Cuentos completos (237 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Qué estás diciendo? —dijo Powell—. ¿Qué utilidad tiene enviarnos al espacio si no sabemos cómo se gobierna esta máquina? ¿Cómo creen que vamos a hacerla regresar? No, esta nave arrancó por sí sola y sin ninguna aceleración aparente. —Se levantó y comenzó a caminar lentamente. Las paredes de metal resonaban al compás de sus pasos.

Con una voz sin entonación, añadió:

—Mike, ésta es la situación más confusa en que nos hemos encontrado jamás.

—¡Qué cosa más nueva para mí! —dijo Mike con amargura—. Empezaba a pasarlo divinamente cuando me lo has dicho.

Powell no le hizo caso.

—Aceleración nula —dijo—. Lo cual indica que esta nave funciona bajo un principio diferente de todos los conocidos.

—Diferente de los que nosotros conocemos, en todo caso.

—Diferente de
todos
los conocidos. No hay motores al alcance de la mano. Quizá estén dentro de las paredes. Quizá por eso son tan gruesas.

—¿Qué estás refunfuñando?

—¿Por qué no escuchas? Estoy diciendo que, cualquiera que sea la energía que mueve esta nave, no está destinada, evidentemente, a ser controlada a mano. Esta nave es teledirigida.

—¿Por el Cerebro?

—¿Por qué no?

—¿Entonces, crees que seguiremos en el espacio hasta que el Cerebro decida hacernos regresar?

—Es posible. Si es así, esperemos tranquilamente. El Cerebro es un robot, está obligado a respetar la Primera Ley. No puede dañar a un ser humano.

—¿Eso crees? —dijo Donovan sentándose lentamente y alisándose el cabello—. Escucha, el cuento del espacio curvo ha hecho trizas el robot de Consolidated, y el melenudo dijo que era debido a que el viaje interestelar mata a los seres humanos. ¿En qué robot vas a confiar? El nuestro se basa en los mismos principios, según tengo entendido.

Powell se tiraba desesperadamente del bigote.

—No finjas no entender de robótica, Mike. Antes que sea físicamente posible a un robot hacer un solo intento de infringir la Primera Ley, tienen que destrozarse tantas cosas, que se produciría un montón de desperdicios diez veces mayor. Esto tiene alguna explicación más sencilla.

—¡Sí, seguro, seguro!… Bien, hazme llamar por el mayordomo, mañana. Todo esto es realmente demasiado sencillo para que me preocupe antes de haber descabezado mi siesta.

—¡Pero, por Júpiter, Mike! ¿De que te quejas hasta ahora? El Cerebro vela por nosotros. Aquí tenemos calor, tenemos luz, tenemos aire. No hay siquiera un soplo de más de aceleración para erizarte el cabello, si, desde luego, fuese erizable, en primer lugar.

—¿Sí? Greg, tú debes haber tomarlo lecciones. ¿Y qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo regresaremos? Y en caso de accidente, ¿con qué traje del espacio saldremos y por dónde? No he visto siquiera un cuarto de baño ni aquellos pequeños adminículos que suelen haber en los cuartos de baño. Desde luego, se ocupan de nosotros, pero… ¡Escucha!

La voz que interrumpió la gran inspiración de Donovan no fue la de Powell. No era de nadie. Estaba allí, flotando en el aire, estentórea y petrificadora en sus efectos.

«¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN! COMUNIQUEN SU ACTUAL POSICIÓN. SI LA NAVE RESPONDE A LOS CONTROLES, ROGAMOS REGRESEN A LA BASE. ¡GREGORY POWELL! ¡MICHAEL DONOVAN!»

El mensaje se repetía, mecánicamente, roto a intervalos regulares.

—¿De dónde viene eso? —preguntó Donovan.

—No lo sé —dijo Powell, con un susurro, impresionado—. ¿De dónde viene la luz? ¿De dónde viene todo?

—¿Y cómo vamos a contestar? —Tenían que hablar durante los intervalos del mensaje, que se iba repitiendo.

Las paredes estaban desnudas, tan desnudas como puede estar una superficie de metal no rota por nada.

—Grita la respuesta —dijo Powell.

Así lo hicieron. Gritaron, por turno, juntos.

—¡Posición desconocida! ¡Nave fuera de control! ¡Situación desesperada!

Sus voces resonaban estridentes. Las breves y telegráficas frases quedaban deformadas por la intensidad de los gritos, pero la fría voz que llamaba iba repitiendo incansablemente su mensaje.

—No nos oyen —murmuró Donovan—. No hay estación transmisora, sólo receptora. —Su mirada recorría al azar la superficie de las paredes.

La voz exterior fue disminuyendo paulatinamente de intensidad y se calló. De nuevo ellos chillaron cuando no era más que un susurro y de nuevo volvieron a gritar cuando reinó el silencio. Cosa de unos quince minutos después, Powell dijo, casi sin voz:

—Vamos a recorrer la nave otra vez. Debe haber algo que comer en alguna parte. —Su tono no delataba ninguna confianza; era casi el reconocimiento de su derrota.

Dividieron el corredor en dos partes. Podían oírse uno a otro por el fuerte resonar de sus pasos, y volvían a encontrarse en el corredor, donde se miraban mutuamente y seguían adelante.

La exploración de Powell terminó infructuosamente, y en aquel momento oyó la alegre voz de Donovan con la sonoridad de un estruendo.

—¡Eh, Greg, la nave tiene tuberías! ¿Cómo se nos ha escapado?

Después de cinco minutos de jugar al escondite, encontró a Powell.

—Pero sigue sin haber cuarto de baño —dijo. De repente se calló en seco—. ¡Comida! —jadeó.

La pared se había corrido, dejando una abertura curva con dos estantes. El estante superior estaba lleno de latas sin etiquetar de una asombrosa variedad de tamaños y formas. Las latas esmaltadas del estante inferior eran uniformes y Donovan sintió una fría corriente de aire en sus piernas. El estante inferior estaba refrigerado.

—¡Cómo…, cómo…!

—Esto no estaba así antes —dijo Powell secamente—. Esta parte de la pared se ha corrido en cuanto entré por la puerta.

Estaba ya comiendo. La lata tenía una cuchara dentro y pronto el aromático olor de habichuelas estofadas llenó la habitación.

—¡Toma una lata, Mike!

—¿Que menú hay? —preguntó Donovan, vacilando.

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Le haces remilgos?

—No, pero en las naves no como más que habichuelas. Algo diferente gozaría de mi predilección.

Su mano acarició y eligió una reluciente lata elíptica, cuya forma aplanada parecía insinuar la presencia de salmón o una golosina similar. Se abrió bajo una presión adecuada.

—¡Habichuelas! —gritó Donovan, tomando otra, pero Powell le tiró de los pantalones.

—Es mejor que comas esto, muchacho. Las existencias son limitadas y podemos tener que estar aquí mucho tiempo.

—¿Pero es que aquí no hay más que habichuelas? —dijo toscamente Donovan, echándose atrás.

—Es posible.

—¿Qué hay en el otro estante?

—Leche.

—¿Sólo leche? —gritó Donovan, indignado.

—Así parece.

La comida de habichuelas y leche transcurrió en un absoluto silencio y al marcharse, la fracción de pared se colocó automáticamente en su sitio, dejando la superficie completamente lisa.

—Todo es automático —dijo Powell, suspirando—. Todo igual. Jamás me he sentido más abandonado en mi vida.

Quince minutos más tarde estaban de nuevo en la sala de la ventana mirándose uno a otro desde dos sillones opuestos. Powell miró melancólicamente la única esfera de la sala. Seguía marcando «parsecs», la cifra seguía terminando en 1.000.000 y la aguja indicadora estaba todavía en el cero.

En su despacho interior de las oficinas de la «U. S. Robots & Mechanical Men, Corp.» Alfred Laaning, en tono agotado, está diciendo:

—No contestan. Hemos probado todas las longitudes de onda, pública, privada, clave, directa, incluso este truco del subéter que hay ahora. ¡Y el Cerebro sigue sin querer decir nada! —le espetó a Susan Calvin.

—No quiere extenderse sobre la materia, Alfred. Dice que no pueden oírnos…, y cuando trato de presionarlo se pone…, se pone de mal humor. Y no debería ser… ¿Quién ha oído hablar jamás de un robot malhumorado?

—¿Por qué no nos dice usted lo que sabe, Susan? —dijo Bogert.

—Aquí va. Admite que controla la nave enteramente. Es positivamente optimista en cuanto a su seguridad, pero sin detalles. No me atrevo a apretarle las tuercas. Sin embargo, el centro de la perturbación reside, al parecer, en el mismo salto interestelar. El Cerebro se echó a reír cuando toqué este punto. Hay otras indicaciones, pero ésta es la más clara que ha aparecido como neta anormalidad.

Bogert pareció súbitamente impresionado.

—¡El salto interestelar!

—¿Qué ocurre? —gritaron a la vez Susan Calvin y Lanning.

—Las cifras para el motor que nos dio el Cerebro. ¡Oiga…, acabo de pensar en una cosa!

Y salió precipitadamente.

Lanning lo siguió con la mirada. Volviéndose hacia Susan, dijo:

—Tenga usted cuidado con su final, Susan…

Dos horas después, Bogert estaba hablando animadamente.

—Le digo, Lanning, que es esto. El salto interestelar no es instantáneo…, mientras la velocidad de la luz sea finita. La vida no puede existir…, la
materia
y la
energía
no pueden existir como tales en el espacio curvo. No sé cómo será…, pero es así. Esto es lo que mató al robot de Consolidated.

Donovan estaba realmente tan desesperado como parecía.

—¿Sólo cinco días?

Miraba a su alrededor, desalentado. Las estrellas de la ventana eran conocidas, pero infinitamente indiferentes. Las paredes eran frías al tacto; las luces, que habían vuelto a encenderse recientemente, eran de una brillantez insoportable; la aguja de la esfera marcaba obstinadamente cero; y Donovan no podía liberarse del gusto a habichuelas.

—Necesito un baño —dijo tristemente.

Powell levantó la vista un instante y respondió:

—Yo también. No tienes por qué ser tan egoísta. Pero a menos que quieras bañarte en leche y dejar de beber…

—Tendremos que dejar de beber un momento u otro, Greg. ¿Dónde terminará este viaje interestelar?

—Ya me lo dirás. En todo caso, vamos allá. O por lo menos el polvo de nuestros esqueletos, pero…, ¿no es nuestra muerte el punto esencial del colapso original del Cerebro?

—Greg —respondió Donovan, dándole la espalda—, he estado pensando. La cosa está mal. No hay gran cosa que hacer, fuera de rondar por ahí o hablar contigo. Ya conoces estas historias de tipos que andan rondando eternamente por el espacio. Se vuelven locos mucho antes de sucumbir al hambre. No lo sé, Greg, pero desde que las luces han vuelto a encenderse, me siento extraño.

Hubo un silencio hasta que Powell dijo, con voz muy débil:

—Yo también. ¿Qué sientes?

—Una cosa extraña dentro —dijo el pelirrojo—. Como una especie de tensión interior. Me es difícil respirar. No puedo estarme quieto.

—¡Hum!… ¿Sientes alguna vibración?

—¿Qué quieres decir?

—Siéntate un minuto y escucha. No lo oyes, pero, ¿no sientes…, como si algo latiese en alguna parte e hiciese latir toda la nave, y a ti con ella? Escucha…

—Sí…, sí… ¿Qué crees que es, Greg? ¿No crees que somos nosotros?

—Es posible —respondió Powell, acariciándose lentamente el bigote—. Pero pueden ser los motores de la nave. Puede estar preparándose.

—¿Para qué?

—Para el salto interestelar. Puede estar próximo y sólo el diablo sabe cómo es.

Donovan se quedó un momento pensativo. Después, con rabia, dijo:

—Si es así, dejémoslo. Pero quisiera poder luchar. Es humillante tener que esperar de esta forma.

Una hora después, Powell miró su mano, que había apoyado sobre el brazo metálico de su silla y con una calma absoluta, dijo:

—Toca la pared, Mike.

—No la siento vibrar, Greg —dijo Donovan, después de haber obedecido.

Incluso las estrellas parecían borrosas. De algún lugar llegaba la vaga impresión de alguna poderosa máquina que iba cobrando energía entre las paredes, acumulando fuerzas para un prodigioso salto, ascendiendo la escala de la fuerza y el poder.

Ocurrió con la rapidez de un pinchazo de dolor. Powell se puso rígido y casi se cayó de la silla. Vio a Donovan y se desvaneció su visión, mientras el leve grito de Donovan penetraba y moría en sus oídos. Algo vibró vertiginosamente en él y luchó contra una creciente capa de hielo que iba espesándose.

Algo flotó suelto y formó un remolino de luces y dolor. Y cayó…

… y se retorció.

… y cayó de bruces.

… en silencio.

¡Estaba muerto!

Era un mundo sin movimiento ni sensaciones. Un mundo de una vaga conciencia sin sentidos; una conciencia de oscuridad y de silencio y de lucha sin forma.

Más que nada, conciencia de eternidad.

Era un tenue destello del
yo
…, frío y atemorizado.

Entonces vinieron las palabras, melosas y sonoras, resonando encima de él en una espuma de sonidos.

—¿Te ajustaba tu ataúd de una manera diferente antes? ¿Por qué no pruebas los féretros extensibles del señor Cadáver? Están científicamente construidos con Vitamina B
1
. ¡Usen los féretros Cadáver por su comodidad! Recuerden que van-a-estar-muertos-mucho-mucho-tiempo…

No era exactamente un sonido, pero fuese lo que fuere, se desvaneció en una especie de zumbido aceitoso…

El blanco destello que podía haber sido Powell se agitaba inútilmente en las infinitas extensiones del tiempo que existían por todo su alrededor, y caían sobre él mientras el agudo grito de cien millones de fantasmas con cien millones de voces de soprano se elevaban en el
crescendo
de una melodía…

—Me alegraré cuando hayas muerto; tú, granuja, tú…

—Me alegraré cuando hayas muerto, tú, granuja, tú…

—Me alegraré…

Se elevó la espiral de un violento sonido en los estridentes supersónicos que pasaban, y más allá…

El blanco destello se estremecía con un latido. Iba aumentando lentamente…

Las voces eran normales…, y muchas. Era una muchedumbre que hablaba; una multitud que se agitaba y pasaba por su lado rápidamente, dejando rastros de palabras detrás de ellos…

El blanco destello que era Powell serpenteaba hacia atrás delante del sonido que iba creciendo, y sintió el agudo pinchazo de un dedo que lo señalaba. Todo estalló en un arco iris de sonidos que cayó goteando sus fragmentos en un dolorido cerebro.

Powell estaba de nuevo en su silla. Sintió que temblaba.

Los ojos de Donovan se iban convirtiendo en dos grandes bolas de un azul turbio.

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