Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Tal vez Moriarty sólo hizo los cálculos para un asteroide, y eso es todo —dijo Gonzalo.
—Entonces lo habría titulado La dinámica de Ceres o cualquier otro asteroide con el que hubiese trabajado.
—No —dijo Gonzalo, tercamente—, no me refiero a eso. No quiero decir que hizo los cálculos para un asteroide en especial. Quiero decir que eligió un asteroide al azar, o sólo un asteroide ideal, tal vez no uno que existe realmente. Después calculó su dinámica.
—No es mala idea, Mario —dijo Drake—. El único problema es que si Moriarty calculó la dinámica de un asteroide, el sistema matemático básico, eso se habría aplicado a todos ellos, y el título del ensayo sería La dinámica de los asteroides. Y además, sea lo que fuere lo que calculase en ese sentido sería sólo newtoniano y no tendría un valor primordial.
—¿Pretendes decir —dijo Gonzalo, negándose a abandonar—, que ninguno de los asteroides tenía algo especial en su órbita?
—Ninguno de los conocidos en 1875 —dijo Drake—. Todos tenían órbitas entre las de Marte y Júpiter y todos seguían la teoría de la gravedad con considerable exactitud. Ahora conocemos algunos asteroides con órbitas fuera de lo común. El primer asteroide fuera de la común descubierto fue Eros, que tiene una órbita que a veces lo acerca al sol más de lo que se acerca Marte en cualquier momento y en ocasiones lo lleva a veintidós millones de kilómetros de la Tierra, más cerca de ella que cualquier otro cuerpo de su tamaño o mayor, con la excepción de la Luna.
»Sin embargo, eso no se descubrió hasta 1898. Después, en 1906, se descubrió Aquiles. Era el primero de los asteroides Troyanos y éstos son extraordinarios porque se mueven alrededor del sol en la órbita de Júpiter, aunque bien por delante o por detrás del planeta.
—¿Acaso Moriarty no podría haber anticipado estos descubrimientos, y calculado sus órbitas desacostumbradas?
—Aunque los hubiese anticipado, las órbitas sólo son desacostumbradas en su posición, no en su dinámica. Los asteroides Troyanos ofrecieron algunos aspectos teóricos interesantes, pero eso ya había sido calculado por Lagrange un siglo antes.
Hubo un breve silencio y entonces Henry dijo:
—Sin embargo el título es tan definido, señor. Si aceptamos la premisa sherlockiana de que tiene que tener sentido, ¿no es posible que se refiera a una época en que había un solo cuerpo orbitando entre Marte y Júpiter?
Drake sonrió.
—No trates de hacerte el ignorante, Henry. Estás hablando sobre la teoría de la explosión como origen de los asteroides.
Por un instante pareció como si Henry pudiese sonreír. Si el impulso existió, fue controlado, sin embargo, y dijo:
—En mis lecturas me topé una vez con la sugerencia de que en una época hubo un planeta entre Marte y Júpiter y que éste había explotado.
—Esa ya no es una teoría popular —dijo Drake, pero por cierto tuvo su momento de auge. En 1801 cuando se descubrió Ceres, el primer asteroide, resultó que sólo tenía 770 kilómetros de ancho, o sea que era asombrosamente pequeño. Lo más asombroso, sin embargo, fue que en los tres próximos años se descubrieron otros tres asteroides, con orbitas muy semejantes. De inmediato surgió la idea de un planeta que había explotado.
—¿Acaso el profesor Moriarty no podría haberse referido a ese planeta antes de su explosión, cuando hablaba de un asteroide?
—Supongo que podría ser, ¿pero por qué no llamarlo un planeta? —dijo Drake.
—¿Habría sido un planeta grande?
—No, Henry. Si se reúne la masa de todos los asteroides, conformarían un planeta de apenas mil seiscientos kilómetros de diámetro.
—¿No estaría eso más cerca de lo que ahora consideramos un asteroide, más que de lo que consideramos un planeta? ¿No habría sido eso aún más aplicable en 1875, cuando se conocían menos asteroides y el cuerpo original habría parecido aún menor?
—Puede ser —dijo Drake—. ¿Pero por qué no llamarlo el asteroide, entonces?
—Tal vez el profesor Moriarty sentía que titular el ensayo La dinámica del asteroide era demasiado preciso. Tal vez sentía que la teoría de la explosión no era aún lo bastante segura como para que fuera posible hablar de otra cosa que de un asteroide. Por más inescrupuloso que pudiese ser el profesor Moriarty fuera del mundo científico, tenemos que suponer que era muy cuidadoso y de una rígida precisión como matemático.
Mason sonreía otra vez.
—Me gusta eso, Henry. Es una gran idea —se volvió hacia Gonzalo—. Usted tenía razón.
—Se lo dije —dijo Gonzalo.
—Un momento, veamos a dónde nos lleva esto —dijo Drake—. Moriarty no puede haber estado hablando sobre la dinámica del asteroide original como de un mundo que orbitaba alrededor del sol, porque seguiría la teoría de la gravedad tal como lo hacen todos sus descendientes.
»Tiene que haber estado hablando sobre la explosión. Tiene que haber analizado las fuerzas de la estructura planetaria que harían concebible una explosión. Habría discutido las consecuencias de la explosión, y todo lo que no cayera dentro de los límites de la teoría de la gravedad. Habría calculado los acontecimientos de tal como que las fuerzas explosivas dieran pie a los efectos gravitatorios y dejaran los fragmentos asteroidales en las órbitas que hoy tienen.
Drake lo pensó, después asintió, y siguió:
—Eso no estaría mal. Sería un problema matemático a la altura del cerebro de Moriarty, y podríamos considerarlo como el primer intento de un matemático por emprender un problema astronómico tan complejo. Sí, me gusta.
—A mí también me gusta —dijo Mason—. Si puedo recordar todo lo que han dicho, cuento con mi artículo. Por Dios, esto es maravilloso.
—A decir verdad, caballeros —dijo Henry—, creo que esta hipótesis es aún mejor de lo que la ha hecho sonar el doctor Drake. Creo que el señor Rub¡n dijo antes que debemos suponer que el tratado del profesor Moriarty fue eliminado, porque no se lo puede localizar en los anales científicos. Bueno, me parece que si nuestra teoría puede explicar también esa eliminación, tomaría mucho más fuerza.
—Ya lo creo —dijo Avalon—, ¿pero puede?
—Piensen —dijo Henry, y un matiz de calor se filtró en su voz serena— que por encima de la dificultad del problema, y del honor que se ganaba al resolverlo, hay un atractivo especial en el problema para el profesor Moriarty, teniendo en cuenta su carácter conocido.
»Después de todo, estamos ante la destrucción de un mundo. Para un criminal maestro como el profesor Moriarty, cuyo genio enfermo se esforzaba por provocar el caos sobre la Tierra, por desbaratar y corromper la sociedad y la economía mundiales, la visión de la destrucción física concreta de un mundo tiene que haber ejercido una fascinación absoluta…
»¿Acaso Moriarty no podría haber imaginado que en ese asteroide original había existido otro como él, alguien que no sólo había tocado las corrientes malignas del alma humana sino que había llegado a jugar con las peligrosas fuerzas internas de un planeta? Moriarty puede haber imaginado que este súper Moriarty del asteroide original había destruido con deliberación su mundo, y toda la vida que había sobre él, incluyendo la propia, por el puro disfrute del mal, dejando los asteroides que hoy existen como las numerosas lápidas que recuerdan la acción.
»¿Podría Moriarty haber llegado a envidiar la hazaña y tratado de elaborar la acción que se necesitaría para lograr lo mismo en la Tierra? ¿Los pocos matemáticos europeos que podían aunque fuese vislumbrar lo que Moriarty afirmaba en su tratado no habrían comprendido que lo que se describía era no sólo una descripción matemática del origen de los asteroides sino también el principio de una receta para el crimen definitivo: el de la destrucción de la propia Tierra, de toda vida, y de la creación de un cinturón de asteroides mucho mayor?
»Entonces no es de asombrarse que una comunidad científica horrorizada suprimiera la obra.
Y cuando Henry terminó, hubo un momento de silencio y después Drake aplaudió. Los otros se le unieron rápidamente.
Henry enrojeció.
—Lo siento —murmuró, cuando se apagó el aplauso—. Temo que me dejé llevar.
—En absoluto —dijo Avalon—. Fue un sorprendente estallido poético que me alegro de haber oído.
—Francamente, creo que es perfecto —dijo Halsted—. Es exactamente lo que Moriarty haría y lo explica todo. ¿Qué dices, Ron?
—Diré algo —dijo Mason— en cuanto recobre el habla. No pido más que preparar un ensayo sherlockiano basado en el análisis de Henry. Sin embargo, ¿cómo puedo hacer las paces con mi conciencia por apropiarme de sus ideas?
—Son suyas, señor Mason —dijo Henry—, es mi regalo por iniciar una sesión muy gratificante. Yo también he sido un adicto a Sherlock Holmes durante muchos años.
Permítanme confesar. Yo soy un miembro de los Irregulares de la Calle Baker. Yo entré aunque nunca había escrito un artículo sherlockiano. Yo era quien creía que seria fácil escribir uno si tenía que hacerlo y después descubrí con horror que cualquier miembro de los Irregulares de la Calle Baker era infinitamente más conocedor que yo de los escritos sagrados y que me era imposible competir. (Aún así, Ronald Mason no me representa a mí en este relato, y no se parece a mí en nada.)
Sólo logré salir de mi parálisis bajo el apremio de los Irregulares Michael Harrison y Banesh Hoffman, y sólo después de que Harrison insinuara que emprendiera la cuestión de La dinámica de un asteroide. Escribí un artículo de 1.600 palabras con gran entusiasmo y me enamoré de tal modo de mi inteligente análisis de la situación que no pude soportar la idea de que sólo unos pocos cientos de Irregulares de la Calle Baker llegaran a verlo.
Por lo tanto lo convertí en “El crimen definitivo” y saqué de él un relato del club de los Viudos Negros para un público más amplio.
Y por fin me siento como un auténtico Irregular de la Calle Baker.
Y una vez más, ahora que he llegado al fin del libro, tendré que repetir lo que dije al fin del primer libro. Escribiré más relatos del club de los Viudos Negros. Por una parte, me he enamorado de todos los personajes. Por otra, no puedo evitarlo. Las cosas han llegado a un extremo en que casi cualquier cosa que veo o hago entra por una cañería especial de mi mente, de modo automático e involuntario, para ver si por el otro extremo sale un argumento para un relato del club de los Viudos Negros.
Sixty Million Trillion Combinations
Ya que era Thomas Trumbull el que actuaba como anfitrión para los Viudos Negros ese mes, no llegó en el último minuto, como era su costumbre, jadeando por su trago.
Allí estaba, después de llegar dignamente temprano, conferenciando con Henry, el incomparable camarero, sobre los detalles del menú de la noche, y saludando a cada uno de los otros a medida que arribaban.
Mario Gonzalo, que llegó último, se sacó el ligero sobretodo con cuidado, lo sacudió suavemente, como si quisiera sacarle el polvo del taxímetro, y lo colgó en el guardarropa. Regresó frotándose las manos.
—Hay un otoño helado en el aire —dijo—. Creo que el verano ha terminado.
—Ya era hora —dijo Emmanuel Rubin desde donde estaba conversando con Geoffrey Avalon y James Drake.
—No me estoy quejando —respondió Gonzalo. Y a Trumbull—: ¿Ha llegado ya tu invitado?
—No he traído un invitado —respondió Trumbull con claridad, como si estuviera cansado de explicar.
—¿Oh? —dijo Gonzalo, sin expresión. No había nada absolutamente irregular en eso. Las reglas de los Viudos Negros no obligaban un invitado, aunque no tenerlo era bastante poco habitual—. Bueno, supongo que está todo bien.
—Es más que todo bien —dijo Geoffrey Avalon, que se había desplazado en su dirección, mirando desde la altura de setenta y cuatro pulgadas de espalda derecha. Sus espesas cejas grises se fruncieron sobre los ojos y dijo—: al menos eso garantiza un encuentro en el que podemos hablar abiertamente y relajados.
—No sé nada sobre eso —dijo Gonzalo—. Estoy acostumbrado a los problemas que vienen. No creo que ninguno de nosotros se sienta cómodo sin uno. Además, ¿qué pasa con Henry?
Miró a Henry mientras hablaba y Henry permitió que una discreta sonrisa cruzara su rostro sesentón y sin arrugas.
—Por favor, no se preocupe, señor Gonzalo. Será un placer servir la comida y escuchar la conversación aunque no haya nada desconcertante.
—Bueno —dijo Trumbull, frunciendo el ceño y sacudiendo el cabello esplendorosamente blanco sobre el rostro bronceado—, no tendrás ese placer, Henry. Soy yo el que tiene el problema y espero que alguien lo resuelva, al menos tú, Henry.
Los labios de Avalon se tensaron.
—Bueno, por el descarado trasero de Belcebú, Tom, podrías habernos dado un anticuado…
Trumbull se encogió de hombros y se volvió, entonces Roger Halsted le dijo a Avalon en voz baja:
—¿Qué es ese trozo de Belcebú? ¿Dónde lo encontraste?
—Oh, bueno —Avalon parecía complacido—, Manny está escribiendo una especie de historia de aventuras de la Inglaterra de Isabel —Isabel I, por supuesto— y parece…
Rubin, habiendo escuchado el mágico sonido de su nombre, se aproximó.
—Es una historia en el mar —dijo.
—¿Te has cansado de los misterios? —preguntó Halsted.
—También es de misterio —dijo Rubin con los ojos resplandecientes detrás de los gruesos cristales de sus anteojos—. ¿Qué te hace pensar que no puedes tener una perspectiva misteriosa en cualquier clase de historia?
—En todo caso —dijo Avalon—, Manny tiene un personaje que siempre está jurando repetidamente y nunca dice lo mismo dos veces, y necesita algunos juramentos resonantes. El descarado trasero de Belcebú es bueno, creo.
—O las mamas munificentes de Mammon —dijo Halsted.
—¡Ya están haciéndolo! —dijo Trumbull, con violencia—. Si no traigo algún problema que nos ocupe de manera provechosa y comprometa la mente superlativa de nuestro Henry, toda la noche degenerará en estúpidos tresillos —por el diminuto trombón de Tutankhamón.
—Te atrapa después de un rato —sonrió Rubin, imperturbable.
—Bueno, dejémoslo —dijo Trumbull—. ¿Está lista la cena, Henry?
—Sí lo está, señor Trumbull.
—Muy bien, entonces. Si ustedes idiotas mantienen esta repetición por más de dos minutos. Me iré, anfitrión o no.