Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Y en las entrañas de Venus, mil cien híbridos formaban su hogar y aguardaban a que un anciano localizara las escurridizas ecuaciones que permitirían que los rayos estáticos se extendieran en dos dimensiones y describieran una curva.
Irene reflexionaba sombríamente mientras, sentada sobre un saliente rocoso, miraba hacia donde una mortecina luz gris indicaba la existencia de una salida al aire libre.
—¿Sabes, Henry?
—¿Qué?
—Apuesto a que los fibs podrían ayudarnos.
—¿Ayudarnos a hacer qué, Irene?
—Ayudarnos a desembarazarnos de los terrícolas.
—¿Por qué lo crees?
—Bueno, son muy inteligentes, mucho más de lo que pensamos. Sin embargo, sus mentes son diferentes por completo y quizá pudieran solucionarlo. Además… acabo de tener una corazonada —De pronto retiró su mano—. No tienes por qué sujetármela, Henry.
Henry tragó saliva.
—Es que tu asiento no es seguro… podrías caerte, ¿sabes?
—¡Oh! —Irene observó el espacio que había bajo sus pies—. Tienes parte de razón. Hay mucha altura desde aquí.
Henry decidió que estaba en presencia de una oportunidad, y actuó en consecuencia. Hubo un momento de silencio mientras consideraba seriamente si ella tendría frío… pero antes de que hubiera llegado a la conclusión de que quizá fuera así, ella habló de nuevo.
—Lo que iba a decirte, Henry, es lo siguiente. ¿Por qué no salimos para ver a los fibs?
—Papá me mataría si tratara de hacer algo así.
—Sería muy divertido.
—Sí, claro, pero es peligroso. No podemos arriesgarnos a que alguien nos vea.
Irene se encogió de hombros con resignación.
—Bueno, si tienes miedo, no hablemos más de ello.
Henry se sobresaltó y enrojeció.
—¿Quién tiene miedo? ¿Cuándo quieres que vayamos?
—Ahora mismo, Henry. En este mismo momento.
—Muy bien. Vayamos. —Se puso en marcha a grandes pasos, arrastrándola tras de sí. Y entonces se le ocurrió una idea y se detuvo en seco.
Se volvió hacia ella con fiereza.
—Yo te enseñaré si tengo miedo. —Sus brazos la rodearon súbitamente y su pequeño grito de sorpresa fue ahogado con efectividad.
—Vaya —dijo Irene, cuando volvió a estar en posición de hablar—. ¡Qué bruto eres!
—Desde luego. Soy un famoso bruto —balbuceó Henry, mientras descruzaba los ojos y se desembarazaba de la sensación de vértigo que había sentido—. Ahora vayamos a ver a esos fibs; y recuérdame, cuando sea presidente, que levante un monumento al camarada que inventó el beso.
Recorrieron el pasillo de paredes rocosas, pasaron por detrás de unos centinelas que miraban hacia el exterior, atravesaron la abertura cuidadosamente camuflada, y se encontraron en la superficie.
Ninguno de los dos hubiera podido decir si los fibs, por alguna extraña facultad suya, presentían la presencia de amigos, pero apenas habían llegado a la orilla cuando unas manchas de color verde que se acercaban por debajo del agua, les anunciaron la llegada de las criaturas.
Una gran cabeza verde de ojos saltones surgió del agua, y, al cabo de un segundo, el lago estuvo lleno de cabezas que se sacudían.
Henry se mojó la mano y asió el miembro delantero amigo que se le ofrecía.
—Hola, fib.
—Pregúntales sobre los terrícolas, Henry —apremió Irene. Henry le hizo señas de impaciencia.
—Espera un poco. Lleva tiempo. Lo hago lo mejor que puedo.
Irene se quedó mirándolos un momento, desconcertada.
—¿Qué ha pasado?
Henry se encogió de hombros.
—No lo sé. He representado a los terrícolas y él parecía entender lo que yo decía. Después he representado a los terrícolas luchando contra nosotros y matándonos… y él ha representado a muchos de nosotros y sólo a unos cuantos de ellos y otro combate en el que nosotros les matábamos. Pero después le he dicho que nosotros les matábamos y entonces venían muchos más de
ellos,
hordas y hordas, y nos mataban y entonces…
Pero la muchacha se tapó los torturados oídos con las manos.
—Oh, Dios mío. No me extraña que la pobre criatura no haya comprendido nada. Me maravilla que no se haya vuelto loco.
—Bueno, lo he hecho lo mejor que he podido —fue la sombría contestación—. De cualquier forma, esta idea de locos ha sido tuya.
Irene no pudo replicarle ya qué, cuando estaba abriendo la boca, el lago se llenó nuevamente de fibs.
—Han vuelto —dijo.
Un fib se adelantó y asió la mano de Henry mientras los demás se amontonaban alrededor con gran excitación. Hubo varios momentos de silencio e Irene se impacientó.
—¿Qué dicen? —preguntó.
—Cállate, por favor. No lo entiendo. Algo sobre grandes animales, o monstruos, o… —Su voz se desvaneció y el surco que tenía entre los ojos se hizo más profundo con su dolorosa concentración.
Asintió, primero abstraídamente, y después con fuerza.
Se levantó y agarró las manos de Irene.
—Lo he entendido, y es la solución perfecta. Nosotros dos solos salvaremos a Ciudad Venus, Irene, con la ayuda de los fibs, si quieres venir conmigo a las tierras bajas mañana. Podemos llevarnos un par de pistolas de tonita y reservas de comida, y si seguimos el río, no tardaremos más de dos o tres días y otro tanto para regresar. ¿Qué dices, Irene?
La juventud no se caracteriza por la prudencia. La vacilación de Irene no fue más que para causar efecto.
—Bueno, quizá no deberíamos ir nosotros dos, pero, pero yo iré contigo.
Hacía calor en las tierras bajas, y el fuego hacía que aumentase, pero Henry se acurrucó junto a él y miró con ansiedad a Irene, que dormía al otro lado.
Ya hacía tres días que habían abandonado las altiplanicies. El riachuelo se había convertido en un tranquilo río de aguas templadas, cuyas orillas estaban cubiertas por la telilla verde de las algas. Los agradables bosques habían dado lugar a junglas de enmarañado espesor y numerosos recovecos. Los diversos ruidos de vida habían aumentado de volumen, convirtiéndose en un ruidoso crescendo. El aire se hizo más cálido y húmedo; el terreno, pantanoso; los alrededores, más fantásticamente desconocidos.
Y, sin embargo, no existía verdadero peligro. Henry estaba convencido de ello. La vida venenosa era desconocida en Venus, y respecto a los monstruos de piel áspera que poblaban las junglas, el fuego por la noche y los fibs durante el día los mantenían alejados.
Por dos veces el penetrante chillido de un centosaurio había sonado en la distancia y por dos veces el sonido de unos árboles que crujían había impulsado a los dos híbridos a abrazarse con temor. En ambas ocasiones, los monstruos habían vuelto a alejarse.
Aquélla era la tercera noche que pasaban fuera, y Henry se movía con intranquilidad. Los fibs confiaban en que a la mañana siguiente podrían iniciar el regreso, y el recuerdo de Ciudad Venus era muy atractivo.
Se tendió sobre el estómago y contempló melancólicamente el fuego, pensando en sus veinte años de edad…, casi veinte años.
«Bueno, ¡qué diablos! —Arrancó unas briznas de hierba que tenía debajo—. Ya es hora de que empiece a pensar en
casarme». —
Y su mirada se posó involuntariamente en la durmiente figura que había al otro lado del fuego.
Como respuesta, hubo un parpadeo y una mirada vaga en los ojos de un azul profundo. Irene se incorporó y se desperezó.
—No puedo dormir —se quejó, pasándose la mano por el cabello—. Hace demasiado calor.
El buen humor de Henry persistió.
—Has dormido durante horas… y roncado como un trombón.
Los ojos de Irene se abrieron por completo.
—¡No es verdad! —Después, con voz vibrante de tragedia—: ¿Lo dices en serio?
—¡No, claro que no! —Henry prorrumpió en carcajadas y sólo se detuvo cuando los dedos del pie de Irene entraron en súbito y agudo contacto con la boca de su estómago—. ¡Ay! —exclamó.
—¡No vuelvas a dirigirme la palabra,
señor
Scanlon! —fue la fría observación de la muchacha.
Ahora le tocó el turno a Henry de ponerse trágico. Se levantó con aterrorizada consternación y dio un solo paso hacia la joven. Y entonces se inmovilizó al oír el penetrante grito de un centosaurio. Cuando recobró la serenidad, se encontró a Irene entre los brazos.
Enrojeciendo, se apartó, y entonces volvió a sonar el chillido del centosaurio, pero desde otra dirección… y la muchacha volvió a refugiarse en sus brazos, casi inmediatamente.
—Creo que los fibs han cazado a los centosaurios. Ven conmigo y se lo preguntaremos.
Los fibs eran manchas borrosas en el gris amanecer que rompía. Hileras e hileras de individuos fatigados y abstraídos era todo lo que se veía. Sólo uno parecía encontrarse desocupado, y cuando Henry se soltó del apretón de manos, dijo:
—Han capturado a tres centosaurios y éstos son todos los que pueden dominar. Nos pondremos inmediatamente en camino hacia las altiplanicies.
La salida del sol sorprendió al grupo a tres kilómetros río arriba. Los híbridos, bordeando la costa, lanzaban temerosas miradas hacia la jungla limítrofe. A través de los claros ocasionales veían unos grandes cuerpos grises. El ruido de los gritos que emitían los reptiles era casi continuo.
—Lamento haberte traído, Irene —dijo Henry—. Ahora no estoy tan seguro de que los fibs puedan cuidarse de los monstruos.
Irene movió la cabeza.
—No te preocupes, Henry. Yo
quise
venir. Sólo que… ojalá se nos hubiera ocurrido que los fibs trajeran a las bestias por sí solos. No nos necesitan.
—¡Sí que nos necesitan! Si un centosaurio pierde el control irá directamente hacia los híbridos y no podrán escapar. Nosotros tenemos las pistolas de tonita para matar a los saurios, en caso de que ocurra lo peor…
La primera noche ninguno de los híbridos pudo conciliar el sueño. En algún lugar, invisibles en la oscuridad del río, los fibs establecieron turnos, y su control telepático sobre los minúsculos cerebros de los gigantescos centosaurios de veinte patas mantuvo su tenue dominio. En la jungla, monstruos de trescientas toneladas aullaban impacientemente contra la fuerza que les conducía río arriba contra su voluntad y se enfurecían con impotencia ante la invisible barrera que les impedía acercarse al riachuelo.
El avance era lento. Cuando los fibs se cansaban, los centosaurios eran un gran obstáculo. Pero gradualmente, el aire se hizo más fresco. El espesor de la jungla disminuyó y la distancia que les separaba de Ciudad Venus se acortó.
Henry saludó los primeros signos de los conocidos bosques de la zona templada con un trémulo suspiro de alivio. Tan sólo la presencia de Irene evitó que abandonara su papel de héroe.
Se sentía lastimosamente ansioso de que su viaje terminara, pero sólo dijo:
—Ya casi ha concluido todo, menos el griterío. Y puedes apostar a que habrá griterío, Irene. Seremos unos héroes, tú y yo.
El entusiasmo de Irene era débil.
—Estoy cansada, Henry. Déjame dormir —Se dejó caer lentamente al suelo, y Henry, tras comunicarse con los fibs, se reunió con ella.
—¿Cuánto falta, Henry?
—Un día más, Irene. Mañana, a esta hora, habremos llegado —No parecía feliz—. Tú crees que no hubiéramos tenido que hacerlo nosotros solos, ¿verdad?
—Bueno, en aquel momento parecía una buena idea.
—Sí, lo sé —dijo Henry—. Me he dado cuenta de que siempre se me ocurren ideas que parecen buenas de momento, pero que luego se vuelven malas.
—Lo único que sé —dijo Irene— es que no me importará no volver a dar un paso en el resto de mi vida. Ahora no me levantaría…
Su voz se desvaneció, mientras sus bonitos ojos azules escudriñaban hacia la derecha. Uno de los centosaurios se cayó en las aguas de un pequeño afluente del riachuelo que estaban siguiendo. Revolcándose en el agua, su enorme cuerpo de serpentina, sostenido por diez pares de robustas patas, relucía horriblemente. Su repugnante cabeza se alzaba hacia el cielo y su terrorífico grito traspasó el aire. Otro se le reunió.
Irene se había puesto en pie.
—¿Qué esperas, Henry? ¡Vámonos! ¡Aprisa!
Henry asió firmemente su pistola de tonita y la siguió.
Arthur Scanlon ingirió violentamente su quinta taza de café y, haciendo un esfuerzo, ajustó la lente óptica del audiómetro. Sus ojos, pensó, estaban convirtiéndose en un obstáculo demasiado grande. Se los frotó hasta irritarlos por completo y lanzó una mirada sobre su hombro hacia la cansada figura que dormía en el diván.
Se arrastró hasta ella y le arregló el cubrecama.
—Pobre mamá —murmuró, y se inclinó a besar los pálidos labios. Se volvió hacia el audiómetro y alzó un puño amenazador—. Espera a que te eche las manos encima, maldito aparato.
Madeline se movió.
—¿Ya es de noche?
—No —mintió Arthur con débil alegría—. Llegará antes que anochezca, mamá. Tú, duerme y deja que yo me ocupe de todo. Papá está arriba trabajando en ese campo estático y dice que ha hecho progresos. Dentro de unos cuantos días todo estará solucionado.
Se sentó silenciosamente junto a ella y cogió su mano con fuerza. Los fatigados ojos de Madeline volvieron a cerrarse.
La luz de señales empezó a centellear y, con una última mirada a su madre, salió al pasillo.
—¿Qué hay?
El híbrido que esperaba saludó vigorosamente.
—John Barno quiere notificarle que se acerca una tormenta. —Le alargó un informe oficial. Arthur le dio una malhumorada ojeada.
—¿Y qué? Ya hemos tenido muchas, ¿no? ¿Qué esperan de Venus?
—Según todos los indicios, ésta será particularmente mala. El barómetro ha descendido de forma sin precedentes. La concentración iónica de la atmósfera superior está en un máximo nunca igualado hasta ahora. El río Beulah se ha desbordado y aumenta rápidamente de nivel.
El otro frunció el ceño.
—No hay ni una sola entrada a Ciudad Venus que no esté a más de cincuenta metros sobre el nivel del río. En cuanto a la lluvia, podemos confiar en nuestro sistema de drenaje —De pronto hizo una mueca—. Vaya a decirle a Barno que, por mí, puede llover durante cuarenta días y cuarenta noches. Quizá eso ahuyente a los terrícolas.
Se volvió para marcharse, pero el híbrido se mantuvo firme.
—Le pido perdón, señor, pero esto no es lo peor. Hoy mismo, una partida de reconocimiento…
—¿Una partida de reconocimiento? ¿Quién ordenó que saliera?