Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
La Primera Ley no le creó ninguna inhibición ante las severas condiciones que le estaba imponiendo a un ser humano. Había aprendido que lo que parecía crueldad podía resultar bondad a la larga.
Magdescu estaba estupefacto.
—No soy yo quien debe decidir en semejante asunto. Es una decisión de empresa y llevará tiempo.
—Puedo esperar un tiempo razonable —dijo Andrew—, pero sólo un tiempo razonable.
Y pensó con satisfacción que Paul mismo no lo habría hecho mejor.
Fue sólo un tiempo razonable, y la operación resultó todo un éxito. —Yo me oponía a esta operación, Andrew —le dijo Magdescu—, pero no por lo que tú piensas. No estaba en contra del experimento, de haberse tratado de otro. Detestaba poner en peligro tu cerebro positrónico. Ahora que tienes sendas positrónicas que actúan recíprocamente con sendas nerviosas simuladas, podría resultar difícil rescatar el cerebro intacto si el cuerpo se deteriorase.
—Yo tenía confianza en la capacidad del personal de la empresa. Y ahora puedo comer.
—Bueno, puedes sorber aceite de oliva. Eso significa que habrá que hacer de vez en cuando una limpieza de la cámara de combustión, como ya te hemos explicado. Es un factor incómodo, diría yo.
—Quizá, si yo no pensara seguir adelante. La autolimpieza no es imposible. Estoy trabajando en un dispositivo que se encargará de los alimentos sólidos que incluyan parte no combustibles; la materia indigerible, por así decirlo, que hará que desechar.
—Entonces, necesitarás un ano.
—Su equivalente.
—¿Qué más, Andrew?
—Todo lo demás.
—¿También genitales?
—En la medida en que concuerden con mis planes. Mi cuerpo es un lienzo donde pienso dibujar…
Magdescu aguardó a que concluyera la frase, pero como la pausa se prolongaba decidió redondearla él mismo:
—¿Un hombre?
—Ya veremos —se limitó a decir Andrew.
—Es una ambición contradictoria, Andrew. Tú eres mucho mejor que un hombre. Has ido cuesta abajo desde que optaste por ser orgánico.
—Mí cerebro no se ha dañado.
—No, claro que no. Pero, Andrew, los nuevos hallazgos protésicos que han posibilitado tus patentes se comercializan bajo tu nombre. Eres reconocido como el gran inventor y se te honra por ello… tal como eres. ¿Por qué quieres arriesgar más tu cuerpo?
Andrew no respondió.
Los honores llegaron. Aceptó el nombramiento en varias instituciones culturales, entre ellas una consagrada a la nueva ciencia que él había creado; la que él llamó robobiología, pero que se denominaba protetología.
En el ciento cincuenta aniversario de su fabricación, se celebró una cena de homenaje en Robots y Hombres Mecánicos. Si Andrew vio en ello alguna ironía, no lo mencionó.
Alvin Magdescu, ya jubilado, presidió la cena. Tenía noventa y cuatro años y aún vivía porque tenía prótesis que, entre otras cosas, cumplían las funciones del hígado y de los riñones. La cena alcanzó su momento culminante cuando Magdescu, al cabo de un discurso breve y emotivo, alzó la copa para brindar por «el robot sesquicentenario».
Andrew se había hecho remodelar los tendones del rostro hasta el punto de que podía expresar una gama de emociones, pero se comportó de un modo pasivo durante toda la ceremonia. No le agradaba ser un robot sesquicentenario.
La protetología le permitió a Andrew abandonar la Tierra. En las décadas que siguieron a la celebración del sesquicentenario, la Luna se convirtió en un mundo más terrícola que la Tierra en todos los aspectos menos en el de la gravedad, un mundo que albergaba una densa población en sus ciudades subterráneas.
Allí, las prótesis debían tener en cuenta la menor gravedad, y Andrew pasó cinco años en la Luna trabajando con especialistas locales para introducir las necesarias adaptaciones. Cuando no se encontraba trabajando, deambulaba entre los robots, que lo trataban con la cortesía robótica debida a un hombre.
Regresó a la Tierra, que era monótona y apacible en comparación, y fue a las oficinas de Feingold y Martin para anunciar su vuelta.
El entonces director de la firma, Simon DeLong, se quedó sorprendido.
—Nos habían anunciado que regresabas, Andrew —dijo, aunque estuvo a punto de llamarlo «señor Martin»—, pero no te esperábamos hasta la semana entrante.
—Me impacienté —contestó bruscamente Andrew, que ansiaba ir al grano—. En la Luna, Simon, estuve al mando de un equipo de investigación de veinte científicos humanos. Les daba órdenes que nadie cuestionaba. Los robots lunares me trataban como a un ser humano. Entonces ¿por qué no soy un ser humano?
DeLong adoptó una expresión cautelosa.
—Querido Andrew, como acabas de explicar, tanto los robots como los humanos te tratan como si fueras un ser humano. Por consiguiente, eres un ser humano de facto.
—No me basta con ser un ser humano de facto. Quiero que no sólo me traten como tal, sino que me identifiquen legalmente como tal. Quiero ser un ser humano de jure.
—Eso es distinto. Ahí tropezaríamos con los prejuicios humanos y con el hecho indudable de que, por mucho que parezcas un ser humano, no lo eres.
—¿En qué sentido? Tengo la forma de un ser humano y órganos equivalentes a los de los humanos. Mis órganos son idénticos a los que tiene un ser humano con prótesis. He realizado aportaciones artísticas, literarias y científicas a la cultura humana, tanto como cualquier ser humano vivo. ¿Qué más se puede pedir?
—Yo no pediría nada. El problema es que se necesitaría una ley de la Legislatura Mundial para definirte como humano. Francamente, no creo que sea posible.
—¿Con quién debo hablar en la Legislatura?
—Con la presidencia de la Comisión para la Ciencia y la Tecnología, tal vez.
—¿Puedes pedir una reunión?
—Pero no necesitas un intermediario. Con tu prestigio…
—No. Encárgate tú. —Andrew ni siquiera pensó que estaba dándole una orden a un ser humano. En la Luna se había acostumbrado a ello—. Quiero que sepan que Feingold y Martin me apoya plenamente en esto.
—Pues bien…
—Plenamente, Simon. En ciento setenta y tres años he aportado muchísimo a esta firma. En el pasado estuve obligado para con otros miembros de esta firma. Ahora no. Es a la inversa, y estoy reclamando mi deuda.
—Veré qué puedo hacer —dijo DeLong.
La presidenta de la Comisión para Ciencia y la Tecnología era una asiática llamada Chee Li-Hsing. Con sus prendas transparentes (que ocultaban lo que ella quería ocultar mediante un resplandor), parecía envuelta en plástico.
—Simpatizo con su afán de obtener derechos humanos plenos —le dijo—. En otros tiempos de la historia hubo integrantes de la población humana que lucharon por obtener derechos humanos plenos. ¿Pero qué derechos puede desear que ya no tenga?
—Algo muy simple: el derecho a la vida. Un robot puede ser desmontado en cualquier momento.
—Y un ser humano puede ser ejecutado en cualquier momento.
—La ejecución sólo puede realizarse dentro del marco de la ley. Para desmontarme a mí no se requiere un juicio; sólo se necesita la palabra de un ser humano que tenga autorización para poner fin a mi vida. Además…, además… —Andrew procuró reprimir su tono implorante, pero su expresión y su voz humanizadas lo traicionaban—. Lo cierto es que deseo ser hombre. Lo he deseado durante seis generaciones de seres humanos.
Li-Hsing lo miró con sus ojos oscuros.
—La Legislatura puede aprobar una ley declarándolo humano; llegado el caso, podría aprobar una ley declarando humana a una estatua de piedra. Sin embargo, creo que en el primer caso serviría para tan poco como en el segundo. Los diputados son tan humanos como el resto de la población, y siempre existe un recelo contra los robots.
—¿Incluso actualmente?
—Incluso actualmente. Todos admitiríamos que usted se ha ganado a pulso el premio de ser humano, pero persistiría el temor de sentar un precedente indeseable.
—¿Qué precedente? Soy el único robot libre, el único de mi tipo, y nunca se fabricará otro. Pueden preguntárselo a Robots y Hombres Mecánicos.
—«Nunca» es mucho tiempo, Andrew, o, si lo prefiere, señor Martin, pues personalmente le considero humano. La mayoría de los diputados se mostrarán reacios a sentar ese precedente, por insignificante que parezca. Señor Martin, cuenta usted con mi respaldo, pero no le aconsejo que abrigue esperanzas. En realidad… —Se reclinó en el asiento y arrugó la frente—. En realidad, si la discusión se vuelve acalorada, surgirá cierta tendencia, tanto dentro como fuera de la Legislatura, a favorecer esa postura, que antes mencionó usted, la de que quieran desmontarle. Librarse de usted podría ser el modo más fácil de resolver el dilema. Piénselo antes de insistir.
—¿Nadie recordará la técnica de la protetología, algo que me pertenece casi por completo?
—Parecerá cruel, pero no la recordarán. O, en todo caso, la recordarán desfavorablemente. Dirán que usted lo hizo con fines egoístas, que fue parte de una campaña para robotizar a los seres humanos o para humanizar a los robots; y en cualquiera de ambos casos sería pérfido y maligno. Usted nunca ha sido víctima de una campaña política de desprestigio, y le aseguro que se convertiría en el blanco de unas calumnias que ni usted ni yo nos creeríamos, pero sí habría gente que se las creería. Señor Martin, viva su vida en paz.
Se levantó. Al lado de Andrew, que estaba sentado, parecía menuda, casi una niña.
—Si decido luchar por mi humanidad —dijo Andrew—, ¿usted estará de mi lado?
Ella reflexionó y contestó:
—Sí, en la medida de lo posible. Si en algún momento esa postura amenaza mi futuro político, tendré que abandonarle, pues para mí no es una cuestión fundamental. Procuro ser franca.
—Gracias. No le pediré otra cosa. Me propongo continuar esta lucha al margen de las consecuencias, y le pediré ayuda mientras usted pueda brindármela.
No fue una lucha directa. Feingold y Martin aconsejó paciencia y Andrew masculló que no tenía una paciencia infinita. Luego, Feingold y Martin inició una campaña para delimitar la zona de combate.
Entabló un pleito en el que se rechazaba la obligación de pagar deudas a un individuo con un corazón protésico, alegando que la posesión de un órgano robótico lo despojaba de humanidad y de sus derechos constitucionales.
Lucharon con destreza y tenacidad; perdían en cada paso que daban, pero procurando siempre que la sentencia resultante fuese lo más genérica posible, y luego la presentaban mediante apelaciones ante el Tribunal Mundial.
Llevó años, y millones de dolares.
Cuando se dictó la última sentencia, DeLong festejó la derrota como si fuera un triunfo. Andrew estaba presente en las oficinas de la firma, por supuesto.
—Hemos logrado dos cosas, Andrew, y ambas son buenas. En primer lugar, hemos establecido que ningún número de artefactos le quita humanidad al cuerpo humano. En segundo lugar, hemos involucrado a la opinión pública de tal modo que estará a favor de una interpretación amplia de lo que significa humanidad, pues no hay ser humano existente que no desee una prótesis sí eso puede mantenerlo con vida.
—¿Y crees que la Legislatura me concederá el derecho a la humanidad?
DeLong parecía un poco incómodo.
—En cuanto a eso, no puedo ser optimista. Queda el único órgano que el Tribunal Mundial ha utilizado como criterio de humanidad. Los seres humanos poseen un cerebro celular orgánico y los robots tienen un cerebro positrónico de platino e iridio… No, Andrew, no pongas esa cara. Carecemos de conocimientos para imitar el funcionamiento de un cerebro celular en estructuras artificíales parecidas al cerebro orgánico, así que no se puede incluir en la sentencia. Ni siquiera tú podrías lograrlo.
—¿Qué haremos entonces?
—Intentarlo, por supuesto. La diputada Li-Hsing estará de nuestra parte y también una cantidad creciente de diputados. El presidente sin duda seguirá la opinión de la mayoría de la Legislatura en este asunto.
—¿Contamos con una mayoría?
—No, al contrario. Pero podríamos obtenerla si el público expresa su deseo de que se te incluya en una interpretación amplia de lo que significa humanidad. Hay pocas probabilidades, pero si no deseas abandonar debemos arriesgarnos.
—No deseo abandonar.
La diputada Li-Hsing era mucho más vieja que cuando Andrew la conoció. Ya no llevaba aquellas prendas transparentes, sino que tenía el cabello corto y vestía con ropa tubular. En cambio, Andrew aún se atenía, dentro de los límites de lo razonable, al modo de vestir que predominaba cuando él comenzó a usar ropa un siglo atrás.
—Hemos llegado tan lejos como podíamos, Andrew. Lo intentaremos nuevamente después del receso, pero, con franqueza, la derrota es segura y tendremos que desistir. Todos estos esfuerzos sólo me han valido una derrota segura en la próxima campaña parlamentaria.
—Lo sé, y lo lamento. Una vez dijiste que me abandonarías si se llegaba a ese extremo; ¿por qué no lo has hecho?
—Porque cambié de opinión. Abandonarte se convirtió en un precio más alto del que estaba dispuesta a pagar por una nueva gestión. Hace más de un cuarto de siglo que estoy en la Legislatura. Es suficiente.
—¿No hay modo de hacerles cambiar de parecer, Chee?
—He convencido a toda la gente razonable. El resto, la mayoría, no están dispuestos a renunciar a su aversión emocional.
—La aversión emocional no es una razón válida para votar a favor o en contra.
—Lo sé, Andrew, pero la razón que alegan no es la aversión emocional.
—Todo se reduce al tema del cerebro, pues. ¿Pero es que todo ha de limitarse a una oposición entre células y positrones? ¿No hay modo de imponer una definición funcional? ¿Debemos decir que un cerebro está hecho de esto o lo otro? ¿No podemos decir que el cerebro es algo capaz de alcanzar cierto nivel de pensamiento?
—No dará resultado. Tu cerebro fue fabricado por el hombre, el cerebro humano no. Tu cerebro fue construido, el humano se desarrolló. Para cualquier ser humano que se proponga mantener la barrera entre él y el robot, esas diferencias constituyen una muralla de acero de un kilómetro de grosor y un kilómetro de altura.
—Si pudiéramos llegar a la raíz de su antipatía…, a la auténtica raíz de…
—A1 cabo de tantos años —comentó tristemente Li-Hsing—, sigues intentando razonar con los seres humanos. Pobre Andrew, no te enfades, pero es tu personalidad robótica la que te impulsa en esa dirección.