Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Un golpecito en su cinturón le hizo volverse, con una mirada fija y los puños cerrados. Por un momento, miró a su alrededor en vano. Después, al bajar la vista, se encontró frente a los enigmáticos ojos verdes de un pigmeo, cuya penetrante mirada pareció echar un jarro de agua fría sobre su cólera.
—Le conozco, Joselin Arn —dijo Tan Porus, escogiendo las palabras cuidadosamente—. Es usted un hombre valeroso y un buen soldado, pero no le gustan los psicólogos, por lo que veo. En esto se equivoca, pues sobre la psicología descansa el éxito político de la Federación. Ha hecho el juramento de defender al sistema contra todos sus enemigos, Joselin Arn…, y usted mismo acaba de convertirse en el mayor de ellos. Golpea sus cimientos, cava en sus raíces, lo envenena en su origen. Usted es un difamador, una deshonra, un traidor.
El soldado centauriano sacudió la cabeza con impotencia. Mientras Porus hablaba, profundos y amargos remordimientos le embargaron. El recuerdo de sus recientes palabras pesaba fuertemente sobre su conciencia. Cuando el psicólogo concluyó, Arn inclinó la cabeza y se echó a llorar.
Porus volvió a hablar, y esta vez su voz retumbó como un trueno:
—Basta de gemidos plañideros, cobarde. El peligro es inminente.
¡A las armas!
Joselin Arn se recobró instantáneamente.
La habitación estalló en carcajadas y el soldado comprendió la situación. Había sido la forma de castigarle de Porus. Con su completo conocimiento de los tortuosos resortes de la mente humanoide, sólo tenía que apretar el botón apropiado, y…
El centauriano se mordió los labios de vergüenza, pero no dijo nada.
Pero Tan Porus no se rió. Embromar al soldado era una cosa; humillarle, otra muy distinta. De un salto, estuvo sobre una silla y apoyó su pequeña mano en el macizo hombro del otro.
—No se ofenda, amigo mío… ha sido una pequeña lección, eso es todo. Luche contra los subhumanoides y los alrededores hostiles de cincuenta mundos. Atrévase a viajar en una nave agrietada y destartalada. Desafíe todos los peligros que quiera. Pero nunca,
nunca,
ofenda a un psicólogo. La próxima vez puede enfadarse
en serio.
—Seguiré su consejo, psicólogo. Desintégreme, si no creo que tiene usted razón. —Salió a grandes zancadas de la estancia.
Porus saltó de la silla y se volvió para enfrentarse al consejo.
—Hemos tropezado con una interesante raza de humanoides, colegas.
—Ah —dijo Obel, secamente—, parece ser que el gran Porus va a asumir la defensa de su alumno. Es evidente que su digestión ha mejorado, puesto que se cree capaz de tragar el informe de Haridin.
Porus frunció el ceño, pero su voz conservó su tono tranquilo.
—Así es, y el informe,, debidamente analizado, dará lugar a una revolución de la ciencia. Es una mina de oro psicológica; y Homo Sol, el hallazgo de un período mejor.
—Especifique, Tan Porus —gruñó alguien—. Sus trucos están muy bien para un centauriano zopenco, pero nosotros seguimos sin impresionarnos.
—Especificaré más, Inar Tubal, peludo microbio espacial —la prudencia y la ira sostenían una visible batalla en su interior—. Un humanoide es más de lo que creen… mucho más de lo que unos retrasados mentales como ustedes pueden entender. Sólo para mostrarles lo que no saben, grupo de fósiles disecados, me comprometo a enseñarles un poco de psicotecnología que les dejará pasmados. ¡Pánico, imbéciles, pánico!
¡Pánico
mundial!
—¿Ha dicho pánico mundial? —tartamudeó Frian Obel, mientras su piel verde se volvía gris—. ¿Pánico?
—Sí, papagayo. Denme seis meses y cincuenta ayudantes y les mostraré un mundo de humanoides dominado por el pánico.
Obel trató inútilmente de contestar. Su boca realizó un heroico intento por conservar la seriedad… y fracasó. Como a una señal, todo el Consejo abandonó su dignidad y se retrepó en un acceso de risa general.
—Me acuerdo —balbuceó Inar Tubal, de Sirio, con su cara redonda surcada por lágrimas de puro júbilo— de un estudiante mío que, en cierta ocasión, pretendió haber descubierto un estímulo que induciría al pánico mundial. Cuando repasé los resultados, me encontré con un exponente que tenía el punto decimal desplazado. Sólo estaba diez órdenes de magnitud equivocado. ¿Cuántos puntos decimales ha desplazado usted, colega Porus?
—¿Qué hay de la ley de Kraut, Porus, que dice que no se puede inducir al pánico a más de cinco humanoides a la vez? ¿Hemos de aboliría? ¿Y quizá también la teoría atómica, ahora que estamos en ello? —y Semper Gor, de Cabra, cloqueó alegremente.
Porus trepó a la mesa y agarró el mazo de Obel.
—El próximo que se ría notará esto sobre la cabeza.
—Escogeré cincuenta ayudantes —gritó el rigeliano de ojos verdes— y Joselin Arn me llevará a Sol. Quiero que cinco de ustedes me acompañen —Inar Tubal, Semper Gor y otros tres cualquiera— para ver sus caras de estúpidos cuando haga lo que he dicho que haría —levantó el mazo, amenazadoramente—. ¿Bien?
Frian Obel miró plácidamente al techo.
—De acuerdo, Porus. Tubal, Gor, Helvin, Prat y Winson pueden ir con usted. Al término del tiempo especificado, atestiguaremos el pánico mundial, algo muy satisfactorio… o presenciaremos cómo se come sus palabras, cosa que sería mucho más satisfactoria.
Tan Porus miraba pensativamente por la ventana. Terrápolis, la capital de la Tierra, se extendía frente a él hasta el mismo límite del horizonte.
El bramido de la ciudad contenía voces, y las voces expresaban su temor.
El rigeliano se alejó de la ventana con repugnancia,
—Oye, Haridin —rugió.
—¿Me llamaba, jefe?
—¿Qué crees que hago? ¿Hablar solo? ¿Cuáles son las últimas noticias de Asia?
—No hay nada nuevo. Los estímulos no son bastante fuertes. Los hombres amarillos parecen ser más insensibles que los dominantes blancos de América y Europa. Sin embargo, he ordenado que no aumenten los estímulos.
—No, no podemos hacerlo —convino Porus—. No debemos arriesgarnos a provocar un pánico
activo —
reflexionó en silencio—. Escucha, casi lo hemos conseguido. Diles que ataquen algunas ciudades grandes —son más susceptibles— y se vayan.
Volvió otra vez junto a la ventana.
—Espacio, ¡qué mundo… qué mundo! Se ha descubierto una nueva rama de la psicología… con la que nunca habíamos soñado. Psicología de masas, Haridin, psicología de masas —sacudió la cabeza con solemnidad.
—No obstante, hay mucho sufrimiento, jefe —musitó el joven—. Este pánico pasivo ha paralizado completamente la industria y el comercio. Toda la vida de negocios del planeta se ha estancado. El pobre gobierno es impotente… no sabe lo que ocurre.
—Lo averiguarán… cuando yo quiera. Y, en cuanto al sufrimiento… bueno, a mí tampoco me gusta, pero es un medio de llegar al fin, un fin muy importante.
Siguió un corto silencio, y después los labios de Porus se contrajeron en una desagradable sonrisa.
—Aquellos cinco papanatas regresaron ayer de Europa, ¿verdad?
Haridin también sonrió y asintió enérgicamente.
—¡Y muy disgustados! Sus predicciones corresponden al quinto lugar decimal. Están fuera de sí.
—¡Perfecto! Sólo lamento no poder ver la cara de Obel en este momento, después del último mensaje que le he enviado. Y, por cierto —su voz bajó de tono—, ¿qué hay de
ellos?
Haridin alzó dos dedos.
—¡Dos semanas, y estarán aquí!
Los cinco científicos del consejo levantaron la vista de sus notas y cayeron en un embarazoso silencio cuando Porus entró.
Este sonrió pícaramente.
—¿Notas satisfactorias, caballeros? Sin duda habrán encontrado unos cincuenta o sesenta errores en mis suposiciones fundamentales, ¿verdad?
Hybron Prat, de Alfa Cefeo, se mesó la pelusa gris que él llamaba cabello.
—No confío en los tremendos trucos que juega esta alocada anotación matemática suya.
—Pues invente otra mejor. Hasta ahora, ha hecho un buen trabajo con las reacciones, ¿no creen?
Se oyó un discordante coro de gargantas que se aclaraban, pero no una respuesta determinada.
—¿No creen? —tronó Porus.
—Bueno, ¿y qué? —contestó Kim Winson, desesperadamente—. ¿Dónde está su pánico? Todo esto está muy bien. Estos humanoides son unos fenómenos cósmicos, pero ¿dónde está la demostración que iba a hacernos?
—Están vencidos, caballeros, están vencidos —se jactó el pequeño y experto psicólogo—. He demostrado mi punto de vista. Este pánico pasivo es tan imposible según la psicología clásica como la forma activa. Ahora tratan de negar los hechos y salvar la cara, insistiendo en un tecnicismo. Vuelvan a casa; vuelvan a casa, caballeros, y escóndanse debajo de la cama.
Inar Tubal le miró con ira. Tenía los ojos inyectados en sangre.
—Pánico activo o nada, Tan Porus. Es lo que nos prometió, y es lo que tendremos. Queremos que lo cumpla al pie de la letra o, por el espacio y el tiempo, insistiremos en cualquier tecnicismo. ¡Pánico activo o reportaremos el fracaso!
Porus se encolerizó y, con un tremendo esfuerzo, habló serenamente.
—Sean razonables, caballeros. No disponemos del equipo necesario para controlar el pánico activo. Nunca nos hemos encontrado con la superforma que podría adoptar en la Tierra. ¿Y si escapa a nuestro control?
—Aíslelo, entonces —exclamó Semper Gor—. Enciéndalo y sofóquelo. Disponga todos los preparativos que quiera, pero ¡hágalo!
—Si puede —gruñó Hybron Prat. Pero Tan Porus tenía
su
punto débil. Su irritable carácter se desató.
—¡Se saldrán con la suya, cabezas de chorlito! Se saldrán con la suya, pero váyanse al espacio exterior —la pasión le embargaba—. Lo provocaremos aquí mismo, en Terrápolis, en cuanto los hombres vuelvan a casa. ¡Pero será mejor que todos ustedes se pongan a salvo!
Tan Porus corrió las cortinas con un movimiento de su mano, y los cinco psicólogos que le observaban desviaron la mirada. Las calles de la capital de la Tierra estaban desiertas de población civil. El ordenado ruido de los militares que patrullaban en las autopistas de la ciudad sonaba como un canto fúnebre.
—Ha sido muy peligroso, colegas —la voz de Porus expresaba cansancio—. Si hubiera sobrepasado los límites de la ciudad, nunca hubiésemos podido detenerlo.
—¡Horrible, horrible! —murmuró Hybron Prat—. Ha sido una escena que cualquier psicólogo hubiera dado su brazo derecho por presenciar… y su vida por olvidar.
—¡Y esto son humanoides! —gimió Kim Winson. Semper Gor se levantó con súbita decisión.
—¿Comprende la importancia de esto, Porus? Estos terrícolas son incontrolable atomita. No se pueden controlar. Con su psicología de masas, su pánico de masas, su superemocionalismo, no encajan en la imagen de los humanoides.
Porus enarcó las cejas.
—¡Cometa de gas! Individualmente, somos tan emotivos como ellos. Ellos lo llevan a la acción de masas y nosotros no; ésa es la única diferencia.
—¡Y es suficiente! —exclamó Tubal—. Hemos adoptado una decisión, Porus. Lo hicimos anoche, en el punto culminante de… de… de
esto.
No debemos ocuparnos del sistema solar. Es un lugar apestado y no queremos nada parecido. En cuanto concierne a la galaxia, Homo Sol será puesto en una estricta cuarentena. ¡Esto es terminante!
El rigeliano se echó a reír.
—Para la galaxia, puede ser terminante. Pero
¿y
para Homo Sol?
Tubal se encogió de hombros.
—Eso no nos concierne. Porus volvió a reírse.
—Dígame, Tubal. Entre nosotros, ¿ha intentado hacer una integración temporal de la ecuación 128 seguida por expansión con tensores carolinos?
—No-o. No lo he hecho.
—Bueno, pues eche una ojeada a estos cálculos y diviértase.
Naru Helvin rompió las hojas con un movimiento espasmódico.
—Es mentira —gritó.
—Actualmente, les llevamos mil años de adelanto, y para ese tiempo les llevaremos otros doscientos años —exclamó Tubal—. No podrán hacer nada contra la masa de la gente de la galaxia.
Tan Porus se rió con una monotonía sumamente desagradable.
—Siguen sin creer en las matemáticas. Esto forma parte de su línea de conducta, claro. Muy bien, veamos si los expertos pueden convencerles… como debería ser, a menos que el contacto con estos humanoides fuera dé lo normal les haya afectado. ¡Joselin… Joselin Arn… venga!
El comandante centauriano entró, saludó automáticamente, y permaneció a la expectativa.
—¿Podría una de sus naves derrotar una de las naves de Sol en batalla, si fuera necesario? Arn sonrió amargamente.
—Imposible, señor. Estos humanoides rompen la ley de Kraut en pánico… y también luchando. Tenemos una dotación de expertos a cargo de nuestras naves. Esta gente tiene una única tripulación que funciona como una unidad, sin individualismo. Manifiestan una forma de lucha… pánico, creo que es la palabra mejor. Cada individuo de las naves se convierte en un órgano de las mismas. Con nosotros, ya lo saben, eso es imposible.
«Además, este mundo es una masa de genios locos. Sé que tomaron no menos de veintidós interesantes pero inútiles aparatos que vieron en el Museo de Thalsoon cuando nos visitaron; los desmontaron y produjeron a partir dé ellos los inventos militares más desagradables que he visto. ¿Recuerdan el tiralíneas gravitacional de Julmun Thill, empleado —con muy poca efectividad— para localizar depósitos minerales antes de que se inventara el método moderno de potencial eléctrico? Lo han convertido —no sé cómo— en uno de los directores de fuego automático más mortífero que he tenido la desgracia de ver.
—Nosotros —dijo Tan Porus con alborozo— tenemos una flota mucho mayor que la suya. Podríamos arrollarlos, ¿verdad?
Joselin Arn movió la cabeza.
—Derrotarlos ahora… probablemente. Pero no los arrollaríamos, y no me atrevería a apostar por ello. Yo no votaría por atacarlos. El problema reside, en el plano militar, en que esta colección de maníacos de los aparatos inventa cosas con una velocidad terrible.
—¿Qué será —preguntó Porus con amabilidad— de nuestra posición militar si nos limitamos a ignorarlos completamente durante doscientos años?
Joselin Arn soltó una explosiva carcajada.
—Si podemos, que significa
si
nos dejan. Responderé sin pensar y con seguridad. Es lo único que me preocupa en este momento. Doscientos años para explorar los nuevos caminos sugeridos por su breve contacto con nosotros y harán cosas que no puedo imaginar. Esperen doscientos años y no habrá una batalla; habrá una anexión. Tan Porus se inclinó ceremoniosamente.