Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Está dicho con buena intención, sin duda —terció Roger Halsted, mordisqueando un rollo de salchicha, uno de los aperitivos calientes que el inapreciable Henry había sacado esta vez como acompañamiento de las bebidas.
—Nadie puede ser amable y estúpido a la vez —razonó Rubín, inventándose una ley cósmica sobre la marcha—. Le he escrito y le he dicho: «Yo
ya
estoy en la Costa, gracias».
—¡Santo Dios! —exclamó Thomas Trumbull.
Había llegado tres minutos antes y había aceptado un whisky con soda de Henry. Lo dijo con su pose habitual, como si acabara de volver del Valle de la Muerte y se encontrara en el último extremo de la sed.
—¿Por
eso
es por lo que está furioso? —preguntó—. ¿Porque los de California hablan de su costa como si fuera la única del mundo? Es sólo un modo de hablar.
—En realidad —observó James Drake, que había nacido en Alaska—, los de la Costa Oeste, si me perdonan la expresión, no son los únicos culpables. Tan pronto como alguien de la Costa Este ha estado en California durante cinco minutos, comienza a decir: «Aquí en la Costa…» De la misma manera, uno puede ver cómo un tipo de Ohio que ha llamado a su tierra natal «los Estados Unidos» toda la vida, en cuanto está en Europa durante cinco minutos comienza a hablar de los «Estados».
Geoffrey Avalon, anfitrión del banquete en esta ocasión, y conocido por su molesta habilidad para ver los dos lados de una cuestión, manifestó:
—El provincianismo no es monopolio de nadie. Se cuenta la historia de las dos viudas de Boston que se encontraron en octubre en Los Ángeles con temperaturas de cuarenta grados.
Una dijo: «Dios mío, Prudence, hace muchísimo calor». La otra contestó: «¿Qué esperabas, Hepzibah? Después de todo, estamos a casi cinco mil kilómetros del océano».
Avalon tomó entonces un sorbo de su bebida, a la manera seria que acostumbraba, y dijo:
—Tom, usted no ha tenido oportunidad de conocer a mi invitado, Chester Dunhill. Chester, le presento a Tom Trumbull, que tiene alguna especie de empleo específico en el Gobierno. Él nunca habla de ello.
Trumbull respondió:
—Encantado de conocerle, Mr. Dunhill. Si nuestro modo de comportarnos aquí le sorprende, debo explicarle que es costumbre que los Viudos Negros discutan furiosamente sobre bagatelas.
Dunhill era un hombre alto, con una cabeza maciza de cabello blanco, y cejas de un negro enmarañado sorprendente.
Con una voz grave y retumbante, indicó:
—Podemos sobrevivir a las catástrofes. Son las bagatelas las que nos matan.
Gonzalo pareció sorprendido y dio la impresión de estar a punto de decir alguna cosa; pero Henry anunció, con tranquila determinación:
—Caballeros, la cena está servida.
Rubin dio buena cuenta del jamón y la sopa de guisantes, e hizo estragos en el lenguado a la parrilla y la sencilla ensalada.
Sin embargo, no se terminó las tartas individuales presentadas con todo el orgullo de su costra dorada y crujiente.
—Henry —preguntó Rubin con una lenta resonancia—, ¿qué es lo que hay debajo de esta costra?
Henry respondió:
—Me temo, Mr. Rubin, que Mr. Avalon, a la manera británica, ha pedido que sirvamos bistec y pastel de riñones.
—¿Riñones? ¿Riñones? —Rubin pareció molesto—. Eso es hígado arreglado. Jeff, no hubiera pensado que usted fuera capaz de tal falta de gusto.
Avalon parecía afligido y se justificó:
—Bistec y pastel de riñones bien preparados son una gran exquisitez…
—¿Para quién? ¿Para los buitres?
—Para todos los que estamos en esta mesa. ¿Por qué no lo prueba, Manny?
Rubin continuó intransigente:
—Los riñones tienen sabor a orina.
Gonzalo intervino:
—También lo tiene su marca favorita de cerveza, Manny; y usted la bebe.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Trumbull—. ¿Qué clase de conversación de mesa es ésta? Manny, si usted no se puede comer lo que tiene delante, estoy seguro de que Henry puede traerle unos huevos revueltos.
Rubin rió con aire despreciativo y declaró:
—Me comeré el bistec.
Permaneció enfurruñado durante todo el plato principal, la tarta de melaza, el entremés de sardina sobre tostada y el té fuerte. Eso ayudaba a que fuera una cena tranquila y, tal como Gonzalo señaló en un espectáculo mudo, Rubín se las arregló para comerse todo el pastel, con los riñones incluidos.
Finalmente, Avalon golpeó el vaso de agua con la cuchara y declaró:
—Caballeros, requiero a Mario para que comience a preguntar a nuestro invitado de honor, mi buen amigo, Chester Dunhill. Ya le he explicado a él las reglas del juego, y está dispuesto a contestar a todo sin reservas.
Gonzalo hizo la pregunta:
—Mr. Dunhill, ¿a qué se dedica usted?
Dunhill pestañeó y luego dijo:
—Bien, intentaré mantener vivo el pasado para el público en general. Si consideramos que quizá no sea posible ordenar el presente como es debido, a menos que aprendamos las lecciones del pasado, creo que yo me merezco mi lugar en la Tierra.
Gonzalo inquirió:
—¿Cómo mantiene vivo el pasado?
—Escribiendo acerca de él. Supongo que podría llamarme historiador ante un profano.
—¿Puede usted ganarse la vida con eso? —preguntó Gonzalo.
Halsted se apresuró a intervenir:
—Will Durant lo hizo y Barbara Tuchman todavía lo hace.
Dunhill sonrió con un aire tímido que mostraba que estaba un poco incómodo.
—Yo no me considero a su nivel. Sin embargo, sí me gano la vida.
Avalon se aclaró la garganta con vehemencia.
—¿Puedo interrumpir? Mi amigo Chester se pasa de modesto. Además de sus narraciones, también escribe novelas históricas para quinceañeros, la mayoría situadas en la Grecia de la Guerra del Peloponeso y la Roma de la Segunda Guerra Púnica. Ambas han sido un éxito popular y de crítica.
Gonzalo quiso saber:
—¿Por qué esos períodos en particular, Mr. Dunhill?
—Los dos fueron períodos de conflicto épico entre dos poderes casi igualados —aclaró Dunhill—. Atenas y Esparta en un caso; Roma y Cartago en el otro. Ambas guerras se hallan bien documentadas, y estuvieron llenas de grandes batallas, con triunfos y desastres dramáticos, con generales y políticos, unos brillantes y otros estúpidos. Los dos períodos, para resumir, son equivalentes al que estamos viviendo. Podemos entender, simpatizar y ver las lecciones que yo intento explicar. Y, lo que es más, no podemos siquiera sacar una conclusión completa porque, en un caso, el adversario que admiramos prevaleció sobre el otro, Roma derrotando a Cartago. En el otro, el adversario que admiramos perdió, Atenas sucumbiendo ante Esparta. Naturalmente, siempre he tenido un afecto personal en mi corazón por el general cartaginés Aníbal. Es uno de los tres grandes generales de la Historia que terminaron siendo perdedores sin que eso empañara lo más mínimo su reputación.
Rubin apuntó:
—Napoleón fue el segundo. ¿Cuál fue el tercero?
—Robert E. Lee, naturalmente —contestó Dunhill con su voz retumbando de nuevo.
Rubin pareció desconcertado; pero se recobró y comentó:
—Pensaba que iba a decir Carlos XII de Suecia, y eso habría sido incorrecto.
—Es cierto —reconoció Dunhill—, habría sido incorrecto. A Carlos XII le faltaba prudencia.
—¿Y qué me dice de los generales que no perdieron nunca?
—preguntó Drake.
—De ésos hay muy pocos —continuó Dunhill—. Genghis Khan, Cromwell, Alejandro Magno, Julio César, el duque de Marlborough y algunos más. Su fama depende del estilo de sus victorias y de la calidad de sus adversarios. Al menos dos generales que yo recuerde perdieron casi siempre, pero siguieron siendo grandes, considerando lo que hicieron con lo que tenían. Son George Washington, naturalmente, y el general Giap, de Vietnam del Norte.
—Supongo que en sus libros de historia y en sus novelas —dijo Gonzalo— usted trata de catástrofes a las que sobrevive la gente. ¿Cuáles son las bagatelas que pueden matarle a uno?
Todo el mundo se volvió para mirar a Gonzalo, el cual se puso nervioso bajo la mirada general.
—¿Qué hay de malo en la pregunta? Mr. Dunhill ha dicho que uno podía sobrevivir a las catástrofes, pero que las bagatelas matan.
—¿He dicho eso? —se extrañó Dunhill, frunciendo el ceño.
—Sí, lo ha dicho. Usted se lo dijo a Tom Trumbull. —Se volvió hacia Trumbull, que estaba disfrutando de su brandy—.
Tom, ¿no es cierto que lo dijo?
Trumbull asintió.
—Usted ha afirmado eso, Mr. Dunhill.
—Bueno —dijo Gonzalo—. ¿Qué bagatelas son las que tiene usted en la mente?
—En realidad —manifestó Avalon—, cualquier derrota sufrida por un general competente puede ser achacada a alguna fruslería. De hecho, en
Guerra y paz,
Tolstoi defendió, con lo que estimo era detalle aburrido, la tesis de que ningún general controla una batalla, y que las trivialidades lo deciden todo.
Gonzalo intervino:
—Vamos, Jeff, usted está intentando sacar del apuro a su invitado, y eso no es ético. Yo no creo que Mr. Dunhill estuviera pensando en grandes batallas. Me parece que tenía en la cabeza algo personal. Así me lo pareció y ésa es la razón por la cual quiero saber cosas acerca de ello.
Dunhill meneó la cabeza.
—Fue sólo una observación. Todos hacemos observaciones.
Gonzalo argumentó:
—Las observaciones no se hacen porque sí. Usted debe de tener algo en la mente.
Dunhill volvió a menear la cabeza.
Trumbull lanzó un suspiro y continuó:
—A mí también me pareció, Mr. Dunhill, que, cuando hizo aquella observación, algo le preocupaba. Jeff dijo que él le explicó a usted el juego. Usted estuvo de acuerdo en contestar a todas las preguntas, y nosotros estamos de acuerdo, a cambio, a considerar absolutamente confidencial cuanto usted diga. Si quiere afirmar que la frase no tenía un significado especial para usted y que habló sin un propósito especial, tendremos que aceptarlo; pero, por favor, al menos no diga que eso es la verdad.
Avalon le recordó en tono de profunda incomodidad:
—Yo le he explicado a usted perfectamente que esto sería confidencial, Mr. Chet.
Dunhill respondió con un toque de enfado en su voz:
—No existe en ello más que una profunda decepción personal, cuyo pensamiento apenas puedo soportar, y no digamos discutir. La dificultad es que se trata de un asunto que no tiene ninguna importancia para nadie que no sea yo, y los demás no harán otra cosa sino reírse. Implica una insignificancia ridícula, que hace recaer toda la culpa sobre mí. Ésa es la parte insoportable. Si yo pudiera culpar de ello al Gobierno, al Destino, al Universo, no sería tan…
Se detuvo, meditando.
—¿Podemos oír algo acerca de ello? —preguntó Gonzalo con terquedad.
—Se lo advierto —insistió Dunhill—. Es una larga historia que no tiene ningún interés para nadie, excepto para mí.
—Eso no tiene nada que ver —objetó Gonzalo.
—Muy bien. Pero usted ha preguntado… Durante la Segunda Guerra Mundial, yo era un muchacho que dejó de prestar el servicio militar efectivo. Por unos pocos años, porque estaba trabajando para la Marina como químico. Esto ocurrió en Filadelfia. Yo era un ser más bien insociable en aquellos días, y mi principal diversión consistía en procurarme el acceso a la Biblioteca Libre y leer cualquier cosa con la que me tropezara.
Y una de las cosas con las que tropecé fue
The Historians' History of the World
en veinticuatro volúmenes. Fue publicada en 1902, y hubo una segunda edición en 1907, con dos volúmenes suplementarios que aportaban material hasta la Primera Guerra Mundial y un volumen de índices… Veintisiete en conjunto. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar de ella?
Hubo un silencio. Dunhill continuó:
—No me sorprende. Para la mayoría de la gente sería un libro pesado. Hacía tiempo que estaba agotado, incluso en el momento en que yo lo encontré hace cuarenta años. Y ahora…
Se encogió de hombros y continuó:
—Esos volúmenes son un trabajo de cortar y pegar. Algunas secciones de los historiadores griegos y romanos y de los historiadores modernos de los siglos XVIII y XIX fueron incluidas dentro de un orden adecuado en una serie de historias que trataba de las diversas naciones por separado. Los volúmenes tres y cuatro trataban de Grecia; los volúmenes cinco y seis de Roma… Hay una gran cantidad de superposiciones, naturalmente, pero eso sólo significa que los mismos acontecimientos están descritos desde los puntos de vista de diferentes historiadores, con toda probabilidad de distintas nacionalidades.
»El editor general, Henry Smith Williams, llenó las lagunas con ensayos suyos.
»Era una persona humana de opiniones liberales y casi cada vez que yo leía algo que me llamaba la atención y consideraba significativo, resultaba que era suyo. Ustedes deben entender que fue editado para que, al leerlo, resultara lo más coherente posible. Había solamente un discreto indicativo que te guiaba hasta el final del volumen, donde tú averiguabas que estabas leyendo a Gibson, o a Prescott, o a Bury, o a Macaulay, o a Tucídides o a quien fuera.
»La biblioteca tenía el conjunto en volúmenes dobles, que yo fui cogiendo uno tras otro. Pronto me di cuenta de que no podía soportar dejar de leerlos por una cosa tonta como mi trabajo diario. Me los llevé conmigo al laboratorio y los leía durante el almuerzo o los tenía en una mesa parcialmente abierta y aprovechaba el tiempo mientras tenía alguna cosa que hervía lentamente bajo un condensador reflejo. Mis recuerdos de todo aquel período son vagos, excepto en lo que se refiere a aquellos volúmenes.
»Siempre había estado interesado en la Historia; pero fueron esos volúmenes los que convirtieron aquel interés en obsesión. Eran libros de lo más pasado de moda, naturalmente, porque, antes del siglo XX, la Historia se reducía casi por completo a un asunto de batallas y de intrigas de corte. Sin embargo, era lo que me gustaba, y mis propias narraciones son igual de anticuadas. Yo trato muy poco los temas sociales y económicos.
Rubin observó:
—Los temas sociales y económicos harían más valiosos sus relatos.
—Y más aburridos, quizás —opinó Dunhill—. En conjunto, no omito dichas cosas; pero siempre recuerdo que soy un escritor para el público en general, no para especialistas. En cualquier caso, a finales de los años cincuenta, casi diez años después de que hubiera tenido en las manos, por última vez, aquellos libros de la biblioteca, abandoné la química y comencé a dedicar todo mi tiempo a relatos y novelas históricas.