Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Greg… —susurró. Su voz era casi un gemido—. ¿Estabas muerto?
—Me sentía…, muerto. —No reconoció su propia voz.
Donovan estaba haciendo una vana tentativa de mantenerse de pie.
—¿Estás vivo, ahora? ¿O hay algo más?
—Me siento vivo… —Siempre la misma voz ronca—. ¿Has oído algo cuando…, cuando estaba muerto? —preguntó cautelosamente.
Donovan hizo una pausa y después, muy despacio, bajó la cabeza.
—¿Y tú?
—Sí. Algo de ataúdes…, y mujeres que cantaban… ¿Y tú?
—Sólo una voz —dijo Donovan, moviendo la cabeza.
—¿Fuerte?
—No; suave, pero rasposa como una lima de uñas. Era como un sermón. Algo del fuego del infierno, torturas…, en fin, ya sabes. Una vez oí un sermón como este…, casi.
Estaba sudando.
Vieron la luz del sol a través de la ventana. Era débil, pero de un blanco azulado, y aquel guisante que era la lejana fuente de la luz no era el Viejo Sol.
Y Powell señaló con su dedo tembloroso la esfera única. La aguja, inmóvil y rígida, marcaba 300.000
parsecs
.
—Mike, si esto es verdad —dijo Powell— tenemos que estar fuera de la Galaxia.
—¡Iluminado Greg! ¡Seremos los primeros en salir del Sistema Solar!
—Sí, ésa es la cosa. Hemos huido del Sol. Hemos huido de la Galaxia. Mike, esta nave es la solución. Significa ser libre de toda la humanidad…, libre de recorrer todas las estrellas que existen…, millones, billones y trillones de ellas…
Pero entonces asestó el golpe fuerte.
—¿Pero, cómo regresamos, Mike?
—¡Oh, no te preocupes! —respondió Donovan sonriendo—. La nave nos ha traído aquí. La nave nos volverá. Vamos por más habichuelas.
—Pero, Mike…, espera, Mike… Si nos vuelve atrás de la forma como nos ha traído aquí…
Donovan se detuvo a medio camino y se desplomó en su sillón.
—Tendremos que morir de nuevo…, Mike —terminó.
—En fin —suspiró Donovan—, si tenemos que morir, moriremos. Por lo menos no es permanente…, no
muy
permanente.
Susan Calvin hablaba en voz baja. Durante seis horas había estado hostigando al Cerebro…, seis horas infructuosas. Estaba cansada de repeticiones, cansada de circunloquios, cansada de todo.
—Bien, Cerebro, sólo una cosa más. Tienes que hacer un esfuerzo para contestar, simplemente. ¿Has sido enteramente claro acerca del salto interestelar? Quiero decir, ¿los lleva eso muy lejos?
—Tan lejos como quiera ir, señorita Susan. En la curvatura no hay truco.
—Y en el otro lado, ¿qué verán?
—Estrellas y astros. ¿Qué supones?
La siguiente pregunta se le escapó.
—¿Estarán vivos, entonces?
—¡Seguro!
—¿Y el salto interestelar no los dañará?
Quedó helada al ver que el Cerebro permaneció silencioso. ¡Era esto! Había tocado el punto sensible.
—Cerebro —suplicó—. Cerebro, ¿me oyes?
La respuesta fue débil, vacilante. El Cerebro dijo:
—¿Tengo que responder? ¿Sobre el salto, me refiero?
—Si no quieres, no. Pero sería interesante…, si quieres, desde luego. —Trataba de hablar animadamente.
—Brrr… Lo has estropeado todo.
Y la doctora se levantó de un salto, con el rostro incendiado interiormente.
—¡Oh, Dios mío!… —jadeó—. ¡Ah…!
Y sintió la tensión de horas y días estallar de repente. Más tarde le dijo a Lanning:
—Le digo que todo va bien. No, debe usted dejarme sola, ahora. La nave regresará intacta, con los hombres dentro y yo necesito descansar. ¡Quiero descansar! Ahora, márchese.
La nave regresó a la Tierra tan silenciosa y matemáticamente como había salido. Cayó precisamente en el mismo sitio y la compuerta se abrió. Los dos hombres que salieron de ella avanzaron cautelosamente, acariciándose sus rasposas barbillas.
Y entonces, lenta y deliberadamente, el que tenía el pelo rojo se arrodilló y depositó sobre el hormigón de la pista un sonoro beso.
Apartaron con ademanes a la muchedumbre que se había reunido y rehusaron los solícitos cuidados de dos hombres que avanzaban con una camilla que acababan de sacar de una ambulancia.
—¿Dónde está la ducha más próxima? —preguntó Powell.
Los acompañaron a ella. Más tarde se encontraron todos reunidos alrededor de una mesa donde había los mejores cerebros de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corp».
Lenta y adecuadamente, Powell y Donovan terminaron su gráfico y sensacional relato.
Susan Calvin rompió el silencio que siguió. Durante los pocos días transcurridos, había recuperado su helada y en cierto modo ácida calma, pero a través de la cual se filtraba todavía una sombra de embarazo.
—Estrictamente hablando —dijo—, fue culpa mía…, todo. Cuando por primera vez sometimos el problema al Cerebro como espero que alguno de ustedes recordará, me extendí ampliamente sobre la importancia de desechar cualquier fuente de información susceptible de crear un dilema. Al hacerlo, dije algo por el estilo de: «No te excites por la cuestión de la muerte de seres humanos. No nos importa en absoluto. Devuelve la hoja y basta.»
—¡Humm! —dijo Lanning—. ¿Y qué más?
—Lo evidente. Cuando sometió sus cálculos que comportaban la ecuación sobre la longitud del mínimo intervalo para el salto interestelar…, ello significaba la muerte de seres humanos. Aquí fue donde la máquina de Consolidated quedó completamente destrozada. Pero yo había quitado importancia a la muerte ante el Cerebro, no enteramente, porque la Primera Ley no puede nunca ser infringida, pero sí lo suficiente para que el Cerebro dirigiese una segunda mirada a la ecuación. Lo suficiente para darle tiempo de darse cuenta que una vez transcurrido el intervalo, los hombres volverían a la vida, de la misma manera que la materia y la energía de la nave volverían a su existencia. Esta llamada «muerte», en otras palabras, sería un fenómeno estrictamente temporal. ¿Comprenden? —terminó mirando a su alrededor.
Todos escuchaban atentamente. Susan prosiguió:
—Aceptó, entonces, el punto, pero no sin un cierto chirrido. Incluso con la muerte temporal y disminuida su importancia, tuvo suficiente para desequilibrarlo considerablemente. Adoptó una actitud humorística —prosiguió con más calma—; es una especie de evasión, comprenden, un método de evadirse parcialmente de la realidad. Empezó a bromear.
Powell y Donovan se habían puesto en pie.
—¿Cómo?
Donovan estaba mucho más acalorado.
—Así —dijo Susan—. Se ocupó de ustedes y los mantuvo a salvo, pero no podían manejar los controles porque sólo los podía manejar él, el humorista Cerebro. Podíamos comunicarnos por radio, pero no podían ustedes contestar. Tenían mucha comida, pero sólo habichuelas y leche. Entonces murieron, por decirlo así, pero volvieron a vivir, y el período de su vida fue…, interesante. Me gustaría saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del Cerebro, pero no quería hacer daño.
—¡No quería hacer daño! —gritó Donovan—. ¡Ah, si el monigote ése tuviese tan sólo un cuello…!
—Bien, bien, ha sido un lío —dijo Lanning levantando una mano apaciguadora—, pero todo ha terminado. ¿Y ahora, qué?
—Pues —dijo Bogert tranquilamente—, es obvio que nos corresponde mejorar la nave del espacio curvo. Debe haber alguna manera de solucionar el intervalo de salto. Si lo hay, somos la única organización que dispone de un super-robot en gran escala, de manera que si lo hay tenemos que encontrarlo. Y entonces…, U. S. Robots tiene el viaje interestelar, y la Humanidad tiene la oportunidad del imperio galáctico.
—¿Y Consolidated? —preguntó Lanning.
—¡Eh! —interrumpió súbitamente Donovan—. Quiero hacer una sugerencia, aquí. Han metido a la U. S. Robots en un lío, como ellos esperaban, y todo ha acabado bien, pero sus intenciones no eran piadosas. Y Greg y yo soportamos la mayor parte de él.
—Bien, querían una respuesta y ya la tienen. Mandémosles esta nave, garantizada, y la U. S. Robots puede cobrar los doscientos mil, más los gastos de construcción. Y si la prueban…, dejemos que el Cerebro se divierta un poco más antes de volverla a la normalidad.
—Me parece sumamente indicado —dijo Lanning, muy grave.
A lo cual Bogert añadió, distraídamente:
—Y estrictamente de acuerdo con el contrato, además.
“The Evitable Conflict”
El Coordinador tenía en su estudio privado una curiosidad medieval, una chimenea. Desde luego, el hombre medieval seguramente no la hubiera reconocido, ya que no tenía un significado funcional. La inmóvil y ondulante llama se encontraba aislada en un recinto, detrás de un transparente cuarzo.
Los troncos de leña se quemaban a larga distancia mediante una ligera desviación de los rayos de energía que alimentaban los edificios públicos de la ciudad. El mismo botón que prendía fuego a los troncos vaciaba primero las cenizas de los anteriores y permitía la entrada de la nueva leña. Era una chimenea perfectamente domesticada, como puede verse.
Pero el fuego era real. Podía oírsele crujir y se veía cómo las llamas lamían el alambre bajo la corriente de aire que lo alimentaba.
El enrojecido vaso del Coordinador reflejaba en miniatura las discretas cabriolas de las llamas, y, en más miniatura aún, también sus reflexivas pupilas.
Y las reflexivas pupilas de su huésped, la doctora Susan Calvin, de la «U. S. Robots & Mechanical Men Corporation».
—No la he convocado a usted aquí, doctora Calvin, únicamente por razones sociales.
—No lo he pensado nunca, Stephen.
—Y no obstante, no sé cómo exponerle el problema. Por una parte, puede no tener importancia, por otra, puede ser el fin de la Humanidad.
—Me he encontrado con muchos problemas que ofrecían el mismo dilema, Stephen. Creo que todos los problemas son así.
—¿De veras?… Entonces, a ver qué le parece éste. La producción mundial de acero tiene un excedente de veinte mil toneladas, o más. El Canal de México hubiera debido estar terminado hace dos meses. Las minas de Almaden han experimentado una baja de producción desde la última primavera, mientras las compañías hidráulicas de Tientsin están despidiendo gente. Estos son los hechos que se me acuden de momento. Pero hay más.
—¿Son puntos graves? No soy lo suficientemente economista para juzgar sobre las terribles consecuencias de todo esto.
—En sí mismo, no. Se podrían enviar técnicos en mineralogía si la situación de Almaden empeorara. Si hay demasiados ingenieros hidráulicos en Tientsin, pueden ser enviados a Java o Ceilán. Veinte mil toneladas de acero no cubrirán más allá de algunos días de demanda mundial, los dos meses de retraso y la apertura del Canal de México es de escasa importancia. Son las Máquinas lo que me preocupa; he hablado ya de ellas con su Director de Investigaciones.
—¿Con Vincent Silver? No me ha dicho nada de todo esto…
—Le pedí que no hablase con nadie. Por lo visto me ha obedecido.
—¿Y qué le dijo?
—Vamos a proceder por orden. Quiero hablar de las Máquinas primero. Y quiero hablar de ellas con usted porque es usted la única en el mundo que entiende lo suficiente en robots para ayudarme. ¿Puedo sentirme filósofo?
—Por esta tarde, Stephen, puede usted sentirse lo que quiera y como quiera, con tal que me diga usted primero qué pretende demostrar.
—Que este pequeño desequilibrio en la perfección de nuestro sistema de oferta y demanda, tal como lo he mencionado, puede ser el primer paso hacia la guerra final.
—¡Humm!… Siga.
Susan no se permitió arrellanarse en su sillón, a pesar de lo cómodo que era. La frialdad en su mirada, de sus labios y de su rostro se había acentuado con los años. Y a pesar que Stephen Byerley era un hombre en quien podía confiar enteramente, tenía casi setenta años y los hábitos de una vida no se olvidan tan fácilmente.
—Cada período del desarrollo humano, Susan, tiene su tipo particular de conflicto, sus problemas distintos que, aparentemente sólo pueden resolverse por la fuerza. Y jamás, por decepcionante que esto sea, la fuerza resuelve el problema. En su lugar, éste persiste a través de una serie de conflictos y se desvanece por sí solo…, ¿cómo dice la frase?…, no con un estallido, sino con su susurro, a medida que el ambiente económico y social cambia. Y entonces, nuevo problema y nueva serie de guerras. Un ciclo, al parecer, sin fin.
»Consideremos los tiempos relativamente modernos. Existieron las guerras dinásticas de los siglos dieciséis y diecisiete, cuando los problemas más importantes de Europa eran si los Habsburgo, los Valois o los Borbones tenían que gobernar el continente. Era uno de estos conflictos inevitables, porque Europa no podía evidentemente existir partida en dos.
»Salvo que fue así, y ninguna guerra barrió a unos para establecer a los otros, hasta que se creó una nueva atmósfera social en Francia en 1789, al derrocar a los Borbones primero y después a los Habsburgo, arrastrándolos en la polvorienta caída al incinerador histórico.
»Y durante aquellos siglos existieron también las bárbaras guerras de religión, que resolvieron la importante cuestión de si Europa tenía que ser católica o protestante. Mitad y mitad no podía ser. Era «inevitable» que la espada decidiese. Salvo que no decidió. En Inglaterra iba creciendo un nuevo industrialismo y en el Continente un nuevo nacionalismo. Europa sigue siendo mitad y mitad y a nadie le preocupa esto mucho.
»Durante los siglos diecinueve y veinte hubo un ciclo de guerras nacionalimperialistas, cuando el problema más importante del mundo era saber qué porciones de Europa controlarían los recursos económicos y la capacidad de consumo de otras porciones no-europeas. Las regiones no-europeas no podían, por lo visto, existir siendo en parte inglesas, en parte francesas, en parte alemanas y así sucesivamente. Hasta que las fuerzas del nacionalismo se extendieron lo suficiente y la no-Europa terminó lo que las guerras no habían conseguido terminar, y decidió que podía perfectamente subsistir íntegramente no-europea.
»Y así tenemos una estructura…
—Sí, Stephen, lo explica muy claro —dijo Susan Calvin—. No son observaciones muy profundas.
—No, pero lo evidente es en muchos casos lo más difícil de ver. La gente dice, «es tan claro como mi nariz», pero, ¿qué porción de nuestra nariz podemos ver, a menos que nos den un espejo? Durante el siglo veinte, Susan, comenzamos un nuevo ciclo de guerras…, ¿cómo las llamaremos? ¿Guerras ideológicas? ¿Las emociones de la religión aplicadas a los sistemas económicos, en lugar de los extranaturales? De nuevo las guerras eran «inevitables» y entonces se disponía de armas atómicas, de manera que la humanidad no podía vivir ya por más tiempo en el tormento del inevitable derroche de la inevitabilidad. Y vinieron los robots positrónicos…