Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Gracias, Joselin Arn. Este era el resultado de mis cálculos matemáticos.
Joselin Arn saludó y abandonó la estancia.
Volviéndose a los cinco científicos, completamente paralizados, Porus prosiguió:
—Y espero que estos sabios caballeros reaccionen de forma vagamente humanoide. ¿Se convencen de que no nos toca a nosotros decidir si terminar o no todo intercambio con esta raza? Podemos…, ¡pero ellos no!
«Estúpidos —pareció que escupiera la palabra—, ¿creen que voy a perder el tiempo discutiendo con ustedes? Yo dicto la ley, ¿comprenden? Homo Sol
entrará
en la Federación. Se les madurará en doscientos años. No se lo pregunto;
¡se lo digo! —
el rigeliano les contempló agresivamente.
—¡Vengan conmigo! —gruñó con brusquedad.
Le siguieron con mansa sumisión y entraron en el dormitorio de Tan Porus. El pequeño psicólogo corrió una cortina y dejó al descubierto una pintura de tamaño natural.
—¿Cómo interpretan esto?
Era el retrato de un terrícola, pero de un terrícola como ninguno de los psicólogos había visto aún. Digno y severamente hermoso, con una mano que acariciaba una barba regia, y la otra que sostenía el único vestido suelto que le cubría, parecía personificar la majestad.
—Es Zeus —dijo Porus—. Los terrícolas primitivos le crearon como la personificación de la tormenta y el relámpago. —Se encaró con los aturdidos científicos—. ¿Les recuerda a alguien?
—¿Homo Canopus? —aventuró Helvin. Durante un instante, el rostro de Porus se relajó con momentánea satisfacción y después volvió a endurecerse.
—Naturalmente —exclamó—. ¿Por qué vacilan? Este es Canopus en persona, hasta la barba amarilla.
Después continuó:
—Aquí hay algo más —corrió otra cortina. Esta vez, el retrato era de una mujer. Tenía el pecho voluminoso y las caderas anchas. Una inefable sonrisa adornaba su rostro y sus manos parecían acariciar el grano que reposaba a sus pies.
—¡Deméter! —dijo Porus—. La personificación de la fertilidad y la agricultura. La madre ideal. ¿A quién les recuerda
esto?
Esta vez no hubo vacilaciones. Cinco voces dijeron al unísono:
—¡Homo Betelgeuse!
Tan Porus sonrió con placer.
—Exactamente. ¿Y bien?
—¿Y bien, qué? —inquirió Tubal.
—¿No lo comprenden? —su sonrisa se desvaneció—. ¿No está claro? ¡Papanatas! Si un centenar de Zeus y un centenar de Deméter aterrizaran en la Tierra como parte de una «misión comercial», y se convirtieran en expertos psicólogos… ¿Lo comprenden
ahora?
Semper Gor se echó súbitamente a reír.
—Espacio, tiempo, y pequeños meteoros. ¡Claro que sí! Los terrícolas serían arcilla en manos de sus propias personificaciones de la tormenta y la maternidad vivientes. Dentro de doscientos años…, dentro de doscientos años, no podremos hacer nada.
—Pero esta denominada misión comercial suya, Porus —intervino Prat—, ¿cómo se las arreglará para que Homo Sol la acepte?
Porus enderezó la cabeza hacia un lado.
—Querido colega Prat —murmuró—, ¿cree que he creado el pánico activo únicamente para hacer una demostración… o para satisfacer a cinco estúpidos? Este pánico pasivo ha paralizado la industria, y el Gobierno terrestre se enfrenta a una revolución… otra forma de acción masiva que podría investigarse. Ofrézcale comercio galáctico y prosperidad eterna y ¿cree que lo rechazará? ¿Qué importa la masa?
El rigeliano cortó de raíz el incipiente murmullo con un gesto de impaciencia.
—Si no tienen nada más que preguntar, caballeros, empecemos a prepararnos para partir Francamente, estoy cansado de la Tierra, y más que esto, deseo volver junto a mi calamar.
Abrió la puerta y, por el pasillo, gritó:
—¡Haridin! Dile a Arn que tenga la nave dispuesta para dentro de seis horas. Nos vamos.
—Pero… pero —el coro de aturdidas objeciones se cristalizó en súbito movimiento, cuando Semper Gor corrió hacia Porus y le detuvo cuando éste se marchaba. El pequeño rigeliano luchó en vano por desasirse.
—¡Suélteme!
—Ya hemos soportado bastante, Porus —dijo Gor—, y ahora va a calmarse y conducirse como un humanoide. Diga lo que diga, no nos iremos hasta haber acabado. Tenemos que tratar con el Gobierno terrestre de la misión comercial. Hemos de asegurar la aprobación del Consejo. Tenemos que escoger a nuestros psicólogos.
En este punto, Porus, con un salto rápido, se desasió.
—¿Han supuesto por un momento que esperaría a que su precioso Consejo se dispusiera a considerar si se hace algo acerca de la situación dentro de dos o tres décadas?
»La Tierra aceptó incondicionalmente mis términos hace un mes. La escuadra de canopanos y betelgeusianos partió hace cinco meses, y aterrizaron anteayer. Gracias a su ayuda logramos detener el pánico reciente… aunque ustedes no lo hubieran sospechado. Probablemente creyeron que lo hicieron ustedes solos. Hoy, caballeros, ellos controlan por completo la situación y nuestros servicios ya no son necesarios. Nos vamos a casa.
“Half-Breed (The Tweenie)”
Jefferson Scanlon se enjugó el sudor de la frente y tomó aliento. Alargó un dedo tembloroso hacia el interruptor… y cambió de idea. Su último modelo, que representaba más de tres meses de ininterrumpido trabajo, era casi su última esperanza. Una buena parte de los quince mil dólares que le habían prestado estaba en él. Y ahora la presión sobre un interruptor demostraría si ganaba o perdía.
Scanlon se llamó a sí mismo cobarde y asió firmemente el interruptor. Lo bajó con un chasquido y volvió a subirlo con un rápido movimiento. Y no ocurrió nada… Sus ojos, por más que se esforzaron, no vislumbraron ninguna chispa de energía. Se le contrajo la boca del estómago, y volvió a cerrar el interruptor, salvajemente, y lo dejó cerrado. No ocurrió nada: la máquina era, de nuevo, un fracaso.
Enterró su doliente cabeza entre las manos, y gimió:
—¡Oh, Dios mío! Debía funcionar…, debía. Los cálculos son correctos y he producido los campos que quería. Por todas las leyes de la ciencia, esos campos tenían que romper el átomo —Se levantó, abriendo el inútil interruptor, y paseó por la habitación sumido en sus pensamientos.
Su teoría era correcta. Su equipo estaba cortado exactamente sobre el patrón de las ecuaciones que había desarrollado. Si la teoría era correcta, el equipo debía estar equivocado. Pero el equipo era perfecto, así que la teoría debía…
—Me voy de aquí antes de volverme loco —dijo a las cuatro paredes.
Arrancó el sombrero y el abrigo del gancho que había detrás de la puerta y al cabo de un momento, dando un portazo tras sí en un arrebato de cólera estuvo fuera de la casa.
¡Energía atómica! ¡Energía atómica! ¡Energía atómica!
Las dos palabras se repetían una y otra vez, cantando una monótona y enloquecedora melodía en su cerebro. ¡Una sirena! Le estaba induciendo a la destrucción. Por aquel sueño había abandonado un seguro y cómodo cargo de profesor en el M.I.T. Por él, se había convertido en un hombre mayor a los treinta años —el primer ardor de la juventud ya hacía tiempo que había desaparecido—, en un aparente fracaso.
Y ahora su dinero se desvanecía rápidamente. Si el amor al dinero es la causa de todos los males, la necesidad del mismo es, con mucha más seguridad, la raíz de todas las desesperaciones. Scanlon sonrió ante esta idea… bastante cierta.
Naturalmente, existían hermosas perspectivas en depósito si algún día lograba cruzar el vacío que había encontrado entre la teoría y la práctica. El mundo entero sería suyo… Marte también, e incluso los planetas no visitados. Todo suyo.
Todo lo que tenía que hacer era averiguar dónde residía la equivocación en los cálculos… No, ya lo había comprobado; era en el equipo. Aunque… Gimió en voz alta de nuevo.
El sombrío curso de sus pensamientos fue interrumpido al darse cuenta súbitamente de que, no lejos de allí, había un tumulto de gritos juveniles. Scanlon frunció el ceño. Odiaba el ruido, y de modo especial cuando estaba deprimido.
Los gritos aumentaron de intensidad y se disolvieron en fragmentos de palabras: «¡Cógele, Johnnyl» «¡Atiza…, mira cómo corre!»
Una docena de muchachos salieron disparados detrás de un gran edificio de madera, a menos de doscientos metros de distancia, y corrieron desordenadamente en dirección a Scanlon.
A pesar suyo, Scanlon observó al ruidoso grupo con curiosidad. Perseguían a algo o a alguien, con la cruel alegría de la infancia. En la oscuridad no distinguió exactamente de qué se trataba. Se protegió los ojos y los entrecerró. Con un movimiento repentino, una figura solitaria se separó de la multitud y corrió frenéticamente.
Scanlon casi dejó caer su reconfortante pipa a causa del asombro, pues el fugitivo era un híbrido, un mestizo de terrícola y marciano. Aquel penacho de cabello fuerte y blanco que se levantaba con rigidez en todas direcciones como púas de puerco espín no dejaba lugar a dudas. Scanlon se maravilló… ¿Qué hacía una de aquellas cosas fuera de un asilo?
Los muchachos habían vuelto a atrapar al híbrido, y el fugitivo se perdió de vista. Los chillidos aumentaron de volumen y Scanlon, sobresaltado, vio cómo se levantaba una tabla y caía con un golpe sordo. Le acometió un profundo sentido de la enormidad de sus propias acciones al permanecer allí ociosamente, mientras una criatura indefensa era acosada por una pandilla de muchachos, y antes de que se diera cuenta de ello, estaba sobre ellos, blandiendo amenazadoramente los puños.
—¡Largaos, salvajes! Alejaos de aquí antes de que… —la punta de su zapato entró en violento contacto con el trasero del rufián más cercano, y sus brazos hicieron desplomar a otros dos.
La llegada de la nueva fuerza cambió considerablemente la situación. Los muchachos, a pesar de su superioridad numérica, tienen un miedo instintivo a los adultos…, sobre todo a un adulto tan cruel y feroz como parecía ser Scanlon. En menos tiempo del que éste necesitó para darse cuenta, desaparecieron, dejándolo solo con el híbrido, que yacía boca abajo, y que entre jadeantes sollozos lanzaba temerosas e inciertas miradas hacia su salvador.
—¿Te han hecho daño? —preguntó ásperamente Scanlon.
—No, señor —El híbrido se levantó tambaleándose, con la cresta de cabello plateado oscilando con incongruencia—. Me he torcido un poco el tobillo, pero puedo andar. Me voy. Muchas gracias por ayudarme.
—¡No te vayas! ¡Espera! —La voz de Scanlon se dulcificó, pues se dio cuenta de que el híbrido, aunque desarrollado casi por completo, estaba increíblemente delgado; su traje era una masa de sucios jirones y había una mirada de completo cansancio en su rostro enjuto, que ablandaba el corazón—. Ven —dijo, cuando el híbrido se volvió de nuevo hacia él—. ¿Tienes hambre?
El rostro del híbrido se contrajo como si estuviera dirimiendo una batalla en su interior. Cuando habló, lo hizo en voz baja y avergonzada.
—Sí… un poco.
—Ya me lo parecía. Ven conmigo a mi casa. —Dejó caer el pulgar sobre su hombro—. Tienes que comer. Me parece que tampoco te iría mal un baño y un cambio de traje —Se volvió y abrió la marcha.
Permaneció en silencio hasta que hubo abierto la puerta principal de su casa y entrado en el vestíbulo.
—Creo que será mejor que primero tomes un baño, muchacho. Allí está el cuarto de baño. Date prisa en entrar y cierra la puerta antes de que Beulah te vea.
Su advertencia llegó demasiado tarde. Una súbita exclamación de sorpresa hizo que Scanlon girara en redorado, con expresión de culpabilidad, y que el híbrido retrocediera para esconderse detrás de un perchero. Beulah, el ama de llaves de Scanlon, corrió hacia ellos, con su dulce rostro encendido de indignación y el rollizo cuerpo rezumando exasperación por todos sus poros.
—¡Jefferson Scanlon! ¡Jefferson! —Contempló al híbrido con evidente desagrado—. ¡Cómo puedes traer una cosa así a esta casa! ¿Has perdido el sentido de la moral?
El pobre híbrido se asustó ante el repentino acceso de cólera, pero Scanlon, tras su momentáneo pánico inicial, se recobró.
—Vamos, vamos, Beulah. Esto no es propio de ti. Aquí tenemos a una pobre criatura, muerta de hambre, cansada, golpeada por un grupo de muchachos, y no tienes compasión de ella. La verdad es que me has decepcionado, Beulah.
—¡Decepcionado! —jadeó el ama de llaves, tocada en su punto flaco—. A causa de esa cosa vergonzosa. ¡Tendría que estar en una de esas instituciones donde tienen a los monstruos como él!
—Muy bien, ya hablaremos de ello luego. Vamos, muchacho, ve a bañarte. Y, Beulah, mira a ver si encuentras alguno de mis trajes viejos.
Con una última mirada de desaprobación, Beulah salió airadamente de la estancia.
—No le hagas caso, muchacho —dijo Scanlon cuando se hubo marchado—. Fue mi niñera y todavía tiene hacia mí una especie de interés de propietario. No te hará daño. Ve a bañarte.
El híbrido era una persona muy distinta cuando finalmente se sentó a la mesa del comedor. Ahora que la capa de suciedad había desaparecido, su delgado rostro mostraba una cierta belleza y la frente grande y clara le confería un aspecto marcadamente intelectual. Continuaba teniendo el cabello levantado, a una altura de treinta centímetros, a pesar de toda el agua que había recibido. A la luz, su brillante blancura adquiría una imponente dignidad, y a Scanlon le pareció que había perdido toda su fealdad.
—¿Te gusta el pollo frío? —preguntó Scanlon.
—¡Oh, sí! —respondió entusiasmado.
—Entonces empieza a comer. Y cuando lo acabes, puedes tomar más. Coge de todo lo que hay en la mesa.
Los ojos del híbrido centellearon al tiempo que sus mandíbulas se ponían en movimiento; y, entre los dos vaciaron la mesa a los pocos minutos.
—Muy bien —exclamó Scanlon cuando terminaron de comer—, creo que ahora podrías responderme a unas cuantas preguntas. ¿Cómo te llamas?
—Me llamaban Max.
—¡Ah! ¿Y tu apellido?
El híbrido se encogió de hombros.
—Nunca me dieron otro nombre más que Max… cuando me hablaban para algo. Creo que un mestizo no necesita apellido.
No había error posible en cuanto a la amargura de su voz.
—Pero ¿qué hacías corriendo como un loco por las calles? ¿Por qué no estás donde vives habitualmente?
—Estaba en casa. Cualquier cosa es mejor que estar en una casa… incluso el mundo de fuera, que no he visto nunca. Sobre todo desde que Tom murió.