Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Entiendo, señor Harriman… He allí un ejemplo de vida animal.
—Una ardilla. Una de las tantas especies de ardillas.
El animalillo agitó la cola al pasar al otro lado del árbol.
—Y esto —dijo George, moviendo el brazo con pasmosa celeridad—, es una criatura muy pequeña.
La sostuvo entre los dedos y la examinó.
—Es un insecto, una especie de escarabajo. Hay miles de especies de escarabajos.
—¿Y cada escarabajo está tan vivo como la ardilla y como usted?
—Es un organismo tan completo e independiente como cualquier otro, dentro del ecosistema total. Hay organismos aún más pequeños, tanto que no se ven.
—Y eso es un árbol, ¿verdad? Y es duro al tacto…
El piloto se encontraba a solas. Le habría gustado salir a estirar las piernas, pero una sensación de temor lo retenía dentro del dinamóvil. Si ese robot se descontrolaba, despegaría de inmediato. ¿Cómo saber si podía perder el control?
Había visto muchos robots. Era inevitable, siendo el piloto privado del señor Robertson. Pero siempre estaban en los laboratorios y en los depósitos, donde debían estar, rodeados por muchos especialistas.
Claro que el profesor Harriman también era un especialista. De los mejores, según decían. Pero ese robot se encontraba donde ningún robot debía estar. En la Tierra. A campo abierto. Moviéndose libremente. El no iba arriesgar su magnífico empleo contándoselo a nadie; pero eso no estaba bien.
—Los filmes que he presenciado concuerdan con lo que he visto —afirmó George Diez—. ¿Has terminado con los que seleccioné para ti, George Nueve?
—Sí —respondió George Nueve.
Los dos robots estaban sentados rígidamente, un rostro frente al otro, rodilla a rodilla, como una imagen y su reflejo. El profesor Harriman podía distinguirlos de una ojeada, pues estaba familiarizado con las pequeñas diferencias en el diseño de ambos físicos. Si hablaba con ellos sin verlos, también podría distinguirlos, aunque con menos certeza, pues las respuestas de George Nueve serían sutilmente distintas de las generadas por las más intrincadas sendas cerebrales positrónicas de George Diez.
—En este caso —dijo George Diez—, dame tus reacciones a lo que voy a decir. Primero, los seres humanos temen a los robots porque los consideran competidores. ¿Cómo se puede evitar eso?
—Reduciendo la sensación de que existe competencia —contestó George Nueve—. Configurando al robot con una forma diferente de la humana.
—Pero la esencia de un robot es ser una réplica positrónica de la vida. Una réplica de la vida dotada con una forma no asociada con la vida podría causar horror.
—Hay dos millones de especies de formas de vida. Escoge una de esas formas en vez de la humana.
—¿Cuál de esas especies?
George Nueve caviló en silencio por espacio de unos tres segundos.
—Una que tenga el tamaño suficiente para albergar un cerebro positrónico, pero que no represente una asociación desagradable para los seres humanos.
—Ninguna forma de vida terrestre tiene una caja craneana con el tamaño suficiente para albergar un cerebro positrónico, excepto el elefante, al que yo no he visto, pero al cual describen como muy grande y, por lo tanto, temible para el hombre. ¿Cómo te enfrentarías a ese dilema?
—Imita una forma de vida de tamaño similar al hombre, pero amplía su caja craneana.
—¿Un caballo pequeño o un perro grande? Tanto los caballos como los perros han estado asociados mucho tiempo con los seres humanos.
—Entonces, eso está bien.
—Pero piensa… Un robot con cerebro positrónico imitaría la inteligencia humana. Si existiese un caballo o un perro que pudiera hablar y razonar como un ser humano, también habría competencia. Los seres humanos podrían sentir aún más recelo ante la competencia inesperada de lo que consideran una forma de vida inferior.
—Haz el cerebro positróníco menos complejo, y al robot menos inteligente.
—El límite de complejidad del cerebro positrónico está fijado por las Tres Leyes. Un cerebro menos complejo no las poseería plenamente a las tres.
—Es un imposible —dijo George Nueve de repente.
—Yo también me atasco ahí. O sea que no es una peculiaridad de mi razonamiento y de mi modo de pensar. Comencemos de nuevo… ¿En qué condiciones se podría prescindir de la Tercera Ley?
George Nueve pareció inquietarse, como si la pregunta fuera peligrosa.
—Cuando un robot —contestó finalmente— no se enfrentara nunca a una posición de peligro para sí mismo, o cuando un robot fuera tan fácil de reemplazar que no importara su destrucción.
—¿Y en qué condiciones se podría prescindir de la Segunda Ley?
—Cuando un robot —respondió George Nueve, con voz roncaestuviera diseñado para responder automáticamente a ciertos estímulos con respuestas fijas y si nada más se esperase de él, de modo que no fuera necesario darle órdenes.
—¿Y en qué condiciones… —prosiguió George Diez, e hizo una pausa— se podría prescindir de la Primera Ley?
George Nueve hizo una pausa más larga y habló en un susurro:
—Cuando las respuestas fijas fueran tales que nunca implicaran peligro para los seres humanos.
—Imagina, pues, un cerebro positrónico que guíe sólo algunas respuestas a ciertos estímulos y se pueda manufacturar con sencillez y a un bajo coste, o sea que no tenga necesidad de las Tres Leyes. ¿Qué tamaño necesitaría?
—No necesita mucho tamaño. Según las reacciones exigidas, podría pesar cien gramos, un gramo, un miligramo.
—Tus pensamientos concuerdan con los míos. Iré a ver al profesor Harriman.
George Nueve se encontraba a solas. Repasó una y otra vez las preguntas y las respuestas. No había modo de alterarlas. De todos modos, la idea de un robot de cualquier clase, tamaño, forma o propósito, que no contuviera las Tres Leyes, le causaba una sensación de extraño abatimiento.
Le costaba moverse. Sin duda George Diez tenía una reacción similar. Sin embargo, se había levantado con facilidad.
Había pasado un año y medio desde la conversación en privado entre Robertson y Eisenmuth. En ese intervalo, se retiraron los robots de la Luna, lo que redujo las amplias actividades de la empresa. El poco dinero que Robertson pudo reunir lo había invertido en el quijotesco proyecto de Harriman.
Era la última baza a jugar, en su propio jardín. Un año atrás, Harriman había llevado allí al robot George Diez, el último manufacturado por la empresa. Ahora, Harriman traía una novedad…
Harriman parecía irradiar confianza. Hablaba con Eisenmuth con toda soltura, y Robertson se preguntó si de veras sentía esa confianza. Pensaba que sí. Según la experiencia de Robertson, Harriman no era un buen actor.
Eisenmuth se separó de Harriman sonriendo y se aproximó a Robertson. De inmediato dejó de sonreír.
—Buenos días, Robertson. ¿Qué se propone este hombre?
—Él dirige el espectáculo —respondió Robertson—. Prefiero no entrometerme.
—Estoy preparado, Conservador —dijo Harriman.
—¿Con qué, Harriman?
—Con mi robot.
—¿Su robot? —se alarmó Eisenmuth—. ¿Tiene un robot aquí?
Miró en torno con severa reprobación, pero sin ocultar su curiosidad.
—Esta finca es propiedad de Robots y Hombres Mecánicos, Conservador. Al menos así la consideramos.
—¿Y dónde está el robot, señor Harriman?
—En mi bolsillo, Conservador —respondió jovialmente Harriman.
Sacó un pequeño frasco de vidrio de un amplio bolsillo de la chaqueta.
—¿Eso? —se extrañó Eisenmuth, lleno de incredulidad.
—No, Conservador —contestó Harriman—. ¡Esto!
Del otro bolsillo extrajo un objeto de unos doce o trece centímetros de longitud, con forma de pájaro. En lugar de pico tenía un tubo estrecho; los ojos eran grandes y la cola era un tubo de escape.
Eisenmuth contrajo las cejas.
—¿Se propone hacer una demostración seria, señor Harriman, o se ha vuelto loco?
—Sea paciente, Conservador. Un robot no lo es menos por tener forma de pájaro. Y su cerebro positrónico no es menos delicado por ser diminuto. Este otro objeto es un frasco con moscas de la fruta. Cincuenta moscas serán liberadas.
—Y…
—El robopájaro las cogerá. ¿Quiere hacerme el honor?
Harriman le entregó el frasco a Eisenmuth, quien primero miró el frasco y luego a quienes lo rodeaban, entre los que se encontraban sus ayudantes y algunos dirigentes de la empresa. Harriman aguardó pacientemente.
Eisenmuth abrió el frasco y lo sacudió.
Harriman le murmuró al robopájaro, que tenía en la palma de la mano:
—¡Ya!
El robopájaro echó a volar. Fue un remolino en el aire, sin vibración de alas, sólo las ínfimas estelas de una pequeñísima micropila protónica.
A veces se detenía en el aire un instante y en seguida reanudaba el vuelo. Recorrió el jardín en una intrincada urdimbre y regresó a la palma de Harriman. Estaba tibio y soltó una cápsula pequeña como un escremento de ave.
—Puede examinar el robopájaro, Conservador —dijo Harriman—, y disponer las demostraciones a su gusto. Lo cierto es que este pájaro atrapa moscas de un modo infalible. Sólo las moscas de la fruta, sólo las pertenecientes a la especie Drosophila melanogaster; las coge, las mata y las comprime para desecharlas.
Eisenmuth extendió el brazo y tocó con cautela al robopájaro.
—¿Y en consecuencia, señor Harriman? Prosiga.
—No podemos controlar de un modo efectivo a los insectos sin poner el peligro el ecosistema. Los insecticidas químicos abarcan un espectro demasiado amplio; las hormonas juveniles resultan demasiado limitadas. El robopájaro, sin embargo, es capaz de proteger grandes superficies sin consumirse. Puede ser tan específico como queramos, un robopájaro por cada especie. juzgan por tamaño, forma, color, sonido y patrón de conducta. Incluso podrían utilizar detección molecular; el olor, en otras palabras.
—Aun así interferiría en la ecología —objetó Eisenmuth—. Las moscas de las frutas tienen un ciclo vital natural que se vería alterado.
—Mínimamente. Estamos añadiendo un enemigo natural al ciclo vital de la mosca, un enemigo que no puede equivocarse. Si la población de moscas disminuye, el pájaro no actúa. No se multiplica; no busca otros alimentos; no desarrolla hábitos indeseables. No hace nada.
—¿Se le puede llamar para recuperarlo?
—Desde luego. Podemos construir roboanimales para eliminar cualquier plaga. Más aún, podemos construir roboanimales para que cumplan objetivos constructivos dentro del patrón ecológico. Aunque no creemos que sea necesario, no es inconcebible la posibilidad de roboabejas diseñadas para fertilizar plantas específicas, o robolombrices diseñadas para remover el suelo. Cualquier cosa que uno desee…
—¿Pero por qué?
—Para hacer lo que nunca hemos hecho. Para ajustar la ecología a nuestras necesidades, fortaleciendo sus partes en vez de perturbarla… ¿No lo entiende? Desde que las máquinas pusieron fin a la crisis ecológica, la humanidad ha vivido en una inquieta tregua con la naturaleza, temiendo moverse en cualquier dirección. Esto nos ha paralizado, transformándonos en cobardes intelectuales que desconfían de todo adelanto científico, de todo cambio.
Eisenmuth preguntó, con cierta hostilidad:
—¿Usted ofrece esto a cambio de la autorización para continuar con su programa de robots comunes, es decir, los humanoides?
—¡No! —Harriman gesticuló violentamente—. Eso se ha terminado. Ha cumplido ya su propósito. Nos ha enseñado lo suficiente sobre cerebros positrónicos como para permitirnos incluir en un cerebro diminuto las sendas cerebrales necesarias para un robopájaro. Ahora podemos dedicarnos a eso y volver a la prosperidad. Robots y Hombres Mecánicos ofrecerá los conocimientos y las aptitudes necesarios y trabajará en plena cooperación con el Ministerio de Conservación Global. Nosotros prosperaremos. Ustedes prosperarán. La humanidad prosperará.
Eisenmuth pensaba en silencio. Cuando finalizó la reunión…
Eisenmuth se encontraba a solas.
Descubrió que creía en ello. Descubrió que se estaba entusiasmando. Aunque la empresa de los robots fuera la mano, el Gobierno sería la mente. Él mismo sería la mente.
Si permanecía en su puesto cinco años más, lo cual era muy posible, tendría tiempo suficiente para que se aceptase la ecología robotizada; en diez años, su propio nombre estaría indisolublemente asociado con el proyecto.
¿Era vergonzoso querer ser recordado por una grandiosa y valiosa revolución en la condición del hombre y del planeta?
Robertson no había estado en los terrenos de Robots y Hombres Mecánicos desde el día de la demostración; en parte, por sus reuniones casi constantes en la Mansión Ejecutiva Global. Afortunadamente, Harriman lo acompañaba, pues de lo contrario no habría sabido qué decir.
Y en parte había sido porque no deseaba estar allí. En ese momento se encontraba en su propia casa, con Harriman.
En cierto modo estaba deslumbrado por Harriman. jamás había dudado de la pericia de aquel hombre en robótica, pero nunca hubiera pensado que contara con agallas suficientes como para rescatar a la empresa de una extinción segura. Sin embargo…
—Usted no es supersticioso, ¿verdad, Harriman?
—¿En qué sentido, señor Robertson?
—¿Usted cree que los difuntos dejan un aura?
Harriman se relamió los labios. Entendía perfectamente la referencia.
—¿Se refiere a Susan Calvin?
—Sí, por supuesto. Ahora nos dedicamos a fabricar lombrices, pájaros e insectos. ¿Qué diría ella? Me siento humillado.
Harriman hizo un esfuerzo visible para no reírse.
—Un robot es un robot. Lombriz u hombre, hace lo que le ordenan y trabaja en lugar del ser humano. Eso es lo importante.
—No —rezongó Robertson—. No es así. No puedo creer que sea así.
—Pero es así, señor Robertson. Usted y yo crearemos un mundo que al fin aceptará, de algún modo, los robots positrónicos. El hombre común puede temer a un robot con el aspecto físico de un hombre y que parezca tan inteligente como para reemplazarlo, pero no le temerá a un robot que tenga la apariencia de un pájaro que sólo engulle insectos en su beneficio. Con el tiempo, cuando deje de temer a ciertos robots, dejará de temer a todos los robots. Se acostumbrará tanto al robopájaro, a la roboabeja y a la robolombríz que un robohombre le parecerá sólo una prolongación.