Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
La Región Norte, en más de un concepto, se llevaba la supremacía. La cosa quedaba bien de manifiesto en el mapa de las oficinas del Vice-coordinador de Ottawa, Hiram Mackenzie, en el cual el Polo Norte ocupaba el centro. A excepción de Europa con sus regiones escandinavas e islándicas, toda la zona norteamericana estaba incluida en la Región Nórdica.
Vagamente, podía ser dividida en dos zonas principales. A la izquierda del mapa se veía toda América del Norte por encima de Río Grande. A la derecha abarcaba todo lo que había sido un tiempo la Unión Soviética. Estas dos áreas juntas representaban el poder central del planeta durante los primeros años de la Edad Atómica. Entre las dos estaba la Gran Bretaña, lengua de la región que lamía Europa. En todo lo alto del mapa, torcidas en una extraña y contorsionada forma, estaban Australia y Nueva Zelanda, también miembros de las provincias de la Región.
Todos los cambios sufridos durante los últimos decenios no habían alterado todavía el hecho que el Norte era el gobernante económico del planeta.
Había por lo tanto, una especie de simbolismo ostentoso en el hecho que todos los mapas que Byerley había visto, sólo el de Mackenzie mostraba toda la Tierra, como si el Norte no temiese la competencia ni necesitase favoritismo para proclamar su supremacía.
—Imposible —dijo tristemente Mackenzie, levantando su vaso de «whisky»—. Señor Byerley, no tiene usted entrenamiento técnico en robótica, según tengo entendido.
—No, no lo tengo.
—¡Humm!… Bien, es lamentable, en mi opinión, que ni Ching, ni Ngoma ni Szegeczowska lo tengan tampoco. Prevalece con exceso entre los pueblos de la Tierra la opinión que un Coordinador tiene que ser simplemente un organizador capaz de conocimientos generalizados y una persona amable. En nuestros días deberían entender en robótica también…, sin propósito de ofensa…
—No la hay. Estoy de acuerdo con usted.
—Tomo, por ejemplo, lo que ha dicho usted ya; que le preocupan las recientes pequeñas perturbaciones que se han producido en la economía mundial. No sé de quién sospecha, pero ha ocurrido ya en el pasado que el pueblo, que debería tener otra opinión, se pregunte qué ocurrirá si se alimenta la Máquina con falsos datos.
—¿Y qué ocurriría, señor Mackenzie?
—Pues… —dijo el escocés moviéndose y suspirando—, todo dato recogido pasa por un complicado sistema de pantallas que comporta un control a la vez humano y mecánico, de manera que el problema no es probable que se suscite. Pero dejemos esto. Los humanos pueden equivocarse, son corruptibles, y los dispositivos mecánicos ordinarios son susceptibles de fallo mecánico.
»El punto crucial del asunto es que lo que llamamos un «dato erróneo» es incompatible con todos los demás datos conocidos. Es el único criterio que tenemos de lo exacto y lo inexacto. Es igualmente el de la Máquina. Ordénele, por ejemplo que dirija la actividad agrícola sobre la base de una temperatura media en julio, en Iowa, de 14° C. No lo aceptará. No dará respuesta. No porque tenga prejuicio alguno contra esta determinada temperatura ni pueda dejar de contestar, sino porque, a la luz de los demás datos que se le han dado a través de un cierto número de años, sabe que las probabilidades de una temperatura media de 14° C. en Iowa, en julio, son prácticamente nulas. Rechaza el dato.
»La única forma como un «falso dato» puede ser insertado en la Máquina es incluyéndolo como parte de un todo consistente, pero de una falsedad demasiado sutil para que la máquina pueda destacarlo, o sobre el cual la Máquina no tenga experiencia. La primera está más allá de la capacidad humana, la segunda es casi esto, y va acercándose cada vez más a ello a medida que la experiencia de la Máquina aumenta con la segunda.
Stephen Byerley se apretó la nariz con los dedos.
—¿Entonces la Máquina no puede ser inducida a error? ¿Cómo explica usted los que se han cometido recientemente, en este caso?
—Mi querido Byerley, veo que sigue usted instintivamente el gran error respecto a que la Máquina…, lo sabe todo. Déjeme usted que le cite un ejemplo de mi experiencia personal. La industria algodonera alquila compradores experimentados que compran el algodón. Su procedimiento es arrancar un puñado de algodón de una de las pacas al azar. Lo miran, lo tocan, comprueban su resistencia, escuchan su crujido, se lo llevan a la lengua, y por este procedimiento determinan la categoría de algodón que contienen las pacas. Hay una docena de ellas. Como resultado de su decisión, las compras se hacen a unos determinados precios, las mezclas se hacen a unas determinadas proporciones. Ahora bien, estos compradores no pueden ser substituidos por la Máquina.
—¿Por qué no? Seguramente los datos pertinentes no son demasiado complicados para ella…
—Probablemente no. Pero, ¿a qué dato se refiere usted? No hay ningún químico textil que sepa exactamente qué es lo que comprueba cuando maneja un puñado de algodón. Probablemente la longitud media de la fibra, su tacto, la extensión y naturaleza de su viscosidad, la forma como se pegan y así sucesivamente. Varias docenas de particularidades, inconscientemente pesadas, fruto de años de experiencia. Pero la naturaleza
cuantitativa
de esta prueba no es conocida; incluso la verdadera naturaleza de algunas de ellas, no lo es tampoco. De manera que no tenemos nada con que alimentar la Máquina. Así ni los mismos compradores pueden explicar su juicio. Sólo pueden decir: «Bien, mírelo. No se puede decir sí es tal o cual clase».
—Comprendo…
—Hay innumerables casos como este. La Máquina no es más que una herramienta, al fin y al cabo, que puede contribuir al progreso humano encargándose de una parte de los cálculos e interpretaciones. La tarea del cerebro humano sigue siendo la que siempre ha sido; la de descubrir nuevos datos para ser analizados e inventar nuevas fórmulas para ser probadas. Es una lástima que la Sociedad Humanitaria no quiera entenderlo así.
—¿Están contra la Máquina?
—Hubieran estado contra las matemáticas o contra el arte de escribir si hubiesen vivido en el tiempo adecuado. Estos reaccionarios de la Sociedad pretenden que la Máquina priva al hombre de su alma. He observado que hombres perfectamente capaces están todavía llenos de prejuicios en nuestra sociedad; necesitamos todavía el hombre que sea suficientemente inteligente para pensar en las preguntas adecuadas. Quizá si pudiésemos encontrar un número suficiente de ellos, estas perturbaciones que le preocupan, Coordinador, no se producirían.
Tierra (Incluyendo el continente deshabitado, la Antártica):
a)
Superficie
: 75.000.000 de kilómetros cuadrados (superficie terrestre).
b)
Población
: 3.300.000.000 de habitantes.
c)
Capital
: Nueva York.
El fuego que relucía detrás del cuarzo estaba ya moribundo. El Coordinador estaba de humor sombrío, amoldándose al fuego.
—Todos disminuyen la gravedad de la situación —dijo en voz baja—. ¿No es fácil creer que se han reído de mí? Y sin embargo… Vincent Silver dice que la Máquina no puede estropearse y tengo que creerle. Hiram Mackenzie dice que no pueden ser alimentadas con falsos datos y tengo que creerle. Pero las máquinas han funcionado mal por una u otra causa, y esto tengo que creerlo también, de manera que…, sólo queda una alternativa.
Miró de soslayo a Susan Calvin que, con los ojos cerrados, parecía dormir.
—¿Cuál es? —preguntó sin embargo al instante.
—Que le han dado los datos correctos y la Máquina ha dado las respuestas correctas, pero no han sido cumplidas. No hay manera en que la máquina obligue a seguir sus dictados.
—Madame Szegeczowska insinuó algo parecido, refiriéndose a los nórdicos en general, me parece. ¿Y qué propósito se busca desobedeciendo a la Máquina? Vamos a estudiar los motivos.
—A mí me parece obvio, y debe parecérselo también a usted. Es cuestión de sacudir la nave, deliberadamente. Mientras la Máquina gobierne, no puede haber ningún conflicto serio en la Tierra en el cual un grupo pueda apoderarse de un mayor poderío del que tiene por lo que juzga ser su propio bien, a pesar de perjudicar la Humanidad como un todo. Sí la fe popular en las máquinas pudiese ser destruida hasta el punto que fuesen abandonadas, imperaría de nuevo la ley de la selva. Y no hay ninguna de las cuatro Regiones que pueda quedar libre de la sospecha de buscar precisamente esto.
»Oriente tiene la mitad de la Humanidad dentro de sus fronteras, y los Trópicos, más de la mitad de los recursos de la Tierra. Ambos pueden considerarse como los gobernantes naturales de toda la Tierra, y ambos se sienten humillados por el Norte y es muy humano buscar un desquite contra esta implacable humillación. Europa tiene una tradición de grandeza, por otra parte. En otros tiempos gobernó la Tierra, y no hay nada tan eternamente adhesivo como el recuerdo del poder.
»Y sin embargo, desde otro punto de vista, es difícil de creer. Tanto el Este como los Trópicos están en un estado de enorme expansión dentro de sus fronteras. Ambos crecen rápidamente. No les pueden quedar energías para aventuras militares. Y Europa no puede hacer más que soñar. Es una cifra, militarmente hablando.
—Así, Stephen —dijo Susan—, ¿deja usted el Norte?
—Sí —respondió Byerley enérgicamente—. Sí. El Norte es el más fuerte, como lo ha sido desde hace un siglo, o por lo menos sus componentes. Pero ahora decae, relativamente. Por primera vez desde los faraones, las regiones Tropicales pueden ocupar su lugar al frente de la civilización y hay nórdicos que lo temen.
—En una palabra, son exactamente aquellos hombres que, negándose conjuntamente a aceptar las decisiones de la Máquina, pueden, en breve plazo, volver el mundo boca abajo…; éstos son los que pertenecen a la Sociedad.
—Susan, esto es consistente. Cinco de los Directores de la World Steel son miembros de ella, y la World Steel sufre de una superproducción. La Consolidated Cinnabar, que explota las minas de mercurio de Almaden, era una sociedad Nórdica. Sus libros están todavía siendo examinados, pero uno, por lo menos, de sus hombres, era miembro. Francisco Villafranca, que retrasó las obras del Canal de México dos meses, era miembro, lo sabemos ya, lo mismo que Rama Vrasayana; no me sorprendió en absoluto descubrirlo.
—Estos hombres, téngalo usted en cuenta, lo han estropeado todo… —dijo Susan pausadamente.
—¡Naturalmente! Desobedecer los análisis de la Máquina es seguir el sendero del error. Los resultados son peores de lo que podrían ser. Es el precio que pagan. De momento lo verán vagamente, pero en la confusión que tarde o temprano surgirá…
—¿Qué proyecta usted hacer, Stephen?
—Es evidente que no hay tiempo que perder. Voy a declarar la Sociedad fuera de la ley y todos sus miembros serán destituidos de cualquier cargo de responsabilidad que ocupen. Y todos los puestos ejecutivos con solicitantes que firmen un juramento de no-adhesión a la Sociedad. Esta representará una cierta infracción a las libertades cívicas básicas, pero estoy seguro que el Congreso…
—¡No servirá de nada!
—¡Eh! ¿Por qué?
—Representaría una predicción. Si intenta usted una cosa así, encontrará obstáculos a cada paso. Lo encontrará imposible de llevar adelante. Verá usted que cada movimiento en este sentido será origen de perturbaciones.
—¿Por qué dice usted esto? —preguntó Byerley, atónito—. Esperaba, al contrario, su aprobación en esta materia…
—No podrá usted conseguirla mientras sus acciones estén basadas en falsas premisas. Admite usted que la Máquina no puede equivocarse, y no puede ser alimentada con falsos datos. Le demostraré que no puede ser desobedecida tampoco, como creé usted que lo está siendo por la Sociedad.
—
Esto
…, no consigo verlo.
—Pues escuche. Toda acción realizada por un dirigente que no siga las exactas instrucciones de la Máquina con la cual trabaja, se convierte en parte de un dato para el siguiente problema. La Máquina, por consiguiente, sabe que el dirigente tiene una cierta tendencia a desobedecer. Puede incorporarse esta tendencia a los datos, incluso cuantitativamente, es decir, juzgando exactamente qué cantidad y en qué dirección la desobediencia se producirá. Sus siguientes respuestas serán suficientemente elusivas en forma que, después de la desobediencia del jefe, vea sus respuestas automáticamente corregidas en la buena dirección. ¡La Máquina
sabe
, Stephen!
—No puede usted estar segura de todo esto. Son simples suposiciones.
—Es una suposición basada en la experiencia de toda una vida entre robots. Hará usted bien en confiar en esta suposición, Stephen.
—Pero, en este caso, ¿que queda? Las Máquinas están en orden y las premisas sobre las cuales trabajan son correctas. Sobre esto nos hemos puesto de acuerdo. Ahora dice usted que no puede ser desobedecida. Entonces…, ¿qué ocurre?
—Usted mismo se ha contestado. ¡
Nada está mal
! Piense en las máquinas un momento, Stephen. Son robots y cumplen la Primera Ley. Pero las máquinas trabajan, no para un solo individuo, sino para toda la Humanidad, de manera que la Primera Ley se convierte en: «Ninguna Máquina puede dañar la Humanidad; o, por inacción, dejar que la Humanidad sufra daño.»
»Muy bien, Stephen, entonces, ¿qué daña la Humanidad? ¡El desequilibrio económico, principalmente, cualquiera que sea la causa! ¿No cree usted?
—Sí, lo creo.
—¿Y qué es lo más probable que produzca desequilibrios económicos en el futuro? Conteste a esto, Stephen.
—Yo diría —respondió Byerley, a regañadientes—, la destrucción de las Máquinas. Y así lo digo, y así lo dirían las Máquinas también. Su primer cuidado, por consiguiente, es conservarse para nosotros. Y así siguen tranquilamente evitando los únicos elementos amenazadores que quedan. No es la Sociedad Humanitaria la que sacude la nave a fin que las Máquinas sean destruidas; sólo ha visto usted el reverso de la medalla. Diga más bien que son las Máquinas las que están sacudiendo la nave…, muy ligeramente…, lo suficiente para liberarse de los pocos que se agarran a ella con el propósito que las Máquinas sean consideradas nocivas para la Humanidad.
»Así, Vrasayana deja su factoría y encuentra un empleo donde no puede hacer daño; no queda seriamente perjudicado, no es incapaz de ganarse la vida, porque la Máquina no puede dañar un ser humano más que mínimamente, y esto sólo para salvar un mayor número. La Consolidated Cinnabar pierde el control de Almaden; Villafranca no es ya el ingeniero civil al frente de un importante proyecto. Y los directores de la World Steel pierden su presa sobre la industria…, o la perderán.