Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Quién era Tom, Max? —inquirió dulcemente Scanlon.
—Era el único que había igual que yo. Era más joven, quince años, pero murió —Levantó la vista de la mesa, con la ira reflejada en sus ojos—. Ellos le mataron, señor Scanlon. ¡Era tan joven y tan amigable! No podía resistir la soledad como yo. Necesitaba amigos y diversión, y… no tenía a nadie más que a mí. Y cuando murió yo tampoco pude resistirlo más. Me fui.
—Ellos querían ser amables, Max. No tendrías que haber hecho eso. Vosotros no sois como las demás personas; no os comprenden. Y deben de haber hecho algo por vosotros. Tú hablas como si fueras una persona instruida.
—Podía asistir a las clases, es verdad —asintió él, sombríamente—. Pero tenía que sentarme en un rincón, lejos de los demás. Aunque me dejaban leer todo lo que quería y eso es algo que les agradezco.
—Bueno, Max. No te trataban tan mal, ¿verdad?
Max levantó la cabeza y miró fijamente al otro con desconfianza.
—No me hará volver, ¿verdad? —y se incorporó, como si estuviera dispuesto a echar a correr.
Scanlon tosió con desasosiego.
—Desde luego, si tú no quieres volver, yo no te obligaré. Pero sería lo mejor para ti.
—No lo sería —gritó Max con vehemencia.
—Bueno, ésta es tu opinión. De cualquier modo, creo que ahora es preferible que te vayas a dormir. Lo necesitas. Ya hablaremos por la mañana.
Condujo al todavía desconfiado híbrido a la segunda planta, y señaló un reducido dormitorio.
—Será el tuyo durante esta noche. Yo estaré en la habitación contigua más tarde, y si necesitas algo no tienes más que gritar —Se volvió para marcharse, y entonces se le ocurrió una idea—. Pero recuerda, no debes tratar de escaparte durante la noche.
—Palabra de honor. No lo haré.
Scanlon se retiró pensativamente a la habitación que le servía de estudio. Encendió una lámpara de luz mortecina y se sentó en un gastado sillón. Estuvo diez minutos sin moverse, y por primera vez en seis años pensó en algo distinto a su sueño de energía atómica.
Se oyó un discreto golpe en la puerta, y tras su gruñido de asentimiento entró Beulah. Tenía el ceño fruncido y se mordía los labios. Se plantó firmemente delante de él.
—¡Oh, Jefferson! ¡Pensar que ibas a hacer una cosa así! Si tu pobre madre supiera…
—Siéntate, Beulah —Scanlon señaló otro sillón—, y no te preocupes de mi madre. No le hubiera importado.
—No. Tu padre también era un bobo de buen corazón. Tú eres como él, Jefferson. Primero gastas todo tu dinero en estúpidas máquinas que cualquier día harán estallar la casa… y ahora recoges a esa horrible criatura de la calle… Dime, Jefferson —hubo una pausa solemne y temerosa—, ¿piensas quedártelo?
Scanlon sonrió malhumoradamente.
—Creo que sí, Beulah. No puedo hacer otra cosa.
Una semana más tarde, Scanlon se encontraba en su laboratorio. Durante la última noche, su cerebro, descansado por el cambio en la monotonía aportado por la presencia de Max, había pensado en una posible solución al misterio del fallo de su máquina. Quizá algunas piezas estuvieran defectuosas. La más pequeña imperfección en cualquiera de ellas podía ser la causa de su ineficacia.
Se concentró en el trabajo con entusiasmo. Al cabo de media hora la máquina estaba desmontada sobre su mesa de trabajo, y Scanlon la miraba con desconsuelo desde el alto taburete donde se hallaba sentado.
Apenas oyó cómo se abría y cerraba la puerta con suavidad. Hasta que el intruso hubo tosido dos veces, el absorto inventor no se dio cuenta de su presencia.
—Oh… eres tú, Max —su abstraída mirada le reconoció—. ¿Querías verme?
—Si está ocupado, puedo esperar, señor Scanlon. —Aquella semana no había eliminado su timidez—. Pero había muchos libros en mi habitación.
—¿Libros? Oh, haré que los saquen, si no los quieres. Supongo que no te interesarán… Son libros de texto en su mayoría, si no recuerdo mal. Quizá demasiado adelantados para ti.
—Oh, no son muy difíciles —le aseguró Max. Señaló un libro que llevaba—. Sólo quería que me explicara una cosa de la mecánica cuántica. Hay unas operaciones del cálculo integral que no acabo de entender. Me preocupa. Aquí… espere a que lo encuentre.
Pasó rápidamente algunas páginas, pero se detuvo de repente al fijarse en lo que le rodeaba.
—Oh, dígame… ¿está desmontando su invento?
La pregunta recordó de nuevo a Scanlon todas sus dificultades. Sonrió con amargura.
—No, aún no. Pensé que podía haber alguna equivocación en el aislamiento o las conexiones que le impidiera funcionar. No la hay… he cometido un error en alguna parte.
—¡Qué lástima, señor Scanlon! —La suave frente del híbrido se frunció tristemente.
—Lo peor de todo es que no se me ocurre qué es lo que está mal. Estoy seguro de que la teoría es perfecta… lo he comprobado de todas las formas posibles. He repasado los cálculos matemáticos una y otra vez, y siempre da el mismo resultado. Unos campos con una distorsión espacial de tanta intensidad, reducirían el átomo a añicos. Pero no ocurre así.
—¿Puedo ver las ecuaciones?
Scanlon miró irónicamente a su pupilo, pero no vio en su rostro más que el más profundo interés. Se encogió de hombros.
—Están allí… debajo de aquel montón de hojas amarillas que hay sobre la mesa. Pero no sé si podrás leerlas. No he tenido ganas de mecanografiarlas, y mi escritura es muy mala.
Max las estudió cuidadosamente y volvió las páginas una a una.
—Me parece que son demasiado complicadas para mí.
El inventor esbozó una sonrisa.
—Ya me lo parecía, Max.
Scanlon paseó una mirada por la iluminada estancia, y le acometió un súbito acceso de ira. ¿Por qué no funcionaba aquello? Se levantó violentamente y descolgó el abrigo.
—Voy a salir, Max —dijo—. Di a Beulah que no me haga nada caliente para comer. Estaría frío antes de que yo hubiera vuelto.
Era por la tarde cuando abrió la puerta principal, y el hambre que sentía no era lo bastante aguda cómo para impedir que se diera cuenta, con un sobresalto de asombro, de que había alguien trabajando en su laboratorio. Llegó a sus oídos un penetrante zumbido seguido por un momentáneo silencio y después otra vez el zumbido, que ahora se convirtió en un crujido que duró un instante y desapareció.
Atravesó el vestíbulo en dos zancadas y abrió de par en par la puerta del laboratorio. La imagen que vieron sus ojos le sumió en una actitud del más puro asombro… de la más aturdida incomprensión.
Lentamente, entendió el mensaje de sus sentidos. Su precioso motor atómico había vuelto a ser montado, pero esta vez de forma tan extraña que era absurdo, pues ni siquiera sus diestros ojos veían una relación razonable entre las diversas partes. Se preguntó estúpidamente si era una pesadilla o una broma, y entonces todo se le aclaró de pronto, pues en el otro extremo de la habitación estaba la inconfundible imagen de una mata de cabello plateado que sobresalía de un banco, oscilando lentamente de un lado a otro, a medida que su oculto propietario se movía.
—¡Max! —gritó el aturdido inventor, dominado por la telera. Evidentemente, el inconsciente muchacho había permitido que su interés le indujera a realizar inútiles y peligrosos experimentos.
Al oírlo, Max levantó un rostro pálido que, a la vista de su tutor, se volvió rojo oscuro. Se acercó a Scanlon con pasos reacios.
—¿Qué has hecho? —gritó Scanlon, contemplándole con furia—. ¿Sabes con lo que has estado jugando? Hay bastante potencial en este aparato como para electrocutarte en un segundo.
—Lo siento, señor Scanlon. Tuve una idea bastante tonta cuando miré las ecuaciones, pero no me atreví a decir nada porque usted sabe mucho más que yo. Cuando se fue, no pude resistir la tentación de intentarlo, aunque no pretendía llegar hasta tan lejos. Creí que volvería a tenerlo desmontado cuando usted regresara.
Hubo un silencio que duró largo rato. Cuando Scanlon habló de nuevo, su voz era curiosamente dulce:
—Bueno, ¿qué has hecho?
—¿No se enfadará?
—Es un poco tarde para eso. De cualquier modo, no podías haberlo hecho mucho peor.
—Pues, en sus ecuaciones, me he fijado —extrajo una hoja y después otra y señaló— que siempre que aparece la expresión representante de los campos de distorsión espacial, se refiere a una función de x
2
+ y
2
+ z
2
. Ya que los campos, por lo que he podido ver, siempre aparecían como constantes, eso le proporcionaría la ecuación de una esfera.
Scanlon asintió.
—Ya me había fijado en eso, pero no tiene nada que ver con el problema.
—Bueno, yo pensé que eso podía indicar el arreglo necesario de los campos individuales, así que he desconectado los distorsionadores y los he vuelto a fijar en una esfera.
El inventor estaba con la boca abierta.
La misteriosa disposición de su invento ya le parecía clara… y lo que es más, eminentemente sensata.
—¿Funciona? —preguntó.
—No estoy completamente seguro. Las piezas no han sido hechas para esta disposición, así que esto sólo es un burdo arreglo. Además, hay el error de la constante…
—Pero ¿funciona? ¡Cierra el interruptor, maldita sea! —Scanlon volvía a ser fuego e impaciencia.
—Muy bien, retroceda. Disminuiré la energía a un décimo de la normal para que no tengamos más potencia de salida de la que podemos soportar.
Cerró el interruptor con lentitud, y en el momento del contacto, una brillante bola de fuego blancoazulada surgió de las profundidades de la cámara central de cuarzo. Scanlon entornó automáticamente los ojos, y consultó el indicador de la potencia. La aguja subía continuamente y no se detuvo hasta llegar al límite superior.
La llama seguía ardiendo, aparentemente sin desprender calor, aunque junto a su luz, de intensidad más brillante que un destello de magnesio, las luces eléctricas se convirtieron en un mortecino resplandor amarillento.
Max volvió a abrir el interruptor y la bola de fuego enrojeció y se apagó, sumiendo la estancia en una luz comparativamente oscura y roja. El indicador de potencia volvió a descender a cero y Scanlon sintió que le fallaban las rodillas al dejarse caer en una silla.
Contempló fijamente al confundido híbrido y en su mirada había respeto y admiración, y también algo más, pues reflejaba temor. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que el híbrido no era de la Tierra ni de Marte, sino de una raza aparte. Entonces se fijó en la diferencia, pero no en los casi imperceptibles cambios físicos, sino en el profundo abismo mental que sólo ahora comprendía.
—¡Energía atómica! —exclamó roncamente—. Y resuelta por un muchacho que aún no tiene veinte años.
La confusión de Max era penosa.
—Usted ha hecho todo el trabajo, señor Scanlon, durante años y años. Yo sólo me he fijado en un pequeño detalle que usted mismo podría haber visto cualquier día —Su voz se desvaneció ante la mirada fija y resuelta del inventor.
—Energía atómica… el mayor descubrimiento del hombre hasta nuestros días, y la tenemos nosotros dos.
Ambos —tutor y pupilo— parecían atemorizados ante la grandeza y poder de lo que habían creado.
Y en aquel momento… la era de la electricidad terminó.
Jefferson Scanlon chupó su pipa con satisfacción. Fuera, caía la nieve y el frío del invierno llenaba el aire, pero en el interior de la casa, envuelto en un calor confortable, Scanlon fumaba y sonreía para sí. Enfrente, Beulah, con la misma felicidad tranquila, tarareaba en voz baja al tiempo que chasqueaba las agujas de tejer, deteniéndose sólo ocasionalmente cuando sus dedos tropezaban con una porción de dibujo insólitamente complicada. Max estaba sentado en el rincón próximo a la ventana, ocupado en su habitual pasatiempo de la lectura, y Scanlon reflexionaba con vaga sorpresa que, últimamente, Max había limitado sus lecturas a novelas intrascendentes.
Habían ocurrido muchas cosas desde aquel día de grata memoria de hacía un año. En primer lugar, Scanlon era ahora famoso en todo el mundo y un científico adorado por todos, y hubiera sido muy raro que no fuera lo bastante humano como para sentirse orgulloso de ello. En segundo lugar, e igualmente importante, la energía atómica estaba transformando el mundo.
Scanlon daba gracias, una y otra vez, de que la guerra fuera algo que había terminado hacía dos siglos, pues, de lo contrario, la energía atómica hubiera significado la ruina final de la civilización. De hecho, la coalición de energía mundial que ahora controlaba la gran fuerza de la energía atómica se reveló como una verdadera bendición y la introducía en la vida del hombre en las etapas lentas y graduales necesarias para prevenir un cataclismo económico.
Los viajes interplanetarios ya habían sido revolucionados. De peligrosos riesgos, los viajes a Marte y Venus se habían convertido en paseos de vacaciones que se llevaban a cabo en un tercio del tiempo precedente, y los viajes a los planetas exteriores por lo menos eran factibles.
Scanlon se recostó más en el sillón, y ponderó una vez más el único punto que estropeaba todo el maravilloso encanto del que estaba rodeado. Max había rehusado cualquier honor. Tempestuosa y violentamente, se negó incluso a que su nombre fuera mencionado. La injusticia que ello suponía irritaba a Scanlon, pero aparte de una vaga mención a «inteligentes ayudantes» no había dicho nada; y pensarlo todavía le hacía sentirse como un sinvergüenza.
Un ruido penetrante y explosivo le despertó de su ensoñación y dirigió hacia Max una mirada sorprendida, viendo que éste había cerrado súbitamente el libro con un golpe de mal humor.
—Pero —exclamó Scanlon— ¿qué sucede ahora?
Max lanzó el libro hacia un lado y se levantó, con el labio inferior fruncido.
—Estoy solo, eso es todo.
Scanlon bajó la cabeza, y se concentró en una incómoda búsqueda de palabras.
—Te comprendo, Max —dijo dulcemente, al cabo de un rato—. Lo siento por ti, pero las condiciones… son tan…
Max se aplacó, y animándose, colocó cariñosamente un brazo sobre el hombro de su padre adoptivo.
—Ya sabes que no me refería a eso. Es que… bueno, no sé cómo decirlo, pero es que… llegas a desear tener a alguien de tu edad con quien hablar… alguien de tu misma clase.
Beulah levantó la vista y fijó una penetrante mirada en el joven híbrido, pero no dijo nada. Scanlon reflexionó.