Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Finalmente se detuvo.
—No tiene sentido —dijo débilmente.
—¡Ya lo sé! He tratado de explicar esta reacción seis veces en seis formas distintas… y he fracasado siempre. Aunque construya un sistema que demuestre por qué se duerme, no puedo hacer que explique el carácter específico del estímulo.
—¿Es altamente específico? —preguntó Lo-fan, con una voz que alcanzó sus registros más altos.
—Eso es lo peor de todo —gritó Tan Porus. Se inclinó hacia delante y golpeó al otro en la rodilla—. Si cambia la longitud de onda de alguna de las unidades luminosas en cincuenta ángstroms,
cualquiera
de ellas, no se duerme. Cambie la longitud de duración de una unidad luminosa en dos segundos… No se duerme. Cambie el declive del tono del final un octavo de octava… No se duerme.
Pero
si hace la combinación correcta, se sume inmediatamente en el letargo.
—¡Galaxia! —murmuró Lo-fan—. ¿Cómo logró tropezar con la combinación?
—No lo hice yo. Ocurrió en Beta Draconis. Un colegio de tercera sometía a sus estudiantes de primer año a un período de laboratorio, para que experimentaran las reacciones de luz y sonido sobre los moluscos… Hace años que lo hacen. Un estudiante prueba sus combinaciones de luz y sonido y su maldito ejemplar se duerme. Naturalmente, se asusta hasta perder los estribos y lo explica al profesor. El profesor vuelve a intentarlo con otro calamar… Se duerme. Cambian la combinación… No ocurre nada. Vuelven a la original… Se duerme. Tras convencerse de que no sacarán nada en claro, lo envían a Arturo y me lo someten. Hace seis meses que no puedo dormir por las noches.
Se oyó una nota musical y Porus se volvió con impaciencia.
—¿Qué pasa?
—Un mensajero del presidente delegado del Congreso, señor —dijo una voz metálica a través del transmisor que había sobre su mesa.
—Que entre.
El mensajero no se quedó más que el tiempo necesario para entregar a Porus un sobre impresionantemente sellado y para decir en un tono cordial:
—Una gran noticia, señor. El sistema de Sol ha sido calificado para entrar.
—¿Y qué? —dijo Porus en voz baja cuando el otro se fue—. Todos sabíamos que ocurriría.
Rasgó el envoltorio exterior de celofán del sobre y extrajo el fajo de papeles que había dentro.
—¡Oh, Rigel!
—¿Qué sucede? —preguntó Lo-fan.
—Estos políticos siguen molestándome con las cosas más inconsecuentes. Parece como si no hubiera más psicólogos en Erón. ¡Mire! Ya hace siglos que esperamos que el sistema solar resuelva el principio del híper-átomo. Finalmente lo han hecho y una expedición suya aterriza en Alfa Centauro. Inmediatamente, ¡hay una fiesta política! Hemos de enviar una expedición nuestra para pedirles que se unan a la Federación. Y, claro está, debemos llevar a un psicólogo que formule la solicitud de modo correcto para asegurarnos de que reaccionarán bien, porque, en honor a la verdad, no hay ni un solo hombre en todo el ejército que haya recibido la apropiada formación en psicología.
Lo-fan asintió con seriedad.
—Lo sé, lo sé. Nosotros tenemos el mismo problema. No necesitan la psicología hasta que tienen dificultades y entonces acuden corriendo.
—Bien, está decidido.
Yo
no iré a Sol. Este calamar durmiente es algo demasiado importante como para abandonarlo.
—¿A quién enviará?
—No lo sé. Tengo varios jóvenes a mis órdenes que harían este tipo de cosas con los ojos cerrados. Enviaré a uno de ellos. Y, mientras tanto, le veré mañana en la reunión del cuerpo docente, ¿verdad?
—Me verá… y me oirá, también. Daré una conferencia sobre el estímulo producido por el contacto de un dedo.
Una vez solo, Porus se volvió una vez más hacia el informe oficial sobre el sistema solar que el mensajero le había entregado. Lo hojeó distraídamente, sin particular interés, y acabó por dejarlo con un suspiro.
—Lor Haridin podría hacerlo —murmuró para sí—. Es un buen muchacho… Se merece una oportunidad.
Levantó su pequeño cuerpo de la silla y, con el informe debajo del brazo, salió del despacho y recorrió el pasillo que había fuera. Al detenerse frente a una puerta del extremo, se encendió una luz intermitente automática y, desde dentro, una voz le invitó a entrar.
El rigeliano abrió la puerta e introdujo la cabeza.
—¿Ocupado, Haridin?
Lor Haridin levantó la vista y se puso en pie.
—¡Gran espacio, jefe, no! No he tenido nada que hacer desde que terminé el trabajo de las reacciones coléricas. ¿Quizá tiene algo para mí?
—Así es…, si crees que serás capaz de hacerlo. Has oído hablar del sistema solar, ¿verdad?
—¡Claro! Los visores no hablan de otra cosa. Han hecho posibles los viajes interestelares, ¿verdad?
—Exacto. Dentro de un mes, parte una expedición de Alfa Centauro hacia Sol. Necesitan un psicólogo que realice el trabajo, y he pensado en enviarte a ti.
El joven científico enrojeció de placer hasta la misma coronilla de su pelada cabeza.
—¿Lo dice en serio, jefe?
—¿Por qué no? Es decir, si crees que puedes hacerlo.
—Claro que puedo —Haridin se enderezó con dignidad ofendida—. ¡Reacción de tipo A! No puedo equivocarme.
—Ya sabes que tendrás que aprender su idioma y administrar el estímulo en lengua solar. No siempre es un trabajo fácil.
Haridin se encogió de hombros.
—Aun así no puedo equivocarme. En un caso como éste, la traducción sólo tiene que ser el setenta y cinco por ciento efectiva, para conseguir el noventa y nueve con seis por ciento del resultado deseado. Este fue uno de los problemas que tuve que resolver en el examen de calificación. No puede cogerme en falta en este punto.
Porus se echó a reír.
—Muy bien, Haridin, sé que puedes hacerlo. Arregla todo lo que tengas pendiente aquí en la Universidad y firma el impreso por ausencia indefinida. Y si puedes, Haridin, escribe algún tratado sobre esos solares. Si es bueno, podrías conseguir el nivel superior.
El joven psicólogo frunció el ceño.
—Pero, jefe, esto es agua pasada. Las reacciones humanoides son tan conocidas como…, como…
No
se puede escribir nada sobre ellas.
—Siempre hay algo si se busca lo suficiente, Haridin. No hay nada conocido; recuérdalo. Si miras la página 25 del informe, verás un párrafo que habla del cuidado con que los solares se arman al dejar sus naves.
El otro buscó la página mencionada.
—Es razonable —dijo—. Una reacción completamente normal.
—Desde luego. Pero insistieron en conservar sus armas durante toda su estancia, aunque fueron recibidos y agasajados por humanoides amigos. Esto es una desviación de la normalidad bastante perceptible. Investígalo… podría ser interesante.
—Como usted diga, jefe. Muchísimas gracias por esa oportunidad. Y dígame, ¿cómo sigue el calamar?
Porus arrugó la nariz.
—Mi sexto intento concluyó y murió ayer. Es muy desagradable. —Y con estas palabras, se fue.
Tan Porus de Rigel temblaba de rabia al doblar el montón de papeles que tenía en las manos y romperlos por la mitad. Conectó el transmisor.
—Póngame inmediatamente con Santins, del departamento de cálculo —ordenó.
Sus ojos verdes despidieron llamas al ver la plácida figura que apareció casi en seguida en el visor. Blandió el puño ante la imagen.
—¿Para qué demonios es el análisis que acaba usted de enviarme, gusano de Betelgeuse?
Las cejas de la imagen se levantaron con apacible sorpresa.
—No me culpe a mí, Porus. Eran sus ecuaciones, no mías. ¿Dónde las consiguió?
—Eso no le importa. Es asunto del departamento de psicología.
—¡De acuerdo! Y resolverlas es asunto del departamento de cálculo. Es la séptima serie de las ecuaciones más increíblemente absurdas que he visto en mi vida. Pero ésta ha sido la peor. Por lo menos ha formulado usted diecisiete premisas que no tenía derecho a formular. Nos ha costado dos semanas arreglárselas, y finalmente las hemos reducido…
Porus saltó como si le hubieran pinchado.
—Sé a qué las han reducido. Acabo de romper las hojas. Tiene usted dieciocho variables independientes en veinte ecuaciones, el equivalente a dos meses de trabajo, y las resuelve al final de la última página con esta joya de la sabiduría dogmática:
a
es igual a
a.
Todo este trabajo… y lo único que consigo es una identidad.
—No es culpa mía, Porus. Usted razona en círculos, y en matemáticas eso significa una identidad, y no hay nada que podamos hacer para remediarlo. Además, ¿de qué se queja?, a es igual a
a,
¿verdad?
—¡Cállese! —el transmisor fue desconectado, y el psicólogo reprimió su excitación.
La señal luminosa del transmisor volvió a encenderse.
—¿Qué quiere ahora?
—Un mensaje del gobierno, señor.
—¡Maldito gobierno! Dígale que me he muerto.
—Es importante, señor. Lor Haridin ha regresado de Sol y quiere verle.
Porus frunció el ceño.
—¿Sol? ¿Qué Sol? Oh, ya me acuerdo. Dígale que suba, pero que se dé prisa.
—Adelante, Haridin —dijo un poco después, con la voz más apaciguada, cuando entró el joven arturiano, algo más delgado y cansado que seis meses atrás, cuando dejó el sistema de Arturo.
—¿Y bien, joven? ¿Has escrito el tratado?
—¡No, señor!
—¿Por qué no? —Los ojos verdes de Porus observaron al otro con minuciosidad—. No me digas que has tenido dificultades.
—Algunas, jefe —pronunció estas palabras con esfuerzo—. El propio Consejo de Psicología le manda llamar tras oír mi informe. La cuestión es que el sistema solar ha… ha rehusado unirse a la Federación.
—¿Quéeee?
Haridin asintió miserablemente y se aclaró la garganta.
—¡Por la gran nebulosa oscura —juró el rigeliano, enloquecido— que hoy ha sido un día maravilloso! Primero, me dicen que
a
es igual a a, y después vienes tú y me dices que has fallado una reacción de tipo A…
fallado completamente!
El joven psicólogo se encolerizó.
—No fallé. Hay algo extraño en los solares. No son normales. Cuando aterrizamos, se volvieron locos con nosotros. Hubo una celebración fantástica… completamente desenfrenada. No había nada demasiado bueno para nosotros. Formulé la invitación ante su parlamento en su propio idioma… uno muy sencillo que llaman esperanto. Apostaría la vida a que mi traducción fue el noventa y nueve por ciento efectiva.
—¿Bien? ¿Y después?
—No entiendo el resto? jefe. Primero, hubo una reacción neutral y yo me sorprendí un poco, y después —se estremeció al recordarlo—, a los siete días, sólo siete días, jefe, todo el planeta había cambiado por completo.
»Y eso no es más que el principio. Fue muchos años-luz peor que eso. Por toda la galaxia, investigué hasta el fin las reacciones de tipo G, tratando de explicármelas, y no pude. Al final,
tuvimos
que irnos. Estábamos en verdadero peligro
físico
frente a esos…, esos terrícolas, como se denominan a sí mismos.
—¡Muy interesante! ¿Has traído el informe?
—No. Lo tiene el Consejo de Psicología. Han pasado todo el día estudiándolo con microscopio.
—¿Y qué dicen?
—No lo dicen abiertamente, pero dan la inequívoca impresión de creer que el informe es erróneo.
—Bueno, ya decidiré si es cierto después de haberlo leído. Mientras tanto, acompáñame a la Cámara parlamentaria y por el camino me contestarás a unas cuantas preguntas.
Joselin Arn, de Alfa Centauro, se frotaba el mentón cubierto de pelo con su enorme mano de seis dedos y escudriñaba, por debajo de sus prominentes cejas, el semicírculo de diferentes rostros que le contemplaban.
—Hemos sido informados —empezó Frían Obel, presidente del Consejo y nativo de Vega, patria de los hombres de piel verde— de que las secciones del informe que versan sobre el estamento militar son trabajo
suyo.
Joselin Arn inclinó la cabeza.
—¿Y está usted dispuesto a confirmar lo que ha declarado aquí, a pesar de su inherente improbabilidad? Ya sabe que no es usted psicólogo.
—¡No! ¡Pero soy soldado! —el centauriano adelantó las mandíbulas con obstinación, mientras su voz resonaba en toda la cámara—. No entiendo de ecuaciones, ni de gráficas… pero
sí
que entiendo de naves espaciales. He visto las suyas y las nuestras, y las suyas son mejores. He visto su primera nave interestelar. Concédanles cien años y tendrán mejores motores hiperatómicos que los nuestros. He visto sus armas. Poseen casi todas las que nosotros tenemos, en una etapa de su historia que corresponde a la nuestra de hace milenios. Lo que aún no tienen… lo tendrán, y pronto. Lo que ya tienen, lo mejorarán.
»He visto sus plantas de municiones. Las nuestras son más avanzadas, pero las suyas son más eficientes. He visto a sus soldados… y preferiría luchar con ellos que contra ellos.
—¿Y el resto de su ciencia: medicina, química, física? ¿Qué hay de ello?
—No soy el más indicado para juzgarlas. Sin embargo, usted posee el informe de los entendidos, y a mi entender tienen
razón.
—¿De modo que esos solares son verdaderos humanoides?
—¡Por los mundos de Centauro, sí!
El anciano científico se recostó en su asiento con un gesto de mal humor y paseó una rápida y ceñuda mirada por toda la mesa.
—Colegas —dijo—, no adelantamos nada repitiendo toda esta serie de imposibilidades. Tenemos una raza de humanoides de características superlativamente tecnológicas, que al mismo tiempo posee una creencia intrínsecamente científica en las fuerzas sobrenaturales, una predilección absurda e infantil por el individualismo, singularmente y en grupos, y, lo peor de todo, desprovista de la visión suficiente como para abrazar una cultura de signo galáctico.
Miró al centauriano, que se hallaba frente a él.
—Debe existir una raza así, si prestamos crédito al informe… y los axiomas fundamentales de psicología deben desmoronarse. Pero yo, por lo menos, no creo en tal, para decirlo en términos vulgares, cometa de gas.
La monótona voz del científico fue ahogada repentinamente por el golpe de un puño de hierro sobre la mesa. Joselin Arn, con el cuerpo contorsionado por la ira, perdió la paciencia y desató su cólera.
—Por los retorcidos engendros de Templis, por los gusanos que se arrastran y los mosquitos que vuelan, por todos los lugares inmundos y las epidemias, y por la misma muerte encapuchada,
no voy a permitirlo.
¿Piensa hacer gala de sus teorías y su inacabable sabiduría y negar lo que yo he visto con mis propios ojos?