Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
»Vinieron a tiempo, y con ellos el viaje interplanetario. De manera que ya no pareció tan importante que el mundo fuese Adam Smith o Carlos Marx. Ninguno de los dos tenía ya gran influencia en las nuevas circunstancias. Ambos tenían que adaptarse y terminaron casi en el mismo lugar.
—Un
Deus ex machina
, entonces, en doble sentido —dijo Susan Calvin.
—No le había oído nunca hacer juegos de palabras, Susan, pero es exacto. Y no obstante, había otro peligro. El final de un problema no había hecho más que dar nacimiento a otro. Nuestro nuevo mundo universal de economía robótica puede plantear un nuevo problema, y por esta razón tenemos las Máquinas. La economía mundial es estable, y permanecerá estable, porque está basada en las decisiones de las máquinas calculadoras, que llevan el bien de la Humanidad en su corazón a través de la avasalladora fuerza de la Primera Ley robótica.
»Y aunque las Máquinas no son sino el más vasto conglomerado de circuitos calculadores jamás inventado —prosiguió Stephen Byerley—, siguen siendo robots en el sentido de la Primera Ley, y así nuestra economía terrestre está de acuerdo con los mejores intereses del hombre. La población de la Tierra sabe que no habrá paro obrero, ni superproducción ni falta de producción. Destrucción y hambre son palabras de los libros de historia. Y así, la cuestión de la propiedad de los medios de producción es un problema anticuado. Quienquiera que los poseyese (si es que esta frase tiene algún sentido), un hombre, un grupo, una nación, o toda la Humanidad, sólo podrían utilizarse como las Máquinas dicten. No porque los hombres estuviesen obligados a ello, sino porque sería el camino más corto y lo saben. Esto pone fin a las guerras…, no sólo al último ciclo de guerras, sino al próximo y a todos ellos. A menos que…
Hubo una pausa y Susan lo alentó a proseguir repitiendo…
—¿A menos que…?
El fuego fue extinguiéndose en un tronco de leña y se apagó.
—A menos —dijo el Coordinador— que las Máquinas no cumplan con su función.
—Comprendo. Y aquí es donde aparecen estos pequeños desequilibrios que ha mencionado usted hace un momento…, el acero, las instalaciones hidráulicas, etc.
—Exacto. Estos errores no deberían existir. El doctor Silver me ha dicho que
no podían
ser.
—¿Niega los hechos? ¡Qué extraño!
—No, admite los hechos, desde luego. Soy injusto con él. Lo que niega es que ningún error en la máquina sea responsable de los llamados (es su frase) «errores en las respuestas». Pretende que las máquinas se corrigen por sí mismas y que sería violar las leyes fundamentales de la naturaleza que existiese un error en los círcuitos de relevadores. Y así, le dije…
—Y así, le dijo: «Que sus hombres lo comprueben y se aseguren de ello, de todos modos…»
—Susan, lee usted mi pensamiento. Esto fue lo que dije y me contestó que no podía.
—
¿
Demasiado ocupado?
—No, dijo que ningún ser humano podía. Lo dijo francamente. Me dijo, y espero haberlo comprendido debidamente, que las Máquinas son una gigantesca extrapolación… Un equipo de matemáticos trabaja varios años calculando un cerebro positrónico equipado para realizar ciertos actos similares de cálculo. Utilizando este cerebro hacen nuevos cálculos para crear un nuevo cerebro más complicado todavía que utilizan a su vez para hacer otro más complicado aún, y así sucesivamente. Según Silver, lo que llamamos Máquinas son el resultado de diez de estos progresos.
—Sí…, me parece claro. Afortunadamente, no soy matemática. ¡Pobre Vincent!… Es muy joven. Los directores que le precedieron, Alfred Lanning y Peter Bogert, han muerto y no tenían estos problemas. Ni yo tampoco. Quizá todos los técnicos en robótica moriremos ahora, puesto que no podemos comprender nuestras propias creaciones.
—Aparentemente, no. Las Máquinas no son supercerebros, en el sentido de los suplementos periodísticos de los domingos, pese a que nos los describen así. Es simplemente que en la actividad consistente en reunir y analizar un número casi infinito de datos y sus relaciones en un espacio de tiempo casi infinitesimal, han progresado hasta más allá de la posibilidad de un control humano detallado.
»Y entonces intenté otra cosa. Le pregunté a la Máquina. En el más estricto secreto alimenté la máquina con los datos originales relacionados con la producción del acero, su propia respuesta y su actual desarrollo desde entonces…, es decir, la superproducción, y le pedí una explicación de la discrepancia.
—Bien, ¿y cuál fue la respuesta?
—Puedo citársela a usted palabra por palabra: «El asunto no admite explicación».
—¿Y cómo interpretó Vincent esto?
—De dos formas. O no le habíamos dado a la Máquina datos suficientes para permitirle contestar exactamente, lo cual no es probable, el doctor Silver está de acuerdo con ello, o bien a la Máquina le es imposible reconocer que puede dar una respuesta a unos datos que implican un posible daño a un ser humano. Esto, desde luego, es una consecuencia de la Primera Ley. Y entonces el doctor Silver me recomendó que la viese a usted.
Susan Calvin parecía muy cansada.
—Soy ya vieja, Stephen. Cuando murió Peter Bogert quisieron hacerme directora de investigaciones y rehusé. Entonces ya no era joven y no quise asumir responsabilidad. Nombraron a Silver y esto me satisfacía; pero de qué habrá valido, si me meten en estos líos…
»Stephen, déjeme que le exponga mi situación. Mis investigaciones incluyen desde luego la interpretación de la conducta del robot bajo el aspecto de las Tres Leyes Robóticas. Aquí, sin embargo, tenemos unas máquinas calculadoras increíbles. Son cerebros positrónicos y por consiguiente obedecen las Tres Leyes. Pero carecen de personalidad; es decir, sus funciones son sumamente limitadas… Tiene que ser así, puesto que están especializadas en este sentido. Por consiguiente, hay muy poco margen para la reacción a las Leyes, y mi método de ataque es virtualmente inútil. En una palabra, no creo poderlo ayudar, Stephen.
El Coordinador se echó a reír.
—A pesar de todo, déjeme que le diga el resto. Déjeme que le explique
mis
teorías, y quizá entonces pueda usted decirme si son posibles a la luz de la robopsicología.
—Con mucho gusto. Siga adelante.
—Bien; puesto que las máquinas dan una respuesta errónea, partiendo de la base que no pueden cometer error, sólo existe una posibilidad. ¡
Se les dieron unos datos erróneos
! En otras palabras, la perturbación es humana, no robótica. Así es que, al efectuar mi reciente gira de inspección interplanetaria…
—¿De la que acaba usted de regresar a Nueva York?
—Sí; era necesario, comprenda, puesto que hay cuatro Máquinas, cada una de las cuales controla una región Planetaria. ¡
Y las cuatro están dando resultados imperfectos
!
—¡Oh, esto es natural, Stephen! Si una de las Máquinas es imperfecta, tiene que reflejar automáticamente en el resultado de las otras tres, puesto que cada una de ellas asumirá su parte de los datos sobre los cuales basan sus decisiones, la perfección de la cuarta imperfecta. Con una falsa suposición, tienen que dar falsas respuestas.
—¡Eh, eh!… Eso me parece. Ahora bien, aquí tengo el resultado de mis conversaciones con cada uno de los cuatro Vice-coordinadores regionales. ¿Quiere usted que los estudiemos juntos? ¡Ah!… Primero, ¿ha oído usted hablar de la «Sociedad Humanitaria»?
—¿Eh?… Sí. Son una consecuencia de los Fundamentalistas, que impidieron a la U. S. Robots emplear cerebros positrónicos por el principio de competencia obrera desleal y todo lo demás. ¿La «Sociedad Humanitaria» es antimáquinas, verdad?
—Sí, pero… En fin, ya verá. ¿Empezamos? Empezaremos por la Región Oriental…
—Como usted diga…
Región Oriental:
a)
Superficie
: 23.500.000 de kilómetros cuadrados.
b)
Población
: 1.700.000.000 de habitantes.
c)
Capital
: Shanghai.
El bisabuelo de Ching Hso-lin murió durante la invasión japonesa de la vieja República de China y no hubo nadie, aparte de sus desconsolados hijos, para llorar su pérdida y ni siquiera saber qué se había perdido. El abuelo de Ching Hso-lin sobrevivió a la guerra civil, pero no había nadie más que su abnegado hijo para saberlo o importarle.
Y no obstante, Ching Hso-lin era el Vice-coordinador Regional, con el bienestar económico de la mitad de la población de la Tierra a su cuidado.
Quizá era con esto en la cabeza que Ching tenía dos mapas como único adorno permanente en las paredes de su despacho. Uno de ellos era un viejo mapa chino que abarcaba una superficie de un acre o dos y ostentaba todavía los anticuados caracteres pictográficos de la vieja China. Un arroyo cruzaba por entre los dibujos borrosos y en el borde del mapa se veían algunas cabañas, en una de las cuales había nacido el abuelo de Ching.
El otro mapa era de grandes dimensiones, finamente delineado, con todas las indicaciones en netos caracteres cirílicos. La roja frontera que delimitaba las Regiones Orientales comprendía dentro de sus vastos confines todo lo que un día había sido China, India, Birmania, Indochina e Indonesia. En el mapa, en el interior de la provincia de Szechuan, diminuta y tenue hasta el punto que nadie podía verla, había una señal que indicaba el lugar donde estaba situada la atávica granja de los Ching.
Ching estaba de pie delante de estos dos mapas, mientras hablaba con Stephen Byerley en correcto inglés.
—Nadie sabe mejor que tú, señor Coordinador, que mi cargo, bajo muchos conceptos, es una sinecura. Da una cierta categoría social, y represento el punto focal de la administración, pero para todo lo demás…, ¡está la Máquina! La Máquina hace todo el trabajo. ¿Qué te parecen, por ejemplo, las obras hidráulicas de Tientsin?
—¡Tremendas! —dijo Byerley.
—Son sólo una de ellas y no las mayores. Están extensamente esparcidas por Shanghai, Calcuta, Bangkok…, y solucionan la alimentación de los mil setecientos millones de habitantes del Oriente.
—Y sin embargo —respondió Byerley—, tienen un problema de paro en Tientsin. ¿Hay acaso una superproducción? Es inconcebible que Asia sufra de un exceso de comida.
Los ojos de Ching se entornaron hasta ser casi invisibles.
—No. No hemos llegado a esto, todavía. Es cierto que durante estos últimos meses se han cerrado varias albercas en Tientsin, pero la situación no es grave. Los hombres han sido despedidos sólo temporalmente y a los que no les importa trabajar en otros campos han sido embarcados para Colombo, en Ceilán, donde se está implantando una nueva organización.
—¿Y por qué tienen que cerrarse las albercas?
—Veo que no entiendes gran cosa en hidráulica —dijo Ching, sonriendo gentilmente—. Bien, no me sorprende. Tú eres del Norte y allí el cultivo del suelo rinde todavía grandes provechos. En el Norte es elegante considerar la hidráulica, cuando se considera algo, como un sistema de cultivar tulipanes en una solución química, de una manera infinitamente complicada.
»En primer lugar, la cosecha más considerable que tenemos desde hace mucho tiempo (y el porcentaje sigue creciendo) es el lúpulo. Tenemos más de dos mil parcelas de lúpulo en producción y mensualmente aumentan. Los abonos químicos básicos de las diferentes clases de lúpulo son nitratos y fosfatos entre los inorgánicos, con las proporciones debidas de metal, añadidos a las partes fraccionales por millón de boro y molibdeno requerido. La materia orgánica es principalmente mixturas de azúcar derivadas de la hidrólisis de la celulosa, pero, además, hay varios factores alimenticios que deben añadirse:
»Para una industria hidráulica floreciente que pueda alimentar a setecientos millones de hombres, tenemos que emprender un inmenso programa de repoblación forestal por todo el Este; tenemos que poseer vastos talleres de conversión maderera para competir con las selvas meridionales, y acero, y sintéticos químicos por encima de todo.
—¿Para qué, esto último?
—Porque, señor Byerley, estos campos de lúpulo tienen cada uno de ellos sus propiedades particulares. Hemos dado desarrollo, como he dicho, a dos mil parcelas. El bistec que has creído comer hoy era lúpulo. Las frutas congeladas que has tomado de postre era lúpulo helado. Hemos extraído jugo de lúpulo con el sabor, aspecto y valor alimenticio de la leche.
»Es el sabor, más que nada, comprende, lo que presta su atractivo a la alimentación a base de lúpulo, y en busca de este sabor hemos instalado parcelas artificiales fertilizadas que no pueden mantenerse por más tiempo con una dieta básica de sal y azúcar. Una necesita biotina; otra, ácido pteroilglutámico; otras aun, diferentes ácidos amínicos, así como todas las vitaminas B menos una (y aun así es popular y no podemos, con un poco de sentido económico, abandonarlo).
Byerley se agitó en su silla.
—¿Con qué propósito me dices todo esto?
—Me has preguntado, señor, por qué los hombres están sin trabajo en Tientsin. Tengo algo más que explicarte. No es sólo que necesitemos estos variados y diversos abonos para nuestro lúpulo; pero subsiste el complicado factor del capricho popular, que pasa con el tiempo; y la posibilidad del desarrollo de nuevas parcelas con nuevas necesidades y nueva popularidad. Todo esto tiene que ser previsto, y la Máquina hace el trabajo…
—Pero no perfectamente.
—No muy imperfectamente, en vista de las complicaciones que he mencionado. Bien, entonces, algunos miles de obreros en Tientsin están sin trabajo temporalmente. Pero, considera esto: la cantidad de perdidas sufridas durante estos últimos años (pérdidas en términos de defectuosa producción o de defectuosa demanda) no asciende a una décima del uno por ciento de nuestra producción normal. Considero que…
—Y no obstante, durante los primeros años de la Máquina, la cifra era cerca de una milésima del uno por ciento.
—Sí, pero durante el decenio último en que la Máquina empezó sus operaciones con verdadero ímpetu, hemos aumentado nuestra industria de lúpulo, con respecto a la época premáquina, unas veinte veces. Es de esperar que las imperfecciones aumenten con las complicaciones, si bien…
—¿Si bien…?
—Estuvo el curioso ejemplo de Rama Vrasayana.
—¿Qué le ocurrió?
—Vrasayana estaba encargado del taller de evaporación de la salmuera para la producción de yodo, sin el cual el lúpulo puede vivir, pero los seres humanos, no. Se vio obligado a sindicar su taller.