Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
»Pero es imposible que sepa usted todo esto… —insistió Byerley distraídamente—. ¿Cómo podemos correr el riesgo en caso que no tenga usted razón?
—Deben correrlo. ¿Recuerda usted la respuesta de la Máquina cuando le sometió la pregunta? «El caso no admite explicación». La Máquina no dijo que no hubiese explicación, ni que no pudiese determinarla. Dijo sólo que
no admitía
explicación. En otras palabras, «sería perjudicial para la Humanidad tener la explicación de lo ocurrido», y por esto sólo podemos hacer suposiciones…, y seguir suponiendo.
—Pero, ¿cómo puede la explicación sernos perjudicial? Supongamos que tenga usted razón, Susan.
—Pues Stephen, si tengo razón, significa que la Máquina está conduciendo nuestro futuro no única y simplemente como una respuesta directa a nuestras preguntas directas, sino como respuesta general a la situación del mundo y a la sicología humana como un todo. Y sabe que nos puede hacer desgraciados y herir nuestro amor propio. La Máquina no puede, no
debe
, hacernos desgraciados.
»Stephen, ¿cómo sabemos qué es lo que consolidará el bien final de la Humanidad? No tenemos a
nuestra
disposición los infinitos factores que la Máquina tiene a la
suya
. Quizá, para darle un ejemplo incierto, toda nuestra civilización técnica ha creado más infelicidad y miseria de la que ha suprimido. Quizá la civilización agraria o pastoral, con menos cultura y menos gente, sería mejor. En este caso, las Máquinas deben orientarse en esta dirección, preferiblemente sin decírnoslo, ya que en nuestros ignorantes prejuicios sólo sabemos que aquello a que estamos acostumbrados es bueno…, y lucharemos contra todo cambio. O quizá una urbanización completa, una sociedad totalmente desprovista de castas, o una completa anarquía, sea la respuesta adecuada. No lo sabemos. Sólo las Máquinas lo saben y se encaminan hacia ello, llevándonos consigo.
—Pero está usted diciéndome, Susan, que la Sociedad Humanitaria tiene razón; que la Humanidad ha perdido su derecho de voto en el futuro…
—No lo ha tenido jamás, en realidad. Estuvo siempre a la voluntad de unas fuerzas económicas y sociológicas que no entendía, de los caprichos del clima y de los azares de la guerra. Ahora las Máquinas las entienden; y nadie puede detenerlas, ya que las máquinas los dominarían como dominan la Sociedad…, poseyendo, como poseen, las armas más fuertes a su disposición, el absoluto control de nuestra economía.
—¡
Qué horrible
!
—Quizá habría que decir: ¡qué maravilloso! Piense que en todos los tiempos los conflictos han sido evitables. ¡Sólo las Máquinas, a partir de ahora serán inevitables!
Y el fuego se apagó detrás del cuarzo y sólo quedó un hilillo de humo para indicar donde había estado.
—Y eso es todo —dijo la doctora Calvin, levantándose—. Lo he vivido desde el principio, cuando los robots no podían hablar, hasta el final, cuando se interpusieron entre la Humanidad y la destrucción. No veré ya nada más. Usted verá lo que viene ahora…
No volví a ver a Susan Calvin nunca más. Murió el mes pasado a la edad de ochenta y dos años.
“Half-Breeds on Venus”
La húmeda y soñolienta atmósfera vibró violentamente y se partió en dos. La desnuda altiplanicie se estremeció tres veces, cuando los pesados proyectiles en forma de huevo descendieron del espacio exterior. El sonido del aterrizaje retumbó desde las montañas de un lado hasta el frondoso bosque del otro, y después todo volvió a ser silencio.
Una a una, se abrieron tres puertas, y unas figuras humanas salieron en vacilante fila india.
Un millar de ojos contemplaban el paisaje y un millar de bocas charlaban con excitación.
¡Los híbridos habían aterrizado en Venus!
Max Scanlon suspiró con fatiga.
—¡Aquí estamos!
Se apartó de la portilla y se dejó caer en su propio sillón especial.
—Son tan felices como niños… y no les culpo. Tenemos un mundo nuevo para nosotros solos y esto es una gran cosa. Pero, sin embargo, nos esperan días muy difíciles. ¡Casi estoy asustado! ¡Es un proyecto tan poco aventurado, pero tan difícil de completar!
Un tierno brazo se posó en su hombro y él lo asió firmemente, sonriendo a los dulces ojos azules que se encontraron con los suyos.
—Pero
tú
no estás asustada, ¿verdad, Madeline?
—¡Claro que no! —y su expresión se hizo más triste—. Si nuestro padre hubiera venido con nosotros…
Después de estas palabras hubo un largo silencio, mientras ambos se sumían en sus pensamientos. Max suspiró.
—Me acuerdo de él en aquel día de hace cuarenta años; traje viejo, pipa, todo. Me adoptó.
¡A mí,
un despreciado mestizo! Y… ¡y te encontró para mí, Madeline!
—Lo sé —Había lágrimas en sus ojos—. Pero aún sigue con nosotros, Max, y siempre lo estará…
—¡Eh, papá, cógela, cógela!
Max se dio la vuelta al oír la voz de su hijo mayor, justo a tiempo para coger el revoltijo de brazos y piernas que se le echó encima.
La sostuvo gravemente frente a sí.
—¿He de entregarte a tu papá, Elsie? Te reclama.
La pequeña agitó las piernas con embeleso.
—No, no. Yo te quiero
a ti,
abuelito. Quiero que me lleves sobre los hombros y salgas con abuelita a ver lo bonito que es todo esto.
Max se volvió hacia su hijo y le hizo serias señas de que se fuera.
—Vete, padre desdeñado, y da una oportunidad al viejo abuelito.
Arthur se echó a reír y se enjugó el rostro.
—Quédatela, por todos los cielos. Nos ha hecho correr de lo lindo a mi mujer y a mí ahí fuera. Hemos tenido que arrastrarla por el vestido para evitar que se metiera en el bosque. ¿Verdad, Elsie?
Elsie pareció recordar súbitamente un pasado agravio.
—Abuelito, dile que me deje ver esos árboles tan bonitos. No quiere hacerlo —se desasió del abrazo de Max y corrió a la portilla—. Míralos, abuelito, míralos. Ya no está oscuro. No me gustaba nada que estuviera oscuro, ¿y a ti?
—Tampoco, Elsie; no me gustaba nada que estuviera oscuro. Pero ya no lo está, y no volverá a estarlo nunca más. Ahora vete corriendo con abuelita. Hará un pastel especial para ti. ¡Vamos, corre!
Siguió con la mirada la partida de su esposa y su nieta con ojos sonrientes, y después, al volverse hacia su hijo, recobró su seriedad.
—¿Y bien, Arthur?
—Bien, papá, ¿qué hacemos ahora?
—No hay tiempo que perder, hijo. Tenemos que empezar a construir inmediatamente… ¡bajo tierra!
Arthur adoptó una actitud atenta.
—¡Bajo tierra! —frunció el ceño con consternación.
—Lo sé, lo sé. No había dicho nada antes, pero hay que hacerlo. Hemos de desaparecer de la faz del sistema a cualquier precio. Hay terrícolas en Venus, de pura sangre. No hay muchos, es verdad, pero sí algunos. No deben encontrarnos… por lo menos, hasta que estemos preparados para lo que pueda ocurrir.
—Pero, padre,
¡bajo tierra!
Vivir como topos, privados de la luz y el aire. No me gusta nada.
—Oh, tonterías. No dramatices más de la cuenta.
Viviremos
en la superficie, pero la ciudad, las centrales eléctricas, las reservas de comida y agua, los laboratorios, todo esto ha de estar debajo y ser inexpugnable.
El anciano híbrido intentó desviar el tema.
—Pero olvidémoslo. Quiero hablarte de otra cosa, algo que ya hemos discutido.
Los ojos de Arthur se endurecieron y desvió su mirada hacia el techo. Max se levantó y colocó las manos sobre los fuertes hombros de su hijo.
—Tengo más de sesenta años, Arthur. No sé cuánto tiempo viviré. En cualquier caso, lo mejor de mí pertenece al pasado y es preferible que ceda el liderazgo a una persona más joven y vigorosa.
—Papá, esto son necedades sentimentales y tú lo sabes. Ninguno de nosotros te llega a la suela de los zapatos y nadie prestará atención más de un segundo a un plan para designar tu sucesor.
—No les pediré que me escuchen. Está decidido… y tú eres el nuevo jefe.
El joven movió la cabeza firmemente.
—No puedes obligarme en contra de mi voluntad.
Max sonrió de un modo raro.
—Me temo que estás evadiendo tu responsabilidad, hijo. Dejas a tu pobre anciano padre a merced de las fatigas y esfuerzos de un trabajo que sobrepasa el vigor de sus años.
—¡Papá! —fue la ofendida réplica—. No es así. Tú sabes que no lo es. Tú…
—Pues demuéstralo. Míralo de esta manera. Nuestra raza necesita una jefatura
activa
y yo no puedo proporcionársela. Siempre estaré aquí —mientras viva— para aconsejarte y ayudarte lo mejor que pueda, pero de ahora en adelante,
tú
debes tomar la iniciativa.
Arthur frunció el ceño y pronunció de mala gana estas palabras:
—De acuerdo. Aceptaré el puesto de comandante de campo. Pero recuerda,
tú
eres comandante en jefe.
—¡Perfecto! Y ahora celebremos el acontecimiento —Max abrió un armario y extrajo una caja, de la que sacó un par de cigarros. Suspiró—. La reserva de tabaco está a punto de agotarse y no tendremos más hasta que cultivemos el nuestro propio, pero… fumaremos a la salud del nuevo jefe.
Anillos de humo azul se elevaron hacia el techo y Max frunció el ceño mirando a su hijo.
—¿Dónde está Henry?
Arthur sonrió.
—¡Dunita! No lo he visto desde que hemos aterrizado. No obstante, puedo decirte con quién está.
Max gruñó:
—Yo también lo sé.
—El muchacho aprovecha la ocasión. Ya no faltan muchos años, papá, para que mimes a una segunda serie de nietos.
Y padre e hijo se sonrieron afectuosamente y escucharon en silencio el ahogado sonido de felices risas de los cientos de híbridos que había fuera.
Henry Scanlon ladeó la cabeza y levantó la mano pidiendo silencio.
—¿Oyes un ruido de agua, Irene?
La chica que había junto a él asintió.
—En aquella dirección.
—Pues vayamos hacia allí. Antes de que aterrizáramos he visto un río por aquí y quizá sea éste.
—Muy bien, si tú lo deseas, pero creo que deberíamos regresar a las naves.
—¿Para qué? —Henry se detuvo y la miró fijamente—. Pensaba que te alegrarías de estirar las piernas después de pasar semanas en una nave abarrotada.
—Bueno, puede ser peligroso.
—No aquí en las tierras altas, Irene. Las tierras altas venusianas. son prácticamente una segunda Tierra. Verás que esto es un bosque y no una jungla.
Irene reprimió una rápida sonrisa y lanzó una pícara mirada a su vanidoso compañero.
—Me doy perfecta cuenta.
Éste
es el peligro.
El pecho de Henry se desinfló con un audible jadeo.
—Muy
gracioso… y más ahora que me porto tan bien—. Se alejó un poco, reflexionó malhumoradamente un rato, y después se dirigió a los árboles con frialdad—: Esto me recuerda que mañana es el cumpleaños de Daphne. He prometido hacerle un regalo.
—Regálale un cinturón adelgazante —fue la rápida contestación—, ¡La muy gorda!
—¿Quién está gorda? ¿Daphne? No me lo parece.
—Está
gorda.
Henry apresuró el paso y la alcanzó.
—Claro que prefiero a las chicas delgadas.
Irene giró sobre los talones y cerró los puños.
—Yo no estoy delgada y tú eres un mono increíblemente estúpido.
—Pero, Irene, ¿quién ha dicho que hablaba en serio?
La joven enrojeció hasta las orejas y se alejó, con el labio inferior temblando. La sonrisa desapareció de los ojos de Henry y fue sustituida por una mirada de inquietud. Alargó vacilantemente el brazo y lo deslizó alrededor de los hombros de ella.
—¿Enfadada, Irene?
—No —dijo.
Sus ojos se encontraron y, durante un momento, Henry vaciló… y averiguó que quien vacila pierde; pues con un súbito movimiento y una suave carcajada, Irene se encontró de nuevo libre.
Señalando hacia una entrada entre los árboles, gritó.
—¡Mira, un lago! —y se alejó corriendo.
Henry frunció el ceño, murmuró algo en voz baja. Y corrió tras ella.
Los dos híbridos —muchacho y muchacha— permanecieron en la orilla con las manos cogidas y absortos en la belleza del paisaje.
Entonces se oyó un ahogado chapoteo, no lejos de allí, e Irene se echó en brazos de su compañero.
—¿Qué pasa?
—Nada. Me parece que se ha movido algo en el agua.
—Oh, imaginaciones tuyas, Irene.
—No. De verdad, he visto algo. Surgió y… oh, Henry, no me abraces tan fuerte…
Casi perdió el equilibrio cuando Henry la soltó de pronto y asió rápidamente su pistola de tonita.
Justo delante de ellos, una mojada cabeza verde salió del agua y les contempló con un par de grandes ojos saltones. Su ancha boca carente de labios se abrió y cerró con rapidez, pero no emitió ningún sonido.
Max Scanlon contempló pensativamente las abruptas colinas que se alzaban enfrente y se llevó las manos a la espalda.
—Lo crees así, ¿verdad?
—Desde luego, papá —insistió Arthur con entusiasmo—. Si nos escondemos bajo estos montones de granito, nadie podría encontrarnos. No tardaremos ni dos meses en formar toda la caverna, con nuestra ilimitada energía.
—¡Hum! ¡Requerirá mucho cuidado!
—¡Lo tendremos!
—En las regiones montañosas suele haber terremotos.
—Podemos erigir bastantes rayos estáticos como para sostener todo Venus, haya terremotos o no.
—Los rayos estáticos consumen mucha energía, y cualquier avería que nos dejara sin energía significaría el fin.
—Podemos acoplar cinco centrales eléctricas independientes. No fallarán las cinco a la vez.
El anciano híbrido sonrió.
—Muy bien, hijo. Veo que lo has planeado cuidadosamente. ¡Adelante! Empieza en cuanto quieras…
—¡Perfecto! Regresemos a las naves —Escogieron cautelosamente su camino de bajada por la rocosa pendiente.
—¿Sabes, Arthur? —dijo Max, deteniéndose de pronto—. He estado pensando en esos rayos estáticos.
—¿Sí? —Arthur le ofreció el brazo, y los dos reanudaron el descenso.
—Se me ha ocurrido que si pudiéramos hacerlos en un campo bidimensional y en forma de curva, tendríamos una defensa perfecta, mientras durara nuestra energía… un campo estático.