Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Andrew comprendió que el Señor, con el nacimiento de ese nieto, tenía ya alguien que reemplazara a quienes se habían ido. No sería tan injusto presentarle su solicitud.
—Señor —le dijo—, ha sido usted muy amable al permitir que yo gastara mi dinero según mis deseos.
—Era tu dinero, Andrew.
—Sólo por voluntad de usted, Señor. No creo que la ley le hubiera impedido conservarlo.
—La ley no me va a persuadir de que me porte mal, Andrew.
—A pesar de todos los gastos y a pesar de los impuestos, Señor, tengo casi seiscientos mil dólares.
—Lo sé, Andrew.
—Quiero dárselos, Señor.
—No los aceptaré, Andrew.
—A cambio de algo que usted puede darme, Señor.
—Ah. ¿Qué es eso, Andrew?
—Mi libertad, Señor.
—Tu…
—Quiero comprar mi libertad, Señor.
No fue tan fácil. El Señor se sonrojó, soltó un «¡Por amor de Dios!», dio media vuelta y se alejó.
Fue la Niña quien logró convencerlo, en un tono duro y desafiante, y delante de Andrew. Durante treinta años, nadie había dudado en hablar en su presencia, tratárase de él o no. Era sólo un robot.
—Papá, ¿por qué te lo tomas como una afrenta personal? Él seguirá aquí. Continuará siéndote leal. No puede evitarlo. Lo tiene incorporado. Lo único que quiere es un formalismo verbal. Quiere que lo llamen libre. ¿Es tan terrible? ¿No se lo ha ganado? ¡Cielos!, él y yo hemos hablado de esto durante años.
—¿Conque durante años?
—Sí, una y otra vez lo ha ido postergando por temor a lastimarte. Yo le dije que te lo pidiera.
—Él no sabe qué es la libertad. Es un robot.
—Papá, no lo conoces. Ha leído todo lo que hay en la biblioteca. No sé qué siente por dentro, pero tampoco sé qué sientes tú. Cuando le hablas, reacciona ante las diversas abstracciones tal como tú y yo. ¿Qué otra cosa cuenta? Si las reacciones de alguien son como las nuestras, ¿qué más se puede pedir?
—La ley no adoptará esa actitud —se obstinó el Señor, exasperado. Se volvió hacia Andrew y le dijo con voz ronca—: ¡Mira, oye! No puedo liberarte a no ser de una forma legal, y si esto llega a los tribunales no sólo no obtendrás la libertad, sino que la ley se enterará oficialmente de tu fortuna. Te dirán que un robot no tiene derecho a ganar dinero. ¿Vale la pena que pierdas tu dinero por esta farsa?
—La libertad no tiene precio, Señor —replicó Andrew—. Sólo la posibilidad de obtenerla ya vale ese dinero.
El tribunal también podía pensar que la libertad no tenía precio y decidir que un robot no podía comprarla por mucho que pagase, por alto que fuese el precio.
La declaración del abogado regional, que representaba a quienes habían entablado un pleito conjunto para oponerse a la libertad de Andrew, fue ésta: La palabra «libertad» no significa nada cuando se aplicaba a un robot, pues sólo un ser humano podía ser libre.
Lo repitió varias veces, siempre que le parecía apropiado; lentamente, moviendo las manos al son de las palabras.
La Niña pidió permiso para hablar en nombre de Andrew.
La llamaron por su nombre completo, el cual Andrew nunca había oído antes:
—Amanda Laura Martin Charney puede acercarse al estrado.
—Gracias, señoría. No soy abogada y no sé hablar con propiedad, pero espero que todos presten atención al significado e ignoren las palabras. Comprendamos qué significa ser libre en el caso de Andrew. En algunos sentidos, ya lo es. Lleva por lo menos veinte años sin que un miembro de la familia Martin le ordene hacer algo que él no hubiera hecho por propia voluntad. Pero, si lo deseamos, podemos ordenarle cualquier cosa y expresarlo con la mayor rudeza posible, porque es una máquina y nos pertenece. ¿Por qué ha de seguir en esa situación, cuando nos ha servido durante tanto tiempo y tan lealmente y ha ganado tanto dinero para nosotros? No nos debe nada más; los deudores somos nosotros. Aunque se nos prohibiera legalmente someter a Andrew a una servidumbre involuntaria, él nos serviría voluntariamente. Concederle la libertad será sólo una triquiñuela verbal, pero significaría muchísimo para él. Le daría todo y no nos costaría nada.
Por un momento pareció que el juez contenía una sonrisa.
—Entiendo su argumentación, señora Charney. Lo cierto es que a este respecto no existe una ley obligatoria ni un precedente. Sin embargo, existe el supuesto tácito de que sólo el ser humano puede gozar de libertad. Puedo establecer una nueva ley, o someterme a la decisión de un tribunal superior; pero no puedo fallar en contra de ese supuesto. Permítame interpelar al robot. ¡Andrew!
—Sí, señoría.
Era la primera vez que Andrew hablaba ante el tribunal y el juez se asombró de la modulación humana de aquella voz.
—¿Por qué quieres ser libre, Andrew? ¿En qué sentido es importante para ti?
—¿Desearía usted ser un esclavo, señoría?
—Pero no eres un esclavo. Eres un buen robot, un robot genial, por lo que me han dicho, capaz de expresiones artísticas sin parangón. ¿Qué más podrías hacer si fueras libre?
—Quizá no pudiera hacer más de lo que hago ahora, señoría, pero lo haría con mayor alegría. Creo que sólo alguien que desea la libertad puede ser libre. Yo deseo la libertad.
Y eso le proporcionó al juez un fundamento. El argumento central de su sentencia fue: «No hay derecho a negar la libertad a ningún objeto que posea una mente tan avanzada como para entender y desear ese estado.»
Más adelante, el Tribunal Mundial ratificó la sentencia.
El Señor seguía disgustado y su áspero tono de voz hacía que Andrew se sintiera como si tuviese un cortocircuito.
—No quiero tu maldito dinero, Andrew. Lo tomaré sólo porque de lo contrario no te sentirías libre. A partir de ahora, puedes elegir tus tareas y hacerlas como te plazca. No te daré órdenes, excepto ésta: que hagas lo que te plazca. Pero sigo siendo responsable de ti. Eso forma parte de la sentencia del juez. Espero que lo entiendas.
—No seas irascible, papá —interrumpió la Niña—. La responsabilidad no es una gran carga. Sabes que no tendrás que hacer nada. Las Tres Leyes siguen vigentes.
—Entonces, ¿en qué sentido es libre?
—¿Acaso los seres humanos no están obligados por sus leyes, Señor?
—No voy a discutir —dijo el Señor.
Se marchó, y a partir de entonces Andrew lo vio con poca frecuencia.
La Niña iba a verlo a menudo a la casita que le habían construido y entregado. No disponía de cocina ni de cuarto de baño. Sólo tenía dos habitaciones. Una era una biblioteca y la otra servía de depósito y taller. Andrew aceptó muchos encargos y como robot libre trabajó más que antes, hasta que pagó el coste de la casa y el edificio se le transfirió legalmente.
Un día, fue a verlo el Señorito…, no, ¡George! El Señorito había insistido en eso después de la sentencia del juez.
—Un robot libre no llama señorito a nadie —le había dicho George—. Yo te llamo Andrew. Tú debes llamarme George.
El día en que George fue a verlo a solas le informó de que el Señor estaba agonizando. La Niña se encontraba junto al lecho, pero el Señor también quería que estuviese Andrew.
El Señor habló con voz potente, aunque parecía incapaz de moverse. Se esforzó en levantar la mano.
—Andrew —dijo—, Andrew… No me ayudes, George. Me estoy muriendo, eso es todo, no estoy impedido… Andrew, me alegra que seas libre. Sólo quería decirte eso.
Andrew no supo qué decir. Nunca había estado frente a un moribundo, pero sabía que era el modo humano de dejar de funcionar. Era como ser desmontado de una manera involuntaria e irreversible, y Andrew no sabía qué era lo apropiado decir en ese momento. Sólo pudo quedarse en pie, callado e inmóvil.
Cuando todo terminó, la Niña le dijo:
—Tal vez te haya parecido huraño hacia el final, Andrew, pero estaba viejo y le dolió que quisieras ser libre.
Y entonces Andrew halló las palabras adecuadas:
—Nunca habría sido libre sin él, Niña.
Andrew comenzó a usar ropa después de la muerte del Señor. Empezó por ponerse unos pantalones viejos, unos que le había dado George.
George ya estaba casado y era abogado. Se incorporó a la firma de Feingold. El viejo Feingold había muerto tiempo atrás, pero su hija continuó con el bufete, que con el tiempo pasó a llamarse Feingold y Martín. Conservó ese nombre incluso cuando la hija se retiró y ningún Feingold la sucedió. En la época en que Andrew se puso ropa por primera vez, el apellido Martín acababa de añadirse a la firma.
George se esforzó en no sonreír al verle ponerse los pantalones por primera vez, pero Andrew le notó la sonrisa en los ojos.
George le enseñó a cómo manipular la carga de estática para permitir que los pantalones se abrieran, le cubrieran la parte inferior del cuerpo y se cerraran. George le hizo una demostración con sus propios pantalones, pero Andrew comprendió que él tardaría en imitar la soltura de ese movimiento.
—¿Y para qué quieres llevar pantalones, Andrew? —dijo George—. Tu cuerpo resulta tan bellamente funcional que es una pena cubrirlo; especialmente, cuando no tienes que preocuparte por la temperatura ni por el pudor. Y además no se ciñen bien sobre el metal.
—¿Acaso los cuerpos humanos no resultan bellamente funcionales, George? Sin embargo, os cubrís.
—Para abrigarnos, por limpieza, como protección, como adorno. Nada de eso se aplica en tu caso.
—Me siento desnudo sin ropa. Me siento diferente, George.
—¡Diferente! Andrew, hay millones de robots en la Tierra. En esta región, según el último censo, hay casi tantos robots como hombres.
—Lo sé, George. Hay robots que realizan cualquier tipo de tarea concebible.
—Y ninguno de ellos usa ropa.
—Pero ninguno de ellos es libre, George.
Poco a poco, Andrew mejoró su guardarropa. Lo inhibían la sonrisa de George y la mirada de las personas que le encargaban trabajos.
Aunque fuera libre, el detallado programa con que había sido construido le imponía un determinado comportamiento ante la gente, y sólo se animaba a avanzar poco a poco. La desaprobación directa lo contrariaba durante meses.
No todos aceptaban la libertad de Andrew. Él era incapaz de guardarles rencor, pero sus procesos mentales se encontraban con dificultades al pensar en ello.
Sobre todo, evitaba ponerse ropa cuando creía que la Niña iba a ir a verlo. Era ya una anciana que a menudo vivía lejos, en un clima más templado, pero en cuanto regresaba iba a visitarlo.
En uno de esos regresos, George le comentó:
—Ella me ha convencido, Andrew. Me presentaré como candidato a la Legislatura el año próximo. De tal abuelo, tal nieto, dice ella.
—De tal abuelo… —Andrew se interrumpió, desconcertado.
—Quiero decir que yo, el nieto, seré como el Señor, el abuelo, que estuvo un tiempo en la Legislatura.
—Eso sería agradable, George. Si el Señor aún estuviera…
Se interrumpió de nuevo, pues no quería decir «en funcionamiento». No parecía adecuado.
—Vivo —lo ayudó George—. Sí, pienso en el viejo monstruo de cuando en cuando.
Andrew reflexionó sobre esa conversación. Se daba cuenta de sus limitaciones de lenguaje al hablar con George. El idioma había cambiado un poco desde que Andrew se había convertido en un ser con un vocabulario innato. Además, George practicaba una lengua coloquial que el Señor y la Niña no utilizaban. ¿Por qué llamaba monstruo al Señor, cuando esa palabra no parecía la apropiada?
Los libros no lo ayudaban. Eran antiguos y la mayoría trataban de tallas en madera, de arte, o de diseño de muebles. No había ninguno sobre el idioma ni sobre las costumbres de los seres humanos.
Pensó que debía buscar los libros indicados y, como robot libre, supuso que sería mejor no preguntarle a George. Iría a la ciudad y haría uso de la biblioteca. Fue una decisión triunfal y sintió que su electropotencial se elevaba tanto que tuvo que activar una bobina de impedancia.
Se puso un atuendo completo, incluida una cadena de madera en el hombro. Hubiera preferido plástico brillante, pero George le había dicho que la madera resultaba más elegante y que el cedro bruñido era mucho más valioso.
Llevaba recorridos treinta metros cuando una creciente resistencia le hizo detenerse. Desactivó la bobina de impedancia, pero no fue suficiente. Entonces, regresó a la casa y anotó cuidadosamente en un papel: «Estoy en la biblioteca.» Lo dejó a la vista, sobre la mesa.
No llegó a la biblioteca. Había estudiado el plano. Conocía el itinerario, pero no su apariencia. Los monumentos al natural no se asemejaban a los símbolos del plano y eso le hacía dudar. Finalmente pensó que debía de haberse equivocado, pues todo parecía extraño.
Se cruzó con algún que otro robot campesino, pero cuando se decidió a preguntar no había nadie a la vista. Pasó un vehículo y no se detuvo. Andrew se quedó de pie, indeciso, y entonces vio venir dos seres humanos por el campo.
Se volvió hacia ellos, y ellos cambiaron de rumbo para salirle al encuentro. Un instante antes iban hablando en voz alta, pero se habían callado. Tenían una expresión que Andrew asociaba con la incertidumbre de los humanos y eran jóvenes, aunque no mucho. ¿Veinte años? Andrew nunca sabía determinar la edad de los humanos.
—Señores, ¿podrían indicarme el camino hacia la biblioteca de la ciudad?
Uno de ellos, el más alto de los dos, que llevaba un enorme sombrero, le dijo al otro:
—Es un robot.
El otro tenía nariz prominente y párpados gruesos.
—Va vestido —comentó.
El alto chascó los dedos.
—Es el robot libre. En casa de los Martin tienen un robot que no pertenece a nadie. ¿Por qué otra razón iba a usar ropa?
—Pregúntaselo.
—¿Eres el robot de los Martin?
—Soy Andrew Martin, señor.
—Bien, pues quítate esa ropa. Los robots no usan ropa. —Y le dijo al otro—: Es repugnante. Míralo.
Andrew titubeó. Hacía tanto tiempo que no oía una orden en ese tono de voz que los circuitos de la Segunda Ley se atascaron un instante.
—Quítate la ropa —repitió el alto—. Te lo ordeno.
Andrew empezó a desvestirse.
—Tíralas allí —le ordenó el alto.
—Si no pertenece a nadie —sugirió el de nariz prominente—, podría ser nuestro.
—De cualquier modo —dijo el alto—, ¿quién va a poner objeciones a lo que hagamos? No estamos dañando ninguna propiedad… —Y le indicó a Andrew—: Apóyate sobre la cabeza.