Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Tienes razón, hijo, en cierto modo. Un amigo y compañero es lo mejor que puede tener un muchacho, y temo que Beulah y yo no sirvamos en este aspecto. Alguien de tu clase, como tú dices, sería la solución ideal, pero es difícil —Se rascó la nariz con un dedo y miró pensativamente al techo.
Max abrió la boca como si quisiera decir algo más, pero cambió de opinión y se ruborizó sin ninguna razón evidente. Entonces murmuró, no lo bastante alto como para que Scanlon le oyera:
—¡Me he portado como un tonto!
Dando bruscamente media vuelta salió de la habitación, propinando un fuerte portazo al marcharse. Scanlon le contempló con manifiesta sorpresa.
—¡Vamos! ¡Qué manera tan rara de actuar! Pero ¿qué le ha dado últimamente?
Beulah detuvo las agujas, que se movían ágilmente, el tiempo suficiente para decir:
—Los hombres habéis nacido ciegos, y tontos, por si fuera poco.
—¿De verdad? —fue la irritada respuesta—. ¿Y sabes lo que le pasa?
—Claro que lo sé. Es tan evidente como horrible la corbata que llevas. Ya hace meses que me he dado cuenta. ¡Pobre muchacho!
Scanlon movió la cabeza.
—Hablas en clave, Beulah.
El ama de llaves dejó su labor a un lado y miró al inventor con paciencia.
—Es muy sencillo. El muchacho tiene veinte años. Necesita compañía.
—Pero eso es justo lo que él ha dicho. ¿Es ésta tu maravillosa penetración?
—Dios mío, Jefferson. ¿Tanto tiempo ha transcurrido desde que tú mismo tuviste veinte años? ¿Sinceramente quieres decir que crees que se refiere a una compañía masculina?
—Oh —dijo Scanlon, y entonces se le iluminó súbitamente el rostro—. ¡Oh! —Se rió de manera tonta.
—Bueno, ¿qué piensas hacer para remediarlo?
—Pues… pues, nada. ¿Qué se puede hacer?
—Esa sí que es una bonita manera de hablar de tu pupilo, siendo lo bastante rico como para comprar quinientos orfanatos desde los cimientos hasta el tejado y no darte ni cuenta del gasto. Sería lo más fácil del mundo encontrar a una atractiva señorita híbrida que le hiciera compañía.
Scanlon la miró fijamente, con una expresión de intenso horror en la cara.
—¿Hablas en serio, Beulah? ¿Tratas de sugerirme que vaya a escoger a un híbrido hembra para Max? Pero… pero si yo no sé nada de mujeres…, especialmente de mujeres híbridas. No conozco sus patrones. Estoy expuesto a elegir a una que él considere una bruja horrible.
—No inventes objeciones tontas, Jefferson. Aparte del cabello, tienen el mismo aspecto que nosotros, y estoy segura de que sabrás escoger a una guapa. Nunca ha existido un soltero lo bastante viejo y huraño como para no poder hacer eso.
—¡No! No lo haré. De todas las ideas horribles…
—¡Jefferson! Eres su tutor. Se lo debes a Max.
Estas palabras impresionaron fuertemente al inventor.
—Se lo debo a Max —repitió—. En eso tienes razón, más razón de la que crees —suspiró—. Supongo que debo hacerlo.
Scanlon cambiaba desasosegadamente el peso de su cuerpo de un pie al otro, bajo la penetrante mirada de una oficial de rostro avinagrado cuya tarjeta proclamaba en grandes letras: Señorita Martin, superintendente.
—Siéntese, señor —dijo agriamente—. ¿Qué desea?
Scanlon se aclaró la garganta. Había perdido la cuenta de los asilos visitados hasta el momento y la tarea se le hacía cada vez más pesada. Hizo la promesa solemne de que éste sería el último… O tenían un híbrido del sexo apropiado, la edad y el aspecto que buscaba, o abandonaría todo el proyecto.
—He venido a ver —empezó, en un discurso cuidadosamente preparado, aunque balbuceante— si tienen algún híbri…, algún mestizo marciano en este asilo. Es…
—Tenemos tres —interrumpió vivamente la superintendente.
—¿Alguna hembra? —preguntó Scanlon con ansiedad.
—Todas hembras —replicó ella, y sus ojos brillaron con desaprobadora sospecha.
—Oh, estupendo. ¿Le importa que las vea? Es…
La fría mirada de la señorita Martin no vaciló.
—Perdóneme, pero antes de ir más lejos, quisiera saber si piensa adoptar a un mestizo.
—Me gustaría conseguir los documentos de tutela si se me autoriza a hacerlo. ¿Es algo tan insólito?
—Desde luego que sí —fue la rápida contestación—. Comprenderá usted que en un caso así, primero debemos realizar una concienzuda investigación del estado de la familia, tanto financiera como social. El Gobierno opina que estas criaturas están mejor cuidadas bajo la supervisión del estado, y adoptarlas es bastante difícil.
—Lo sé, señorita, lo sé. Hace unos quince meses he pasado por una experiencia práctica sobre esta cuestión. Creo que puedo satisfacerla en cuanto a mi condición financiera y social sin demasiadas dificultades. Me llamo Jefferson Scanlon…
—¡Jefferson Scanlon! —su exclamación fue casi un chillido. En un abrir y cerrar de ojos, su rostro se iluminó con una sonrisa servil—. Desde luego, tendría que haberle reconocido por todos los retratos suyos que he visto. ¡Qué tonta he sido! Le ruego que no se moleste en darme más referencias. Estoy segura de que en su caso —dijo esto con una entonación particularmente amable— no es necesario ningún expediente.
Hizo sonar furiosamente una campanilla.
—Traiga a Madeline y las otras dos pequeñas lo más rápidamente que pueda —ordenó a la asustada criada que apareció—. Que estén limpias y adviértales que se porten lo mejor posible.
Después, se volvió hacia el visitante.
—No tardarán mucho, señor Scanlon. Es un gran honor tenerle aquí con nosotros, y me avergüenzo del desagradable trato que le he dado antes. Al principio no le había reconocido, aunque comprendí inmediatamente que era alguien importante.
Si Scanlon se había enfadado por el severo desdén inicial de la superintendente, ahora estaba completamente desconcertado por su efusiva amabilidad. Se enjugó una y otra vez la frente, que le transpiraba con profusión, y respondió con incoherentes monosílabos a las vivaces preguntas que le formulaban. Justo cuando había llegado a la decisión de volver sobre sus talones y escapar volando de aquel dragón hecho mujer, la criada anunció a las tres híbridas y salvó la situación.
Scanlon inspeccionó a las tres mestizas con interés y súbita satisfacción. Dos no eran más que niñas, de unos diez años de edad, pero la tercera, que debía tener unos dieciocho, era elegible desde todos los puntos de vista.
Su esbelta figura era ágil y graciosa incluso en la discreta actitud que había asumido, y Scanlon, «solterón acérrimo y apergaminado» como se consideraba, no pudo reprimir un ligero asentimiento de aprobación.
Su cara era ciertamente lo que Beulah llamaría «atractiva», y sus ojos, ahora dirigidos hacia el suelo en tímida confusión, eran de un color azul oscuro que gustó mucho a Scanlon. Incluso su extraño cabello era bonito. Sólo era moderadamente alto, mucho más bajo que la espléndida cresta masculina de Max, y su sedoso brillo blanco atraía los rayos del sol y los despedía en relucientes fulgores.
Las dos pequeñas agarraban con firmeza la falda de su compañera de más edad y miraban a los dos adultos con el miedo reflejado en sus ojos, que aumentó a medida que el tiempo transcurría.
—Me parece, señorita Martin, que la muchacha servirá —observó Scanlon—. Es exactamente lo que quería. ¿Puede decirme cuánto tardarán en estar preparados los documentos de tutela?
—Estarán mañana, señor Scanlon. En un caso tan poco corriente como el suyo, puedo hacer fácilmente unos arreglos especiales.
—Gracias. Entonces volveré… —fue interrumpido por un fuerte sollozo. Una de las pequeñas híbridas, sin poder resistir más, había empezado a llorar, seguida pronto por la otra.
—Madeline —gritó la señorita Martín a la mayor de las tres muchachas—. Haz el favor de hacer que Rose y Blanche se callen. Esto es una exhibición abominable.
Scanlon intervino. Le pareció que Madeline estaba muy pálida y, aunque sonreía y calmaba a las pequeñas, estaba seguro de que tenía lágrimas en los ojos.
—Es posible —sugirió— que la señorita no desee abandonar la institución. Naturalmente, no tengo intención de llevármela más que sobre una base puramente voluntaria.
La señorita Martin sonrió con desdén.
—No causará ningún problema —Se dirigió a la joven—. Has oído hablar del gran Jefferson Scanlon, ¿verdad?
—Sí, señorita Martin —contestó la chica, en voz baja.
—Déjeme arreglar esto, señorita Martin —apremió Scanlon—. Dime, ¿prefieres realmente quedarte aquí?
—Oh, no —replicó ella con viveza—, me gustaría mucho irme, aunque —con una mirada de aprensión a la señorita Martin, continuó— me han tratado muy bien aquí. Pero verá…, ¿qué será de las dos pequeñas? Yo soy todo lo que tienen, y si yo me voy, ellas… ellas…
Perdió toda su resistencia y las abrazó con un súbito y firme apretón.
—¡No quiero dejarlas, señor! —Las besó dulcemente—. No lloréis, niñas. No os abandonaré. No me llevarán.
Scanlon tragó saliva con dificultad y buscó un pañuelo para sonarse. La señorita Martin contemplaba la escena con desaprobadora altivez.
—No haga caso a esta tonta, señor Scanlon —dijo—. Creo que lo tendré todo dispuesto mañana al mediodía.
—Prepare documentos de tutela para las tres —fue el gruñido que recibió como respuesta.
—¿Qué? ¿Las tres? ¿Habla en serio?
—Desde luego. Puedo hacerlo, si lo deseo, ¿verdad? —gritó.
—Bueno, naturalmente, pero…
Scanlon se marchó enseguida, dejando petrificadas a Madeline y a la señorita Martin, esta última completamente estupefacta, la primera con un súbito acceso de felicidad. Incluso las niñas de diez años percibieron el cambio de situación y cesaron en sus sollozos.
La sorpresa de Beulah cuando los recibió en el aeropuerto y vio a tres híbridas cuando sólo esperaba una, no puede describirse. Pero, en conjunto, la sorpresa fue agradable, pues las pequeñas Rose y Blanche conquistaron inmediatamente a la anciana ama de llaves. Su primer saludo consistió en estampar unos grandes y húmedos besos en las arrugadas mejillas de Beulah, a los que ésta correspondió con alegría y nuevos besos.
Con Madeline estuvo encantada y susurró a Scanlon que sabía bastante más de aquellos asuntos de lo que él pretendía.
—Si tuviera un cabello decente —murmuró Scanlon al responderle—, me casaría yo mismo con ella. Eso es lo que haría —y sonrió muy satisfecho de sí mismo.
La llegada a casa a media tarde ocasionó una gran satisfacción a los dos mayores. Scanlon convenció a Max para que le acompañara a dar un largo paseo por el bosque, y cuando el confiado Max se fue, sorprendido pero encantado, Beulah se afanó en instalar cómodamente a las tres recién llegadas.
Visitaron la casa de arriba abajo y vieron las habitaciones que les habían sido asignadas. Beulah charlaba sin cesar, bromeando y riendo, hasta que las híbridas perdieron toda su timidez y se sintieron como si la hubiesen conocido toda la vida.
Después, ya que la tarde invernal era corta, se volvió hacia Madeline bruscamente y dijo:
—Se hace tarde. ¿Quieres acompañarme abajo y ayudarme a preparar la cena para los hombres?
Madeline fue cogida por sorpresa.
—¿Los hombres? ¿Así que hay alguien además del señor Scanlon?
—Oh, sí. Está Max. Todavía no le has visto.
—¿Es Max un pariente suyo?
—No, pequeña. Es otro de los pupilos del señor Scanlon.
—Oh, comprendo —Se ruborizó, llevándose involuntariamente una mano al cabello.
Beulah adivinó enseguida los pensamientos que pasaban por su cabeza y añadió en voz más baja:
—No te preocupes, querida. No le importará que seas híbrida. Estará muy contento de verte.
Sin embargo, «contento» se reveló como un adjetivo completamente inadecuado para aplicarlo a la emoción de Max al ver por primera vez a Madeline.
Entró en la casa antes que Scanlon, quitándose el abrigo y pisoteando con fuerza al mismo tiempo para sacarse la nieve de los zapatos.
—Oh, chico —gritó al inventor que, medio helado, llegaba detrás de él—, no sé por qué tenías tantas ganas de dar un paseo en un día tan frío como hoy —Olfateó el aire apreciativamente—. ¡Ah, me parece que huelo a chuletas de cordero! —y se dirigió hacia el comedor a toda prisa.
Estaba en el umbral cuando se detuvo súbitamente, y jadeó como si se hallara a punto de ahogarse. Scanlon pasó junto a él y se sentó.
—Vamos —dijo, disfrutando al ver su rostro rojo como la grana—, siéntate. Hoy tenemos compañía. Esta es Madeline, ésta es Rose y ésta, Blanche. Y él —se dirigió a las chicas, ya sentadas, y reparó con satisfacción en que la ruborizada Madeline había fijado una mirada llena de confusión en el plato que tenía delante— es mi pupilo, Max.
—¿Qué tal? —murmuró Max, con los ojos como platos—. Me alegro de conoceros.
Rose y Blanche prorrumpieron en alegres saludos como respuesta, pero Madeline sólo levantó fugazmente los ojos y volvió a bajarlos.
La comida fue singularmente tranquila. Max, a pesar de que había pasado toda la tarde quejándose de estar hambriento, dejó que sus chuletas y puré de patata se enfriaran frente a él, mientras Madeline jugaba con su comida como si no supiera para qué servía. Scanlon y Beulah comieron bien y en silencio, intercambiando furtivas miradas entre bocado y bocado.
Scanlon se escabulló después de la cena, pues pensó, muy acertadamente, que en estas cuestiones se necesitaba el toque lleno de delicadeza de una mujer, y cuando Beulah se reunió con él en el estudio varias horas después, comprendió con una sola mirada que había acertado.
—He roto el hielo —dijo ella alegremente—, ahora se están contando la historia de su vida y se llevan muy bien. Sin embargo, siguen asustados el uno del otro e insisten en sentarse en extremos opuestos de la habitación, pero esto pasará… y bastante pronto, por cierto.
—Hacen una pareja estupenda, ¿verdad, Beulah?
—La mejor que he visto. Y las pequeñas Rose y Blanche son unos ángeles. Acabo de meterlas en la cama.
Hubo un corto silencio, y después Beulah continuó en voz baja:
—Aquélla fue la única ocasión en que tú tuviste razón y yo no, cuando trajiste a Max a casa y yo me opuse; pero aquella única vez vale por todo lo demás. Eres digno de tu querida madre, Jefferson.
Scanlon asintió con seriedad.
—Me gustaría poder hacer igualmente felices a todos los híbridos de la Tierra. ¡Sería algo tan sencillo! Si los tratáramos como humanos, en vez de como criminales, y les proporcionáramos hogares especialmente construidos para ellos y calculados para su felicidad…