Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No lo sé —dijo Andrew—. Si pudiera someterme…
Si pudiera someterse…
Sabía desde tiempo atrás que podía llegar a ese extremo, y al fin decidió ver al cirujano. Buscó uno con la habilidad suficiente para la tarea, lo cual significaba un cirujano robot, pues no podía confiar en un cirujano humano, ni por su destreza ni por sus intenciones.
El cirujano no podría haber realizado la operación en un ser humano, así que Andrew, después de postergar el momento de la decisión con un triste interrogatorio que reflejaba su torbellino interior, dejó de lado la Primera Ley diciendo:
—Yo también soy un robot. —Y añadió, con la firmeza con que había aprendido a dar órdenes en las últimas décadas, incluso a seres humanos—: Le ordeno que realice esta operación.
En ausencia de la Primera Ley, una orden tan firme, impartida por alguien que se parecía tanto a un ser humano, activó la Segunda Ley, imponiendo la obediencia.
Andrew estaba seguro de que el malestar que sentía era imaginario. Se había recuperado de la operación. No obstante, se apoyó disimuladamente contra la pared. Sentarse sería demasiado revelador.
—La votación definitiva se hará esta semana, Andrew —dijo LiHsing—. No he podido retrasarla más, y perderemos… Ahí terminará todo, Andrew.
—Te agradezco tu habilidad para la demora. Me ha proporcionado el tiempo que necesitaba y he corrido el riesgo que debía correr.
—¿De qué riesgo hablas? —preguntó Li-Hsing, con manifiesta preocupación.
—No podía contártelo a ti ni a la gente de Feingold y Martin, pues sabía que me detendríais. Mira, si el problema es el cerebro, ¿acaso la mayor diferencia no resiste en la inmortalidad? ¿A quién le importa la apariencia, la constitución ni la evolución del cerebro? Lo que importa es que las células cerebrales mueren, que deben morir. Aunque se mantengan o se reemplacen los demás órganos, las células cerebrales, que no se pueden reemplazar sin alterar y matar la personalidad, deben morir con el tiempo. Mis sendas positrónicas han durado casi dos siglos sin cambios y pueden durar varios siglos más. ¿No es ésa la barrera fundamental? Los seres humanos pueden tolerar que un robot sea inmortal, pues no importa cuánto dure una máquina; pero no pueden tolerar a un ser humano inmortal, pues su propia mortalidad sólo es tolerable siempre y cuando sea universal. Por eso no quieren considerarme humano.
—¿Adónde quieres llegar, Andrew?
—He eliminado ese problema. Hace décadas, mi cerebro positrónico fue conectado a nervios orgánicos. Ahora, una última operación ha reorganizado esas conexiones de tal modo que lentamente mis sendas pierden potencial.
La azorada Li-Hsing calló un instante. Luego, apretó los labios.
—¿Quieres decir que has planeado morirte, Andrew? Es imposible. Eso viola la Tercera Ley.
—No. He escogido entre la muerte de mí cuerpo y la muerte de mis aspiraciones y deseos. Habría violado la Tercera Ley sí hubiese permitido que mi cuerpo viviera a costa de una muerte mayor.
Li-Hsing le agarró el brazo como si fuera a sacudirle. Se contuvo.
—Andrew, no dará resultado. Vuelve a tu estado anterior.
—Imposible. Se han causado muchos daños. Me queda un año de vida. Duraré hasta el segundo centenario de mi construcción. Me permití esa debilidad.
—¿Vale la pena? Andrew, eres un necio.
—Si consigo la humanidad, habrá valido la pena. De lo contrario, mi lucha terminará, y eso también habrá valido la pena.
Li-Hsing hizo algo que la asombró. Rompió a llorar en silencio.
Fue extraño el modo en que ese último acto capturó la imaginación del mundo. Andrew no había logrado conmover a la gente con todos sus esfuerzos, pero había aceptado la muerte para ser humano, y ese sacrificio fue demasiado grande para que lo rechazaran.
La ceremonia final se programó deliberadamente para el segundo centenario. El presidente mundial debía firmar el acta y darle carácter de ley, y la ceremonia se transmitiría por una red mundial de emisoras y se vería en el Estado de la Luna e incluso en la colonia marciana.
Andrew iba en una silla de ruedas. Aún podía caminar, pero con gran esfuerzo.
Ante los ojos de la humanidad, el presidente mundial dijo:
—Hace cincuenta años, Andrew fue declarado el robot sesquicentenario. —Hizo una pausa y añadió solemnemente—: Hoy, el señor Martin es declarado el hombre bicentenario.
Y Andrew, sonriendo, extendió la mano para estrechar la del presidente.
Andrew yacía en el lecho. Sus pensamientos se disipaban.
Intentaba agarrarse a ellos con desesperación. ¡Un hombre! ¡Era un hombre! Quería serlo hasta su último pensamiento. Quería disolverse, morir siendo hombre.
Abrió los ojos y reconoció a Li-Hsing, que aguardaba solemnemente. Había otras personas, pero sólo eran sombras irreconocibles. Únicamente Li-Hsing se recortaba contra ese fondo cada vez más borroso. Andrew tendió la mano y sintió vagamente el apretón.
Ella se esfumaba ante sus ojos mientras sus últimos pensamientos se disipaban.
Pero, antes de que la imagen de Li-Hsing se desvaneciera del todo, un último pensamiento cruzó la mente de Andrew por un instante fugaz.
—Niña —susurró, en voz tan queda que nadie le oyó.
“Marching In”
Jerome Bishop, compositor y trombonista, nunca había estado en una clínica mental.
A veces temía que terminaran por internarlo (¿quién estaba a salvo?), pero nunca se le ocurrió que pudiera ejercer de asesor en asuntos de problemas mentales. De asesor.
Allí estaba, en el año 2001 y en un mundo bastante vapuleado que (según decían) estaba saliendo del atolladero. Se puso de pie cuando entró una mujer madura y de cabello entrecano, y se alegró de conservar todo su cabello en la plenitud de su color oscuro.
—¿Es usted el señor Bishop?
—Lo era la última vez que miré.
La mujer extendió la mano.
—Soy la doctora Cray. ¿Quiere acompañarme?
Bishop le estrechó la mano y la siguió, procurando no inquietarse ante los opacos uniformes de color beig que veía por doquier.
La doctora Cray se llevó un dedo a los labios y le señaló una silla. Apretó un botón y las luces se apagaron, haciendo visible una ventana iluminada. A través de la ventana, Bishop vio a una mujer sentada en lo que parecía una silla de dentista, inclinada hacia atrás. Una maraña de cables flexibles le brotaba de la cabeza, un fino rayo de luz se extendía de polo a polo a sus espaldas y una tira de papel salía de una máquina.
La luz se encendió de nuevo; la ventana desapareció.
—¿Sabe qué le estamos haciendo? —preguntó la doctora.
—¿Están grabando ondas cerebrales? Es sólo una suposición.
—Pues lo ha adivinado. Se trata de una grabación por láser. ¿Sabe cómo funciona?
—He grabado mi música con láser —contestó Bishop, cruzando una pierna sobre la otra—, pero eso no significa que sepa cómo funciona. Los ingenieros conocen los detalles. Oiga, doctora, si piensa que soy ingeniero en láser, está equivocada.
—No, sé que no lo es. Usted está aquí por otra cosa… Se lo explicaré. Podemos alterar delicadamente un rayo láser, con mucha mayor precisión que una corriente eléctrica o un haz de electrones. Eso significa que podemos grabar una onda complejísima con mayor detalle de lo que cabía imaginarse hasta ahora. Se puede efectuar un rastreo con un rayo láser de tamaño microscópico y grabar una onda que podemos estudiar con un microscopio, con el fin de obtener detalles invisibles a simple vista e imposibles de obtener de otra manera.
—Si quiere consultarme sobre eso, sólo puedo decirle que no tiene sentido obtener tantos detalles. El oído tiene un límite. Si se afina una grabación láser más allá de cierta precisión, sube el coste, pero no se aumenta el efecto. Más aún, algunos sostienen que se obtiene un zumbido, pero le aseguro que, si se quiere lo mejor, no es conveniente estrechar el rayo láser indefinidamente. Claro que quizá sea distinto tratándose de ondas cerebrales, pero ya le he dicho todo lo que sé, así que me iré y no le cobraré nada, excepto el taxi.
Se dispuso a irse, pero la doctora Cray estaba sacudiendo enérgicamente la cabeza.
—Siéntese, señor Bishop, por favor. En efecto, es distinto grabar ondas cerebrales. En este caso necesitamos todos los detalles que seamos capaces de obtener. Hasta ahora, sólo conseguíamos los ínfimos efectos superpuestos de diez mil millones de células cerebrales, un promedio que elimina todo, salvo los efectos más generales.
—¿Quiere decir que es como escuchar diez mil millones de pianos tocando distintas melodías a cien kilómetros de distancia?
—Exacto.
—¿Todo lo que consiguen es ruido?
—No, obtenemos algo de información; sobre la epilepsia, por ejemplo. Con la grabación por láser, sin embargo, empezamos a llegar a los detalles delicados; empezamos a oír la melodía que ejecuta cada piano. Comenzamos a distinguir qué pianos en particular pueden estar desafinados.
Bishop enarcó las cejas.
—¿O sea que pueden saber por qué un loco está loco?
—En cierto modo. Mire. —En otro rincón de la habitación se iluminó una pantalla. Una línea ondulante la recorría—. ¿Ve usted esto, señor Bishop? —Pulsó un botón y un pequeño segmento de la línea se puso rojo. La línea avanzaba por la pantalla iluminada y periódicamente aparecían segmentos rojos—. Es una microfotografía. Esas marcas rojas no son visibles a simple vista y no serían visibles con un dispositivo de grabación menos refinado que el láser. Sólo aparecen cuando esta paciente se encuentra deprimida. Cuanto más profunda es la depresión, más pronunciadas son las marcas.
Bishop reflexionó durante unos segundos y preguntó:
—¿Y tiene eso alguna utilidad? Hasta ahora, la marca le permite saber que existe depresión, pero eso resulta fácil de averiguar con sólo escuchar a la paciente.
—Así es, pero los detalles ayudan. Por ejemplo, podemos convertir las ondas cerebrales en ondas de luz fluctuante y, más aún, en ondas sonoras equivalentes. Usamos el mismo sistema láser que se utiliza para grabar la música que hace usted. Obtenemos un tarareo vagamente musical, que concuerda con la fluctuación de la luz. Me gustaría que lo escuchara por el auricular.
—¿La música de la persona depresiva cuyo cerebro produjo esa línea?
—Sí, y como no podemos intensificarla mucho sin perder detalles le pido que escuche por el auricular.
—¿Y que también observe la luz?
—Eso no es necesario. Puede cerrar los ojos. Ya le penetrará por los párpados la suficiente oscilación como para afectarle el cerebro.
Bishop cerró los ojos. Por medio del tarareo oyó el gemido de un ritmo complejo y triste que cargaba con todos los problemas del viejo y cansado mundo. Escuchó mientras el parpadeo de la luz le repiqueteaba en los ojos.
Sintió un tirón en la camisa.
—Señor Bishop… Señor Bishop…
Inhaló profundamente.
—¡Gracias! —dijo, con un escalofrío—. Me resultaba molesto, pero no podía dejarlo.
—Estaba usted escuchando la depresión que comunican las ondas cerebrales, y eso le afectaba. La depresión obligaba a su patrón undulatorio a seguir el ritmo. Se sintió deprimido, ¿verdad?
—Constantemente.
—Bien, pues si podemos localizar la porción de la onda característica de la depresión, o cualquier otra anomalía mental, eliminarla y reproducir el resto de la onda cerebral, el patrón del paciente recobrará su forma normal.
—¿Por cuánto tiempo?
—Por un tiempo después del final del tratamiento. Por un tiempo, pero no mucho. Unos días. Una semana. Luego, el paciente tiene que volver.
—Es mejor que nada.
—Pero menos que suficiente. Una persona nace con determinados genes, señor Bishop, que imponen una determinada estructura cerebral potencial. Esa persona sufre determinadas influencias ambientales. No son cosas fáciles de neutralizar, así que en esta institución procuramos hallar modos más eficaces y duraderos de neutralización… Y tal vez usted pueda ayudarnos. Por eso le pedimos que viniera.
—Pero yo no sé nada de esto, doctora. Nunca oí hablar de la grabación por láser de ondas cerebrales. —Mostró las palmas vacías—. No tengo nada que ofrecerle.
La doctora Cray hizo un gesto de impaciencia. Hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta.
—Hace un rato, usted dijo que el láser grababa más detalles de los que podía captar el oído.
—Sí, y lo sostengo.
—Lo sé. Uno de mis colegas leyó una entrevista con usted en el número de diciembre del año 2000 de la revista Alta Fidelidad, donde usted declaraba lo mismo. Eso fue lo que nos llamó la atención. El oído no capta los detalles del láser, pero el ojo sí. Lo que altera el patrón cerebral es la fluctuación de la luz, no la ondulación del sonido. El sonido por sí solo no produce ningún efecto. Sin embargo, refuerza el efecto de la luz.
—Eso no es un problema para ustedes.
—Lo es. El refuerzo no es suficiente. El oído pierde las suaves, delicadas y complejísimas variaciones introducidas en el sonido por la grabación láser. Hay demasiados elementos, y sofocan la parte reforzadora.
—¿Por qué cree que hay una parte reforzadora?
—Porque en ocasiones, por accidente, producimos algo que parece funcionar mejor que la onda cerebral total, pero no entendemos por qué. Necesitamos un músico. Tal vez usted. Si escucha ambas series de ondas cerebrales, tal vez descubra un ritmo que concuerde mejor con la serie normal que con la anormal, y entonces podríamos reforzar la luz y mejorar la efectividad de la terapia.
—Oiga, doctora Cray —se alarmó Bishop—, eso es cargarme con demasiada responsabilidad. Cuando escribo música, lo único que hago es acariciar el oído y estimular los músculos. No intento curar un cerebro enfermo.
—Sólo le pedimos que acaricie el oído y estimule los músculos, pero de tal modo que concuerde con la música normal de las ondas cerebrales… Y no tema por su responsabilidad, señor Bishop. Es improbable que su música cause daño, pero puede causar mucho bien. Además se le pagará, señor Bishop, al margen de los resultados.
—Bien, lo intentaré. Pero no prometo nada.
Volvió dos días después. La doctora abandonó una reunión para verlo. A él le pareció que se encontraba muy fatigada; tenía los ojos empequeñecidos.
—¿Ha conseguido algo?