Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Dmitri Grande la recibió de buen grado. En una conversación privada, le dio unas palmadas a Anthony en la espalda y afirmó que él mismo había estado haciendo elucubraciones parecidas, aunque no quiso atribuirse ningún mérito oficial. (Por si resultaba ser un fiasco, pensaba Anthony.)
Dmitri Grande se encargó de buscar el homólogo. A Anthony ni siquiera se le había ocurrido que pudiera interesarle. No sabía nada de homología ni conocía a ningún homólogo, excepto su hermano, por supuesto, y no pensó en él. Conscientemente, al menos.
Así que Anthony estaba en el área de recepción, en un papel secundario, cuando la puerta de la nave se abrió y varios hombres descendieron. Empezó la serie de apretones de mano y Anthony se encontró frente a su propio rostro.
Se le encendieron las mejillas y lamentó no estar a mil kilómetros de distancia.
Más que nunca, William lamentó que el recuerdo de su hermano no le hubiera venido antes. Debería haberle venido, sin duda.
Pero la solicitud lo había halagado y entusiasmado. Tal vez había procurado evitar intencionadamente el recuerdo.
Ante todo, estaba la euforia de Dmitri Grande yendo a verlo en persona. Viajó de Dallas a Nueva York en avión y eso fue muy estimulante para William, cuyo vicio secreto era leer novelas de misterio. En esas novelas la gente siempre viajaba en transporte de masas cuando debía guardar un secreto. El viaje electrónico era de propiedad pública; al menos en las novelas, donde cada haz de radiación estaba invariablemente vigilado por el enemigo.
William comentó esto con cierto humor morboso, pero Dmitri no le escuchaba. Miraba al rostro de William, como pensando en otra cosa, y finalmente dijo:
—Lo siento. Es que me recuerdas a alguien.
(Y, sin embargo, William no lo comprendió entonces. ¿Cómo era posible?, se preguntaría más tarde.)
Dmitri Grande era un hombre rechoncho y que era presa de un pestañeo constante cuando estaba preocupado. Tenía una nariz redonda y protuberante y mejillas pronunciadas, y estaba fofo por todas partes. Puso énfasis al decir su apellido y se apresuró a señalar, como si siempre hiciera ese comentario:
—Para ser grande se necesita algo más que tamaño, amigo mío.
En la charla que siguió, William puso muchas objeciones. No sabía nada sobre ordenadores. ¡Nada! No tenía la menor idea de cómo funcionaban ni de cómo se programaban.
—No importa, no importa —rechazó Dmitri, desechando las objeciones con un expresivo ademán de su mano—. Nosotros conocemos los ordenadores, nosotros podemos preparar los programas. Tú dinos sólo qué debe hacer el ordenador para funcionar como un cerebro y no como un ordenador.
—No estoy seguro de conocer el funcionamiento del cerebro hasta ese extremo, Dmitri.
—Eres el homólogo más destacado del mundo. He investigado tus antecedentes —insistió Dmitri, cerrando así la discusión.
William escuchó con creciente abatimiento. Era inevitable, pensó. Si una persona se sumergía en su especialidad durante mucho tiempo, terminaba por creer que los especialistas de otros campos eran magos y juzgaría el alcance de la sabiduría ajena por la amplitud de la ignorancia propia. Al cabo de un rato, William conocía el Proyecto Mercurio mucho más de lo que hubiera deseado.
—Entonces, ¿por qué usar un ordenador? —preguntó al fin—. ¿Por qué no hacer que uno o varios hombres reciban el material del robot y envíen las instrucciones?
—Oh, oh, oh —contestó Dmitri, casi brincando en su asiento por la impaciencia—. No lo entiendes. Los hombres son demasiado lentos para analizar deprisa todo el material que enviará el robot: temperaturas, presiones de gas, flujos de rayos cósmicos, intensidad del viento solar, composiciones químicas, texturas del suelo y muchos otros factores. Y estos factores son los que deciden el siguiente paso. Un ser humano se limitaría a guiar al robot, y de una forma ineficiente; mientras que un ordenador sería el robot mismo. Por otra parte, los hombres son demasiado rápidos. Todo tipo de radiación necesita de diez a veintidós minutos para realizar el viaje de ida y vuelta entre Mercurio y la Tierra, según en qué tramo de su órbita se encuentre cada planeta. Eso no tiene solución. Uno recibe una observación e imparte una orden, pero ocurren muchas cosas entre que se realiza la observación y se da la respuesta. Los humanos no se pueden adaptar a la lentitud de la velocidad de la luz, pero un ordenador puede tenerlo en cuenta… Ven a ayudarnos, William.
—Por supuesto, puedes consultarme siempre que quieras, si de algo sirve —se ofreció William de mala gana—. Mi rayo de televisión privada está a tu servicio.
—Pero no quiero consultas. Debes venir conmigo.
—¿En transporte de masas? —preguntó William, asombrado.
—Desde luego. Este proyecto no se puede llevar a cabo desde los extremos opuestos de un rayo láser con un satélite de comunicaciones en el medio. A la larga resulta costoso, incómodo e inseguro.
Era como en una novela de misterio, pensó William.
—Ven a Dallas —insistió Dmitri— y permíteme mostrarte lo que tenemos allá. Te enseñaré las instalaciones. Hablarás con nuestros expertos en ordenadores. Los ayudarás con tu modo de pensar.
Era hora de tomar una decisión.
—Dmitri, aquí tengo mi propio trabajo. Un trabajo importante que no deseo abandonar. Lo que me pides me alejará durante meses de mi laboratorio.
—¡Meses! —exclamó Dmitri, pasmado—. Mi buen William, quizá sean años. Pero será decisivo para tu trabajo.
—No. Sé cuál es mi trabajo y no consiste en guiar un robot por Mercurio.
—¿Por qué no? Si lo haces bien aprenderás más sobre el cerebro, intentando que un ordenador trabaje como tal, y regresarás aquí mejor equipado para hacer lo que consideras tu trabajo. Y en tu ausencia ¿no habrá gente que pueda continuar con esto? ¿Y no puedes estar en constante comunicación con ellos mediante el láser y la televisión? ¿Y no puedes visitar Nueva York de vez en cuando? Por espacios breves.
William quedó cautivado. La idea de enfocar el cerebro desde otro ángulo era atractiva. A partir de entonces, comenzó a buscar excusas para ir, aunque fuese de visita, al menos para ver de qué se trataba… Siempre podía volverse luego.
Después, recorrió con Dmitri las ruinas de Vieja Nueva York, y el visitante disfrutó con franco entusiasmo. (Vieja Nueva York era la muestra más imponente de gigantismo inútil del periodo anterior a la Catástrofe.) William comenzó a preguntarse si el viaje no le daría la oportunidad de ver otros paisajes.
Además, hacía tiempo que pensaba en buscar una nueva pareja, y sería más conveniente en una zona geográfica donde no tenía intención de instalarse para siempre.
(¿O sería que aun entonces, cuando apenas conocía los rudimentos del proyecto, ya vislumbraba vagamente lo que se podía hacer…?)
Así que finalmente viajó a Dallas, bajó de la nave y se encontró nuevamente con el radiante Dmitri. Entornando los ojos, el hombrecillo se volvió y dijo:
—Yo sabía que… ¡Qué parecido tan extraordinario!
William abrió enormemente los ojos al ver su propio e intimidado rostro ante sí y comprendió que estaba frente a Anthony.
Leyó claramente en el rostro de su hermano el deseo de ocultar esa relación. Hubiera bastado con comentar: «Sí, extraordinario» y dejarlo ahí. A fin de cuentas, los patrones genéticos de la humanidad eran tan complejos que permitían semejanzas de todo tipo aunque no hubiera parentesco.
Pero William era homólogo, y nadie puede estudiar los recovecos del cerebro humano sin volverse insensible a sus detalles, así que dijo:
—Estoy seguro de que es Anthony, mi hermano.
—¿Tu hermano? —se extrañó Dmitri.
—Mi padre tuvo dos hijos de la misma mujer, mi madre —le explicó William—. Eran gente excéntrica.
Alargó la mano y Anthony no tuvo más opción que estrecharla. Ese incidente fue el único tema de conversación durante varios días.
5
No fue un gran consuelo para Anthony que William pronto se arrepintiera de lo que había hecho.
Esa noche hablaron después de la cena.
—Mis disculpas —se excusó William—. Pensé que sí afrontábamos lo peor en ese momento ahí quedaría la cosa. Parece ser que no fue así. No he firmado ningún papel ni he aceptado ningún contrato formal. Me marcharé.
—¿De qué serviría? —se lamentó Anthony—. Todos lo saben. Dos cuerpos y un rostro. Da ganas de vomitar.
—Si me marcho…
—No puedes marcharte. Esta situación fue idea mía.
William alzó los párpados y enarcó las cejas.
—¿Lo de traerme aquí?
—No, claro que no. Traer un homólogo. ¿Cómo podía saber que te enviarían a tí?
—Pero si me marcho…
—No. Ahora lo único que podemos hacer es resolver el problema, si es posible. Luego… no importará.
Y pensó: A los triunfadores se les perdona todo.
—No sé si podré…
—Tendremos que intentarlo. Dmitri lo delegará en nosotros, eso es casi seguro. Sois hermanos y os entendéis —dijo Anthony, parodiando la voz de tenor de Dmitri—. ¿Por qué no trabajáis juntos? —Y añadió con rabia, ya en su propia voz—: Así que debemos intentarlo. En primer lugar, ¿qué es lo que haces, William? Es decir, me gustaría conocer más detalles de los que sugiere la palabra «homología».
William suspiró.
—Bien, acepta mis disculpas… Trabajo con niños autistas.
—Me temo que no sé qué significa.
—Sin entrar en demasiados detalles, trabajo con niños que no se comunican con el mundo ni con los demás, que se hunden en sí mismos y se refugian detrás de una barrera infranqueable. Espero ser capaz de curarlos algún día.
—¿Por esto te llamas Anti-Aut?
—En efecto.
Anthony soltó una risa breve, aunque la verdad era que no le parecía divertido.
—Es un nombre honesto —señaló William.
—Claro que sí —se apresuró a murmurar Anthony, sin ser capaz de expresar otra disculpa. Procuró volver al tema anterior—: ¿Y estás realizando algún progreso?
—¿Para conseguir un remedio? Hasta ahora no. Para llegar a comprenderlo, sí. Y cuanto más entiendo…
Habló en un tono cada vez más ferviente y su mirada se volvía cada vez más distante. Anthony reconoció el placer de hablar de una pasión que colma el corazón y la mente de una persona con exclusión de casi todo lo demás. Estaba familiarizado con esa sensación.
Escuchó con la mayor atención posible. No lo entendía realmente, pero era necesario escuchar. Luego, William tendría que escucharle a él.
Lo recordaba con claridad. Pensó en la época en que no se acordaba de ello, aunque entonces no era consciente de lo que sucedía. Con la ventaja de la retrospección, evocó frases enteras, casi palabra por palabra.
—Así que pensábamos —decía William— que el problema del niño autista no consistía en una incapacidad para recibir impresiones, ni siquiera una incapacidad para recibirlas de un modo refinado. Por el contrario, las reprobaba y las rechazaba, sin pérdida de la potencialidad para establecer una comunicación plena si se encontraba alguna impresión que él aprobase.
—Ah —dijo Anthony, para indicar que estaba escuchando.
—Tampoco puedes arrancarlo de su autismo mediante métodos convencionales, pues tú formas parte del mundo que él reprueba. Pero sí lo pones en suspensión consciente…
—¿En qué?
—Es una técnica por la cual el cerebro se divorcia del cuerpo y puede realizar sus funciones sin relación con él. Es una técnica compleja que concebimos en nuestro laboratorio…
—¿Tú la concebiste? —preguntó cortésmente Anthony.
—Pues sí —respondió William, ruborizándose, pero obviamente complacido—. En suspensión consciente podemos proporcionarle al cuerpo fantasías planeadas y observar el cerebro con electroencefalografía diferencial. De inmediato aprendemos más sobre el individuo autista, sobre las impresiones sensoriales que necesita. También aprendemos más sobre el cerebro en general.
—Ah —volvió a decir Anthony, pero esta vez era un verdadero «ah»—. ¿Y todo lo que has aprendido sobre el cerebro se puede adaptar al funcionamiento de un ordenador?
—No. Eso es imposible. Ya se lo dije a Dmitri. No sé nada sobre ordenadores y sé poco sobre el cerebro.
—Si te enseño algo sobre ordenadores y te explico lo que necesitamos…
—No servirá.
—Hermano —dijo Anthony, poniendo énfasis en la palabra—, me debes algo. Por favor, procura reflexionar en serio acerca de nuestro problema. Lo que sepas sobre el cerebro… adáptalo a nuestros ordenadores, por favor.
—Entiendo tu posición —aceptó William, inquieto—. Lo intentaré. Lo intentaré de veras.
William lo intentó y, como había predicho Anthony, ambos tuvieron que trabajar juntos. Al principio, cuando se cruzaban con otras personas, William anunciaba sin rodeos que eran hermanos, ya que no tenía sentido negarlo. Pero pronto todos optaron por evitar ese embarazo. Cuando William se aproximaba a Anthony o cuando Anthony se aproximaba a William, los demás se esfumaban discretamente.
Se habituaron a la mutua presencia y a veces se hablaban como si no existiera semejanza entre ambos ni tuvieran recuerdos infantiles en común.
Anthony explicó los requerimientos informáticos en un lenguaje poco técnico; y William, tras largas cavilaciones, explicó cómo creía que un ordenador podría cumplir la función de un cerebro.
—¿Sería posible? —preguntó Anthony.
—No lo sé. No me desvivo por intentarlo. Quizá no dé resultado. Pero quizá sí.
—Tendríamos que hablar con Dmitri Grande.
—Primero hablemos entre nosotros y veamos qué tenemos. Podemos acudir a él si contamos con una propuesta razonable. De lo contrario, no acudiremos a él.
Anthony titubeó.
—¿Y vamos a ir los dos juntos?
—Tú hablarás por mí —contestó William, con tacto—. No hay razón para que nos vean juntos.
—Gracias, William. Si algo sale de esto te atribuiré todos los méritos.
—Eso no me preocupa. Si algo sale de esto seré el único que podrá hacerle funcionar.
Deliberaron durante cuatro o cinco reuniones. Si Anthony no hubiera sido su pariente y si no hubiera existido esa pegajosa situación emocional, William habría sentido un orgullo sin reservas por el hermano menor, quien había comprendido rápidamente una especialidad que le era ajena.
Luego, hubo largas reuniones con Dmitri. De hecho, hubo reuniones con todos. Anthony los veía durante días interminables y, después, ellos veían a William por separado. Finalmente, tras una tensa expectativa, lo que acabó llamándose Ordenador Mercurio quedó autorizado.