples limitaciones legales? Su propia actitud intelectual, actitud que puede ser tonta. Por ejemplo… —Antes de proseguir, Griswold bebió un pequeño sorbo de su whisky.
Por ejemplo [dijo Griswold] en los viejos tiempos, cuando la agencia de informaciones estaba bajo la dirección de ya saben quién, no había un solo agente que osase levantar la voz frente a ningún ucase, por arbitrario que fuese. Después de todo, los senadores solían tenderse sobre las charcas para que el jefe pudiese pasar por ellas sin embarrarse los zapatos y, cada vez que él fruncía el ceño, los presidentes se acurrucaban muertos de miedo en un rincón.
En aquel entonces se podía reconocer a un agente a dos kilómetros de distancia por esa especie de uniforme que les imponía el jefe. Nadie más tenía camisas tan blancas ni corbatas tan angostas y tan cuidadosamente centradas; trajes tan discretos ni talles tan delgados; pelo tan corto ni raya tan perfecta; perfumes con aromas tan varoniles ni apariencia tan joven y osada. En suma, podría habérselos tomado por misioneros mormones, pero no por ninguna otra cosa.
Y claro, vivían en un estado de terror constante. No era tanto el miedo de cometer un error. Eso podría perdonarse. El verdadero temor era el de poner en ridículo a la agencia o al jefe. Un traspié en ese sentido implicaba la inmediata decapitación. Para esos casos no había perdón y los agentes lo sabían.
Como es lógico, oficialmente nunca pude llegar a ningún entendimiento con la agencia. Me negaba a afeitarme el bigote que en aquel tiempo era oscuro y casi tan importante como ahora, y también a vestir el uniforme. Y lo peor de todo era que en una oportunidad tuve el atrevimiento de mirar por encima de la cabeza del jefe, cosa fácil, y de fingir no haberlo visto. El jefe podía olvidar cualquier otra cosa, pero jamás olvidaba un desaire relacionado con su talla, por disimulado que fuese.
Terminé por no preocuparme. Cuando las cosas se ponían difíciles, más de un miembro de la agencia acudió a mí en busca de ayuda.
Jack Winslow vino a verme una vez, recuerdo, con una sonrisa zalamera y unas reveladoras gotas de sudor en la frente, a pesar de la regla que prohíbe que los agentes transpiren. Dicho sea de paso, Jack Winslow se llamaba realmente así, lo cual le resultaba muy útil en la agencia. Un hombre mejor aún podría sólo haber sido Jack Armstrong.
—Mira, Griswold —me dijo—, hoy sucedió la cosa más increíble y me gustaría mucho que me dijeras qué opinas.
—Dime qué sucedió —respondí— y te diré si se me ocurre algo. Además, no le diré al jefe que me consultaste.
Me lo agradeció con la mayor sinceridad, pero desde luego, no había manera de que yo pudiese contarle nada al jefe aun si hubiese deseado hacerlo. No nos hablábamos, cosa que me venía muy bien.
No tiene objeto contarles la historia de Winslow con todos los detalles porque es un hombre sumamente aburrido. Sigue siendo aburrido, según me dicen, a pesar de estar ahora jubilado. Les daré brevemente los datos esenciales.
La agencia había llegado hasta los límites de un operativo que era importante detener. Había localizado uno de los peones del tablero. Podrían arrestarlo en cualquier momento que eligiesen, pero no les habría sido de ninguna utilidad. El hombre no sabría lo suficiente y era demasiado fácil reemplazarlo. En cambio, sí se lo dejaba en libertad seria posible utilizarlo como cuña capaz de descubrir algo mucho más importante que él mismo. Era un trabajo monótono y delicado y, a veces en este tipo de cosa, cuando algo sale mal, es difícil que el agente quede en condiciones de reparar su error. Winslow estaba, pues, en una situación verdaderamente difícil. El objetivo de este tramo particular de la misión era localizar un pase: el de algo importante de una persona a otra. Se deseaban obtener dos datos: la forma en que se efectuaba el pase subrepticio —que podría haber ofrecido una pista importante en cuanto al sistema seguido por esta gente— y la identidad del receptor, es decir, del que recibía la información, por cuanto este receptor era probablemente mucho más importante que el transmisor.
Se había llevado al peón a la situación de aceptar algo para pasar. Se trataba de un dato de verdadera importancia, aunque no tanta como la que a ellos se les había hecho creer. Con todo, no eran tontos, y era necesario alimentarlos con algo para que mordiesen el anzuelo. Por lo menos, era vital llevar a los agentes a procurar no perder el material sin haberse apoderado de algo por lo menos de la misma importancia.
El golpe consistía en la forma del objeto que debía transferirse. De algún modo se había persuadido a la oposición de que ordenase a su peón recoger un paquete que, no obstante no ser pesado, tenía un metro ochenta de largo por unos diez centímetros de ancho. Parecía una caña de pescar embalada y no había manera de disimularla ni de lograr que no llamase la atención. Winslow estaba orgulloso de la tramoya y no me quiso decir cómo se había llevado a cabo el ardid, pero a mí no me importaba no saberlo. Sabía en cambio que, por regla general, la gente contra la cual luchamos es tan vulnerable como nosotros.
Había cinco agentes desplegados en varios lugares observando de diverso modo el paso del peón o, mejor dicho, del tan visible paquete. No se aproximaban mucho. No podrían haberlo hecho, pues los habrían reconocido de inmediato por sus camisas blancas y sus sombreros de castor gris de excelente calidad en un barrio donde nadie los usaba.
El peón entró en un restaurante barato de ese barrio de arrabal. Para pasar por la puerta debió maniobrar bastante con su paquete y Winslow contuvo el aliento por temor de que la rompiese, pero el hombre logró meter el paquete entero en el interior. Permaneció allí unos cinco minutos —cuatro minutos y veintitrés segundos, según me informó Winslow, que había estado mirando tontamente su reloj en lugar del restaurante— y luego salió. No traía consigo el paquete ni nada que pudiese haberlo contenido en forma alguna.
Se esperaba tal cosa. Sin embargo, también se esperaba que el paquete volvería a salir en manos de otra persona o por algún medio, pero el paquete no reapareció. Al cabo de dos horas, Winslow estaba en verdad inquieto. ¿Habrían ahuyentado acaso al receptor mostrándose demasiado al vigilar el lugar? No podían evitarlo, mientras llevasen aquel uniforme civil, pero no llevarlo tampoco serviría para protegerlos contra las iras del jefe.
Lo que era peor aún, ¿era posible que hubiesen dejado deslizarse el paquete de un metro ochenta de largo por diez centímetros de ancho bajo sus propias narices? En ese caso, ahí podían dar por terminadas sus carreras.
Por fin Winslow no pudo soportar más. Desesperado, ordenó a sus hombres que entrasen en el restaurante y ahí se produjo el golpe de gracia.
—No estaba —dijo, desesperado—. No era un local tan grande y el paquete no estaba allí. Tan pronto como pude apreciar la situación, vine a verte. Recordé que vivías a sólo dos kilómetros y tenía la esperanza de encontrarte en casa.
La expresión de Winslow revelaba hasta qué punto lo aliviaba que estuviese en casa.
—Pienso que si el paquete está en el restaurante, cabría confiar en la capacidad de tus agentes para localizarlo. Un paquete de un metro ochenta de largo no es exactamente un diamante ni un rollo de microfilm.
—No está en el restaurante.
—¿Podrían haberlo desmembrado, separado, ocultado en partes o, ya que estamos, retirado en partes?
—No, en ese caso, estaría roto y no tendría utilidad alguna. Tenía que estar intacto. Y recuerda que no estoy diciéndote qué es.
—Yo no te lo pregunto y probablemente tú tampoco sepas qué es. ¿Te ocupaste especialmente de las personas presentes en el restaurante?
—Por supuesto. Eran el tipo de gente totalmente carente de espíritu de colaboración que se vuelve hosca frente al menor contacto con la ley. Pero no hay manera de que una cosa como esa haya estado oculta en la persona de nadie.
—Ahora que recuerdo —dije—. ¿Tienes una orden de allanamiento?
Winslow se ruborizó un poco.
—Tenemos una especie de orden general para casos de violación de la seguridad. No te preocupes.