Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Smythe-Robertson estaba estupefacto y desconcertado, y guardó silencio. Andrew observó el holograma de la pared. Era una máscara mortuoria de Susan Calvin, santa patrona de la robótica. Había muerto dos siglos atrás, pero después de escribir el libro Andrew la conocía tan bien que tenía la sensación de haberla tratado personalmente.
—¿Cómo puedo reemplazarle? —replicó Smythe-Robertson—. Si le reemplazo como robot, ¿cómo puedo darle el nuevo robot a usted, el propietario, si en el momento del reemplazo usted deja de existir?
Sonrió de un modo siniestro.
—No es difícil —terció Paul—. La personalidad de Andrew está asentada en su cerebro positrónico, y esa parte no se puede reemplazar sin crear un nuevo robot. Por consiguiente, el cerebro positrónico es Andrew el propietario. Todas las demás piezas del cuerpo del robot se pueden reemplazar sin alterar la personalidad del robot, y esas piezas pertenecen al cerebro. Yo diría que Andrew desea proporcionarle a su cerebro un nuevo cuerpo robótico.
—En efecto —asintió Andrew. Se volvió hacia Smythe-Robertson—. Ustedes han fabricado androides, ¿verdad?, robots que tienen apariencia humana, incluida la textura de la piel.
—Sí, lo hemos hecho. Funcionaban perfectamente con su cutis y sus tendones fibrosíntéticos. Prácticamente no había nada de metal, salvo en el cerebro, pero eran tan resistentes como los robots de metal. Más resistentes, en realidad.
Paul se interesó:
—No lo sabía. ¿Cuántos hay en el mercado?
—Ninguno —contestó Smythe-Robertson—. Eran mucho más caros que los modelos de metal, y un estudio del mercado reveló que no serían aceptados. Parecían demasiado humanos.
—Pero la empresa conserva toda su destreza —afirmó Andrew—. Deseo, pues, ser reemplazado por un robot orgánico, por un androide.
—¡Santo cielo! —exclamó Paul.
Smythe-Robertson se puso rígido.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué imposible? —preguntó Andrew—. Pagaré lo que sea, dentro de lo razonable, por supuesto.
—No fabricamos androides.
—No quieren fabricar androides —intervino Paul—. Eso no es lo mismo que no poseer la capacidad para fabricarlos.
—De todos modos, fabricar androides va contra nuestra política pública.
—No hay ley que lo prohiba —señaló Paul.
—Aun así, no los fabricamos ni pensamos hacerlo.
Paul se aclaró la garganta.
—Señor Smythe-Robertson, Andrew es un robot libre y está amparado por la ley que garantiza los derechos de los robots. Entiendo que usted está al corriente de ello.
—Ya lo creo.
—Este robot, como robot, libre, opta por usar vestimenta. Por esta razón, a menudo es humillado por seres humanos desconsiderados, a pesar de la ley que prohibe humillar a los robots. Es difícil tomar medidas contra infracciones vagas que no cuentan con la reprobación general de quienes deben decidir sobre la culpa y la inocencia.
—Nuestra empresa lo comprendió desde el principio. Lamentablemente, la firma de su padre no.
—Mi padre ha muerto, pero en este asunto veo una clara infracción, con una parte perjudicada.
—¿De qué habla? —gruñó Smythe-Robertson.
—Andrew Martin, que acaba de convertirse en mi cliente, es un robot libre capacitado para solicitar a Robots y Hombres Mecánicos el derecho de reemplazo, el cual la empresa otorga a quien posee un robot durante más de veinticinco años. Más aún, la empresa insiste en que haya reemplazos. —Paul sonrió con desenfado—. El cerebro positrónico de mi cliente es propietario del cuerpo de mi cliente, que, desde luego, tiene más de veinticinco años. El cerebro positrónico exige el reemplazo del cuerpo y ofrece pagar un precio razonable por un cuerpo de androide, en calidad de dicho reemplazo. Si usted rechaza el requerimiento, mi cliente sufrirá una humillación y presentaremos una querella. Además, aunque la opinión pública no respaldara la reclamación de un robot en este caso, le recuerdo que su empresa no goza de popularidad. Hasta quienes más utilizan los robots y se aprovechan de ellos recelan de la empresa. Esto puede ser un vestigio de tiempos en que los robots eran muy temidos. Puede ser resentimiento contra el poderío y la riqueza de Robots y Hombres Mecánicos, que ostenta el monopolio mundial. Sea cual fuera la causa, el resentimiento existe y creo que usted preferirá no ir a juicio, teniendo en cuenta que mi cliente es rico y que vivirá muchos siglos, lo cual le permitirá prolongar la batalla eternamente.
Smythe-Robertson se había ruborizado.
—Usted intenta obligarme a…
—No le obligo a nada. Si desea rechazar la razonable solicitud de mi cliente, puede hacerlo y nos marcharemos sin decir más… Pero entablaremos un pleito, como es nuestro derecho, y a la larga usted perderá.
—Bien… —empezó Smythe-Robertson, y se calló.
—Veo que va usted a aceptar. Puede que tenga dudas, pero al fin aceptará. Le haré otra aclaración. Si, al transferir el cerebro positrónico de mi cliente de su cuerpo actual a un cuerpo orgánico se produce alguna lesión, por leve que sea, no descansaré hasta haber arruinado a su empresa. De ser necesario, haré todo lo posible para movilizar a la opinión pública contra ustedes si una senda del cerebro de platinoiridio de mi cliente sufre algún daño. ¿Estás de acuerdo, Andrew?
Andrew titubeó. Era como aprobar la mentira, el chantaje, el mal trato y la humillación de un ser humano. Pero no hay daño físico, se dijo, no hay daño físico.
Finalmente logró pronunciar un tímido sí.
Era como estar reconstruido. Durante días, semanas y meses Andrew se sintió como otra persona, y los actos más sencillos le hacían vacilar.
Paul estaba frenético.
—Te han dañado, Andrew. Tendremos que entablar un pleito.
—No lo hagas —dijo Andrew muy despacio—. Nunca podrás probar pr…
—¿Premeditación?
—Premeditación. Además, ya me encuentro más fuerte, mejor. Es el t…
—¿Temblor?
—Trauma. A fin de cuentas, nunca antes se practicó semejante oper… oper…
Andrew sentía el cerebro desde dentro, algo que nadie más podía hacer. Sabía que se encontraba bien y, durante los meses que le llevó aprender la plena coordinación y el pleno interjuego positrónico, se pasó horas ante el espejo.
¡No parecía humano! El rostro era rígido y los movimientos, demasiado deliberados. Carecía de la soltura del ser humano, pero quizá pudiera lograrlo con el tiempo. A1 menos, podía ponerse ropa sin la ridícula anomalía de tener un rostro de metal.
—Volveré al trabajo.
Paul sonrió.
—Eso significa que ya estás bien. ¿Qué piensas hacer? ¿Escribirás otro libro?
—No —respondió muy serio—. Vivo demasiado tiempo como para dejarme seducir por una sola carrera. Hubo un tiempo en que era artista y aún puedo volver a esa ocupación. Y hubo un tiempo en que fui historiador y aún puedo volver a eso. Pero ahora deseo ser robobíólogo.
—Robopsicólogo, querrás decir.
—No. Eso implicaría el estudio de cerebros positrónicos, y en este momento no deseo hacerlo. Un robobiólogo sería alguien que estudia el funcionamiento del cuerpo que va con ese cerebro.
—¿Eso no se llamaría un robotista?
—Un robotista trabaja con un cuerpo de metal. Yo estudiaré un cuerpo humanoide orgánico, y el único espécimen que existe es el mío.
—Un campo muy limitado —observó Paul—. Como artista, toda la inspiración te pertenecía; como historiador, estudiabas principalmente los robots; como robobiólogo, sólo te estudiarás a ti mismo.
Andrew asintió con la cabeza.
—Eso parece.
Andrew tuvo que comenzar desde el principio, pues no sabía nada de biología y casi nada de ciencias. Empezó a frecuentar bibliotecas, donde consultaba índices electrónicos durante horas, con su apariencia totalmente normal debido a la ropa. Los pocos que sabían que era un robot no se entrometían.
Construyó un laboratorio en una sala que añadió a su casa, y también se hizo una biblioteca.
Transcurrieron años. Un día, Paul fue a verlo.
—Es una lástima que ya no trabajes en la historia de los robots. Tengo entendido que Robots y Hombres Mecánicos está adoptando una política radicalmente nueva.
Paul había envejecido, y unas células fotoópticas habían reemplazado sus deteriorados ojos. En ese aspecto estaba más cerca de Andrew.
—¿Qué han hecho? —preguntó Andrew.
—Están fabricando ordenadores centrales, cerebros positrónicos gigantescos que se comunican por microondas con miles de robots. Los robots no poseen cerebro. Son las extremidades del gigantesco cerebro, y los dos están separados físicamente.
—¿Es más eficiente?
—La empresa afirma que sí. Smythe-Robertson marcó el nuevo rumbo antes de morir. Sin embargo, tengo la sospecha de que es una reacción contra ti. No quieren fabricar robots que les causen problemas como tú, y por eso han separado el cerebro del cuerpo. El cerebro no deseará cambiar de cuerpo y el cuerpo no tendrá un cerebro que desee nada. Es asombrosa la influencia que has ejercido en la historia de los robots. Tus facultades artísticas animaron a la empresa a fabricar robots más precisos y especializados; tu libertad derivó en la formulación del principio de los derechos robóticos; tu insistencia en tener un cuerpo de androide hizo que la empresa separase el cerebro del cuerpo.
—Supongo que al final la empresa fabricará un enorme cerebro que controlará miles de millones de cuerpos robóticos. Todos los huevos en un cesto. Peligroso. Muy desatinado.
—Me parece que tienes razón. Pero no creo que ocurra hasta dentro de un siglo y yo no viviré para verlo. Quizá ni siquiera viva para ver el año próximo.
—¡Paul! —exclamó Andrew, preocupado.
Paul se encogió de hombros.
—Somos mortales, Andrew, no somos como tú. No importa demasiado, pero sí es importante aclararte algo. Soy el último humano de los Martín. Hay descendientes de mi tía abuela, pero ellos no cuentan. El dinero que controlo personalmente quedará en un fondo a tu nombre y, en la medida en que uno puede prever el futuro, estarás económicamente a salvo.
—Eso es innecesario —rechazó Andrew con dificultad, pues a pesar de todo ese tiempo no lograba habituarse a la muerte de los Martín.
—No discutamos. Así serán las cosas. ¿En qué estás trabajando?
—Diseño un sistema que permita que los androides, yo mismo, obtengan energía de la combustión de hidrocarburos, y no de las células atómicas.
Paul enarcó las cejas.
—¿De modo que puedan respirar y comer?
—Sí.
—¿Cuánto hace que investigas ese problema?
—Mucho tiempo, pero creo que he diseñado una cámara de combustión adecuada para una descomposición catalizada controlada.
—¿Pero por qué, Andrew? La célula atómica es infinitamente mejor.
—En ciertos sentidos, quizá; pero la célula atómica es inhumana.
Le llevó tiempo, pero Andrew tenía tiempo de sobra. Ante todo, no quiso hacer nada hasta que Paul muriese en paz.
Con la muerte del bisnieto del Señor, Andrew se sintió más expuesto a un mundo hostil, de modo que estaba aún más resuelto a seguir el rumbo que había escogido tiempo atrás.
Pero no estaba solo. Aunque un hombre había muerto, la firma Feingold y Martín seguía viva, pues una empresa no muere, así como no muere un robot. La firma tenía sus instrucciones y las cumplió al pie de la letra. A través del fondo fiduciario y la firma legal, Andrew conservó su fortuna y, a cambio de una suculenta comisión anual, Feingold y Martín se involucró en los aspectos legales de la nueva cámara de combustión.
Cuando llegó el momento de visitar Robots y Hombres Mecánicos S.A., lo hizo a solas. En una ocasión había ido con el Señor y en otra con Paul; esa vez era la tercera, estaba solo y parecía un hombre.
La empresa había cambiado. La planta de producción se había desplazado a una gran estación espacial, como ocurría con muchas industrias. Con ellas se habían ido muchos robots. La Tierra parecía cada vez más un parque, con una población estable de mil millones de personas y una población similar de robots, de los cuales un treinta por ciento estaban dotados de un cerebro autónomo.
El director de investigaciones era Alvin Magdescu, de tez y cabello oscuros y barba puntiaguda. Sobre la cintura sólo usaba la faja pectoral impuesta por la moda. Andrew vestía según la anticuada moda de hacía varias décadas.
—Te conozco, desde luego —dijo Magdescu—, y me agrada verte. Eres uno de nuestros productos más notables y es una lástima que el viejo Smythe-Robertson te tuviera inquina. Podríamos haber hecho un gran trato contigo.
—Aún pueden.
—No, no creo. Ha pasado el momento. Hace más de un siglo que tenemos robots en la Tierra, pero eso está cambiando. Se irán al espacio y los que permanezcan aquí no tendrán cerebro.
—Pero quedo yo, y me quedo en la Tierra.
—Sí, pero tú no pareces un robot. ¿Qué nueva solicitud traes?
—Quiero ser menos robot. Como soy tan orgánico, deseo una fuente orgánica de energía. Aquí tengo los planos…
Magdescu los miró sin prisa. Los observaba con creciente interés.
—Es notablemente ingenioso. ¿A quién se le ha ocurrido todo esto?
—A mí.
Magdescu lo miró fijamente.
—Supondría una reestructuración total del cuerpo y sería experimental, pues nunca se ha intentado. Te aconsejo que no lo hagas, que te quedes como estás.
El rostro de Andrew tenía una capacidad expresiva limitada, pero no ocultó su impaciencia.
—Profesor Magdescu, no lo entiende. Usted no tiene más opción que acceder a mi requerimiento. Si se pueden incorporar estos dispositivos a mi cuerpo, también se pueden incorporar a cuerpos humanos. La tendencia a prolongar la vida humana mediante prótesis se está afianzando. No hay dispositivos mejores que los que yo he diseñado y sigo diseñando. Controlo las patentes a través de Feingold y Martin. Somos capaces de montar una empresa para desarrollar prótesis que quizá terminen generando seres humanos con muchas de la propiedades de los robots. Su empresa se verá afectada. En cambio, si me opera ahora y accede a hacerlo en circunstancias similares en el futuro, percibirá una comisión por utilizar las patentes y controlar la tecnología robótica y protésica para seres humanos. El alquiler inicial se otorgará sólo cuando se haya realizado la primera operación, y cuando haya pasado tiempo suficiente para demostrar que tuvo éxito.