Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Abre tu galletita de la suerte, Rog —dijo Avalon con indulgencia—. Te dirá que estás por encontrar algo muy importante.
Halsted lo hizo, y dijo:
—Dice lo siguiente: “Que una sonrisa sea tu paraguas”. —y se irritó de modo visible.
—No estoy seguro de que esté bien que un Viudo Negro reciba un mensaje de una mujer mientras se desarrolla una sesión —dijo Rubin.
—Los impulsos eléctricos no tienen sexo —dijo Gonzalo—, aunque sospecho que no lo sabes, Manny, más de lo que sabes cualquier otra cosa sobre el tema.
Pero Henry traía el brandy y Drake detuvo la inevitable respuesta furiosa (y tal vez impropia) tocando una retreta de golpecitos sobre su vaso de agua.
—Permítanme presentarles a Jason Leominster —dijo Drake—, un vecino mío un poco lejano. Es un genealogista y no creo que haya un solo socio del club de los Viudos Negros (siempre con la excepción de Henry) que tenga una genealogía que soporte un examen, así que tengamos cuidado.
—No es así en realidad —dijo Leominster—. Nadie ha quedado desilusionado nunca con una genealogía. La cantidad de antepasados aumenta en progresión geométrica con cada generación, restándole el efecto del matrimonio entre parientes. Si exploramos los hermanos, los padres y sus hermanos, los abuelos y sus hermanos, todos los parentescos por matrimonio y sus hermanos, y los padres y abuelos que se presentan con los casos de nuevo matrimonio, tenemos cientos de individuos con quienes jugar con sólo retroceder un siglo.
»Si subrayamos las conexiones halagadoras y pasamos por alto las otras, no podemos perder. Para el genealogista profesional, desde luego, puede haber descubrimientos de valor histórico, con frecuencia menores, y a veces sorpresivamente importantes. Yo, por ejemplo, descubrí un descendiente colateral de Martha Washington que…
Trumbull, que había alzado la mano sin efecto durante estas observaciones, dijo ahora:
—Por favor, señor Leominster, disculpe. Mira, Jim, esto está fuera de orden. Tiene que ser con pregunta y respuesta. ¿Quieres designar un interrogador?
Drake apagó su cigarrillo en el cenicero y dijo:
—A mí me sonaba interesante tal como era. Pero adelante. Tú eres el interrogador.
Trumbull frunció el entrecejo.
—Sólo quiero las cosas en orden. Señor Leominster, le pido disculpas por interrumpirlo. Era interesante, pero debemos proceder de acuerdo a la tradición. Mi primera pregunta habría sido para que justificara su existencia, pero sus observaciones ya han indicado cómo estaría encaminada su respuesta. En consecuencia permítame pasar a la pregunta siguiente. Señor Leominster, durante la cena usted dijo que una persona podía esconder algo en un sitio, cambiarlo a otro, después recordar sólo el primero. También dijo que le ocurrió a usted por así decirlo y que tal vez no haya ocurrido. ¿Podría ampliar esto? Tengo curiosidad por saber en qué pensaba.
—En nada, en realidad. Mi tía murió el mes pasado —y aquí Leominster alzó la mano—, pero ahórrenme los formulismos de rigor. Tenía ochenta y cinco años y estaba postrada. Lo que importa es que me dejó su casa y lo que contiene, que había sido de su hermano hasta que él murió, hace diez años, y el asunto del señor Halsted con los gemelos me recordó lo que pasó cuando mi tía heredó la casa.
—Bien —dijo Trumbull—, ¿qué pasó entonces?
—Ella estaba convencida de que había algo oculto en la casa; algo de valor. Nunca se lo encontró y eso es todo.
—Entonces, sea lo que fuere, aún sigue allí, ¿verdad? —dijo Trumbull.
—Si es que por empezar estaba allí, entonces supongo que sí.
—¿Y ahora es suyo?
—Sí.
—¿Y qué pretende hacer al respecto?
—No veo que pueda hacerse nada. No lo encontramos cuando lo buscamos, y es probable que no lo encontremos ahora. Sin embargo…
—¿Sí?
—Bueno, con el tiempo pienso poner la casa en venta y rematar lo que contiene. Las cosas no me sirven como tales y sí en cambio su equivalente en efectivo. Sin embargo, sería molesto rematar un objeto en cien dólares y descubrir que contiene algo que vale, digamos, veinticinco mil dólares.
Trumbull se echó hacia atrás y dijo:
—Con permiso del anfitrión, señor Leominster, voy a pedirle que cuente la historia en un orden razonable. ¿Qué es lo que se perdió? ¿Cómo llegó a perderse? Y así sucesivamente.
—¡Eso, eso! —dijo Gonzalo, aprobador. Había terminado su bosquejo, que convertía el rostro de Leominster en un triángulo con la punta hacia abajo, sin que dejara de ser reconocible en lo más mínimo.
Leominster miró el bosquejo con estoicismo y asintió, tomando un sorbo de brandy mientras Henry levantaba la mesa sin hacer un sonido.
—Pertenezco a lo que llaman una antigua familia de Nueva Inglaterra —dijo Leominster—. La familia hizo su fortuna hace dos siglos con hilanderías y, según creo, con algunos de los aspectos menos agradables del comercio: esclavos y ron. La familia ha aumentado el dinero desde entonces, haciendo inversiones juiciosas y demás. No somos magnates, pero la pasamos bien… los que quedamos: yo y un primo. Soy divorciado, dicho sea de paso, y no tengo hijos.
»La historia de la familia es lo que hizo que me interesara por la genealogía, y las finanzas familiares me dieron la posibilidad de sacarme el gusto en ese sentido. No es una práctica exactamente remuneradora, al menos no del modo que yo la practico, pero puedo costeármela.
»Mi tío Bryce (el hermano mayor de mi padre) se retiró a edad bastante temprana después de la muerte de su esposa. Construyó una casa de cierto barroquismo en Connecticut y se dedicó a coleccionar cosas. Por mi parte no entiendo el placer que puede haber en la acumulación, pero imagino que despertaba en él los mismos placeres que a mí me da la investigación genealógica.
—¿Qué coleccionaba? —preguntó Avalon.
—Varios tipos de artículos, pero nada fuera de lo común. Era un tipo bastante aplicado, sin mucha imaginación. Empezó coleccionando libros antiguos, después monedas antiguas, y por último estampillas. El entusiasmo nunca fue tan intenso como para que invirtiera sumas realmente grandes, así que sus colecciones no son de las que podríamos llamar de primera categoría. Eran del tipo sobre las que sonríen con condescendencia los conocedores. Sin embargo, le daba placer, y su biblioteca de mil volúmenes no carece por completo de valor. Tampoco lo demás. Y desde luego hasta un coleccionista menor puede ponerle las manos encima a una buena pieza.
—¿Y su tío lo había hecho? —preguntó Trumbull.
—Mi tía Hester (era la tercera de los hijos, dos años menor que mi tío Bryce y cinco años mayor que mi padre, que murió hace catorce años.) Mi tía Hester decía que mi tío tenía una pieza valiosa.
—¿Cómo lo sabía?
—Mi tía Hester siempre tuvo estrechas relaciones con mi tío. Vivía en Florida, pero después de que mi tío enviudó acostumbrada pasar algunos de los meses del verano con él en Connecticut todos los años. Nunca se había casado y ambos se acercaron con la edad, dado que no quedaba casi nadie más.
»Mi tío tenía un hijo pero hacía veinticinco años que vivía en Sudamérica. Se ha casado con una muchacha brasileña y tiene tres hijos. El padre y él no se llevaban bien para nada, y ninguno de los dos parecía existir para el otro. Estaba yo, desde luego, y me invitaban con bastante frecuencia por un sentido del deber y de lejano parentesco; y ellos me caían muy bien.
»La tía Hester era una anciana estirada, con una terrible conciencia de la posición de la familia, hasta un extremo ridículo y fuera de moda, desde luego. Era precisa y rígida en el modo de hablar, y estaba convencida de que vivía en un mundo hostil de ladrones y socialistas. Nunca usó sus joyas, por ejemplo. Las guardaba en una caja de seguridad y no las sacaba nunca.
»Por lo tanto era natural que mi tío le dejara la casa a mi tía, y que ella a su vez me la dejara a mí. Sin embargo soy lo bastante genealogista como para recordar que mi tío Bryce tiene un hijo que es el heredero directo y más merecedor, por los vínculos de sangre, a ser heredero de la casa. Le he escrito a mi primo para preguntarle si está satisfecho con el testamento, y hace tres días recibí una carta de él en la que me dice que podía quedarme con la casa y lo que contiene, sin inconvenientes. En realidad dice, con bastante amargura, que por lo que a él se refiere yo podría quemar la casa y lo que contiene.
—Señor Leominster —dijo Trumbull—, me pregunto si podría usted volver al objeto perdido.
—Oh, lo siento. Lo había olvidado. Si se tienen en cuenta sus puntos de vista, la tía Hester no se sentía feliz con el desdeñoso modo de tratar las colecciones que tenía mi tío. La tía Hester tenía una idea totalmente exagerada de su valor. “Estas piezas y misceláneas”, me decía “son de un valor inapreciable”.
—¿Así las llamaba? ¿Piezas y misceláneas? —preguntó Avalon con una sonrisa.
—Era una de sus frases favoritas. Les aseguro que lo recuerdo bien. Tenía un modo de hablar arcaico, deliberadamente culto, estoy seguro. Sentía que el lenguaje era un gran indicador de la posición social…
—Shaw también lo pensaba —interrumpió Rubin— Pigmalión.
—No importa, Manny —dijo Trumbull—. ¿Quiere seguir, por favor, señor Leominster?
—Estaba por decir que el fetiche de complicación verbal de la tía Hester era algo, según creo, que ella sentía que la apartaba de las clases inferiores. Si yo le decía que ella tenía que preguntarle algo a alguien, casi seguro que me contestaba algo así: “¿Pero a quién, con exactitud, querido, tendría que inquirir?” Nunca decía “preguntar” si podía decir “inquirir”. De hecho, era la única persona que he conocido que usaba casi sin cesar el modo subjuntivo. Una vez me dijo: “Tendrías la enorme bondad, mi querido Jason, de asegurarte de si está lloviendo o no” y apenas si logré entenderle.
»Pero una vez más me aparto del tema. Como dije, ella tenía una idea exagerada del valor de la colección de mi tío y siempre lo perseguía para que hiciera algo al respecto. Ante su insistencia, colocó una compleja alarma contra ladrones y tenía una alarma especial instalada que sonaba en la repartición policial más cercana.
—¿Alguna vez la usaron? —preguntó Halsted.
—Por lo que yo sé no —dijo Leominster—. Nunca hubo robos. Mi tío no vivía exactamente en una zona de alta criminalidad (aunque era imposible convencer de eso a mi tía) y no me sorprendería que los posibles ladrones tuviesen una noción más precisa y desalentadora del valor de las colecciones de mi tío que la que tenía mi tía. Después de la muerte de mi tío, tía Hester hizo tasar algunas de sus pertenencias. Cuando le dijeron que su colección de estampillas valía, tal vez, diez mil dólares, quedó horrorizada. “Son ladrones” me dijo. “Si remitieran diez mil dólares, después con seguridad rematarían la colección por un millón, como mínimo”. No permitió otras tasaciones, y se aferró a todo con una voluntad inquebrantable. Por fortuna tenía medios suficientes de vida y no tuvo que vender nada. Sin embargo, estoy seguro de que hasta el día de su muerte estuvo convencida de que me dejaba posesiones equivalentes a una fortuna enorme. Por desgracia no es así.
»Mi tío Bryce era bastante perspicaz en ese sentido. Sabía que las colecciones sólo tenían un valor moderado. Me lo dijo en varias ocasiones, aunque también dijo que tenía unas pocas piezas que valían la pena. No fue específico. Según la tía Hester, con ella entró en más detalles. Cuando lo apremió para que depositara la colección de estampillas en una bóveda bancaria dijo: “¿Qué, y nunca poder mirarla? Entonces no tendría ningún valor para mí. Además, no vale mucho, salvo una pieza, y de ella ya me he encargado”.
—Esa única pieza de la colección de estampillas de la que su tío dijo haberse encargado: ¿eso es lo que se perdió? —dijo Avalon—. ¿Fue una estampilla?
—Así dijo a Hester cuando murió mi tío. Le había dejado la casa y lo que contiene, lo que incluye esa estampilla. Me llamó poco después del funeral para decirme que no podía encontrarla y que estaba convencida de que la habían robado. Yo había asistido al funeral, desde luego, y aún estaba en Connecticut, ya que aproveché la ocasión para rastrear algunas antiguas lápidas, y al día siguiente de la llamada fui a cenar con ella.
»Fue una comida turbulenta, porque la tía Hester estaba furiosa por no haber encontrado la estampilla. Estaba convencida de que valía millones y que los sirvientes se la habían llevado… o tal vez los de la funeraria. Hasta tenía una pequeña sospecha sobre mí. Me dijo después del postre: “Tu tío, lo presumo, nunca disertó contigo sobre el asunto de su realización, ¿verdad?”
»Le dije que no… lo cual era cierto. Nunca lo ha hecho.
—¿Tenía ella alguna idea acerca de dónde la había ocultado su tío? —dijo Trumbull.
—¡Por cierto! Esa era una de las bases de su enfado. Él se lo había dicho, pero no había sido suficientemente específico, y ella no tenía la intención de acosarlo, exactamente. Supongo que se conformó con que se hubiese encargado del asunto y no pensó más en ello. Él le dijo que la había colocado en uno de sus volúmenes no abreviados, de donde podía sacarla con la suficiente facilidad cada vez que lo deseaba, pero donde ningún ladrón casual pensaría en buscarla.
—¿En uno de los volúmenes no abreviados? —dijo Avalon asombrado—. ¿Se refería a su colección de libros?
—Tía Hester lo citó como diciendo “en uno de mis volúmenes no abreviados”. Supusimos que se refería a su colección.
—Es un lugar tonto para ponerla —dijo Rubin—. Un libro puede robarse con la misma facilidad que una estampilla. Podría ser robado por su propio valor y la estampilla iría como recompensa adicional.
—No creo que mi tío pensara seriamente en el libro como un lugar seguro; no era más que un modo de satisfacer a mi tía. De hecho, si ella no le hubiese machacado con el asunto, estoy seguro de que el tío Bryce la habría dejado en la colección, que es, fue y siempre ha sido un lugar seguro y sólido. Como es lógico, nunca se lo dije a mi tía.
—Cuando la gente habla del “No abreviado” por lo común se refiere al Diccionario Webster No Abreviado —dijo Rubin—. ¿Su tío tenía uno?
—Por supuesto. Sobre un pequeño soporte especial. Mi tía había pensado en eso y se habla fijado allí y no la encontró. Fue entonces que me llamó. Nos dirigimos a la biblioteca después de cenar y revisamos otra vez el No abreviado. Mi tío guardaba sus mejores estampillas en sobrecitos transparentes y podían haber ubicado uno de ellos entre las páginas. Sin embargo, se lo habría notado bastante. Era una edición en papel cebolla, y por cierto el diccionario habría tendido a abrirse en esa página. La tía Hester dijo que sería muy del tío Bryce ocultarlo de manera tan tonta como para que fuera fácil robarlo.