Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Tengo algo. Puede funcionar.
—¿Cómo lo sabe?
—No lo sé. Sólo es un presentimiento… Mire, escuché las cintas láser que usted me dio; es decir, la música de las ondas cerebrales tal como se originaban en la paciente depresiva y la música cerebral que usted llevó a la normalidad. Y tiene razón. Sin la fluctuación de luz no me afectó. De cualquier modo, sustraje la segunda de la primera para descubrir cuál era la diferencia.
—¿Tiene usted un ordenador? —preguntó extrañada la doctora Cray.
—No, un ordenador no me habría servido. Me ofrecería demasiado, porque se toma un patrón de ondas láser complejo y se sustrae otro patrón láser complejo y lo que nos sigue quedando es un patrón láser complejo. No, lo hice mentalmente, para ver qué ritmo quedaba… El resultado sería el ritmo anormal que debemos anular con un contrarritmo.
—¿Cómo se puede sustraer mentalmente?
—No sé —se impacientó Bishop—. ¿Cómo hizo Beethoven para oír mentalmente la Novena Sinfonía antes de escribirla? El cerebro es un ordenador bastante bueno, ¿no?
—Supongo que sí. ¿Tiene ahí el contrarritmo?
—Eso creo. Lo tengo en una cinta común porque no se necesita nada más. Es algo parecido a didididiDA-didididiDA-didididiDADADAdiDA… Le añadí una melodía para que usted pueda pasarla por los auriculares mientras la paciente mira la luz fluctuante que concuerda con el patrón normal de ondas cerebrales. Si estoy en lo cierto, el refuerzo será enorme.
—¿Está seguro?
—Si estuviera seguro, no tendría que probarlo, ¿verdad, doctora?
La doctora Cray reflexionó un instante.
—Concertaré una cita con la paciente. Me gustaría que usted estuviera allí.
—De acuerdo. Supongo que forma parte de mi función de asesor.
—No podrá estar en la sala de tratamiento, pero quiero que esté aquí.
—Lo que usted diga.
La paciente parecía atemorizada. Tenía los párpados caídos y hablaba con un hilo de voz.
Bishop estaba sentado silenciosamente en el rincón. La vio entrar en la sala de tratamiento y aguardó, preguntándose qué ocurriría si aquello funcionaba. ¿Por qué no armonizar luces de ondas cerebrales con el acompañamiento apropiado para combatir la tristeza, para aumentar la energía, para realzar el amor? No sólo para gente enferma, sino para gente sana, que podría hallar un sustituto del alcohol y de las drogas que utilizaba para regular sus emociones; un sustituto seguro, basado en ondas cerebrales.
La mujer salió al cabo de cuarenta y cinco minutos.
Se encontraba serena, y las arrugas se le habían borrado de la cara.
—Me siento mejor, doctora Cray —dijo sonriente—. Mucho mejor.
—Como de costumbre —observó la doctora.
—No —replicó la mujer—. No como de costumbre. Es diferente. Las otras veces, aunque pensara que me sentía bien, esa espantosa depresión seguía acechando en el fondo de mi cabeza. Ahora… se ha esfumado.
—No podemos tener la certeza de que haya desaparecido para siempre —señaló la doctora—. Concertaremos una cita para dentro de dos semanas, y llámeme si algo anda mal, ¿de acuerdo? ¿Notó alguna diferencia en el tratamiento?
La mujer lo pensó.
—No —respondió un poco dudosa. Pero luego añadió—: La luz fluctuante. Eso parecía diferente. Más clara y más nítida.
—¿Oyó algo?
—¿Debía oír algo?
La doctora Cray se levantó.
—Muy bien. Acuérdese de concertar una cita con mi secretaria.
La mujer se detuvo en la puerta.
—Es bueno sentirse bien —comentó antes de marcharse.
La doctora Cray dijo:
—Ella no oyó nada, señor Bishop. Supongo que ese contrarritmo reforzó el patrón normal con tanta naturalidad que el sonido, como quien dice, se perdió en la luz… Y tal vez haya funcionado. —Miró a Bishop a los ojos—. Señor Bishop, ¿nos asesorará en los otros casos? Le pagaremos cuanto podamos y, si esto deriva en una terapia efectiva para los trastornos mentales, nos ocuparemos de que reciba usted todos los honores correspondientes.
—Me alegrará ayudar, doctora, pero no será tan difícil como usted cree. El trabajo ya está hecho.
—¿Cómo que ya está hecho?
—Hace siglos que tenemos músicos. Tal vez no supieran nada sobre ondas cerebrales, pero siempre procuraron que sus melodías y sus ritmos afectaran a las personas, les hicieran mover los pies, les hicieran crispar los músculos, les hicieran sonreír, les arrancaran lágrimas, les hicieran palpitar el corazón. Esas melodías están a su disposición. Una vez que usted obtiene el contrarritmo, escoge la melodía indicada.
—¿Eso hizo usted?
—Claro. ¿Qué mejor que un himno religioso para salir de la depresión? Están pensados para eso. Es un ritmo que nos libera, que nos exalta. Tal vez no dure mucho, pero, si usted lo usa para reforzar el patrón normal de ondas cerebrales, servirá para afianzarlo.
—¿Un himno religioso?
La doctora Cray lo miró con los ojos de par en par.
—Claro. El que utilicé en este caso es el mejor de todos, When the Saints Go Marching In.
Lo cantó suavemente, acompañándose con el chascar de los dedos. Al tercer compás, la doctora Cray estaba ya llevando el ritmo con las punteras de los zapatos.
“Old-Fashioned”
Ben Estes iba a morir y no le servía de consuelo saber que había convivido con esa posibilidad durante los últimos años. La vida de un astrominero que recorría la inexplorada vastedad del cinturón de asteroides podía ser tan ingrata como breve.
Claro que siempre cabía la posibilidad de encontrarse con una sorpresa que lo hiciera rico de golpe, y Estes se había topado con una sorpresa. La mayor sorpresa del mundo; pero no lo haría rico, lo convertiría en un cadáver.
Harvey Funarelli gruñó en su litera y Estes hizo una mueca al sentir un tirón en los músculos. Estaban bastante maltrechos. Pero Estes se encontaba menos afectado que Funarelli porque éste era más corpulento y había estado más cerca del punto del impacto.
Estes miró a su compañero.
—¿Cómo te sientes, Harvey?
Funarelli gruñó de nuevo.
—Siento todas las articulaciones rotas. ¿Qué demonios pasó? ¿Con qué chocamos?
Estes se le acercó cojeando.
—No trates de levantarte.
—Puedo conseguirlo con sólo que me tiendas la mano. ¡Ay! Debo de tener una costilla rota. ¿Qué ha pasado, Ben?
Estes señaló la tronera principal. No era grande, pero era lo mejor que podía esperarse en una nave astrominera de dos plazas.
Funarelli se aproximó despacio, apoyándose en el hombro de Estes. Miró hacia fuera.
Había estrellas, por supuesto, pero la mente de un astronauta experimentado las excluía automáticamente.
Las estrellas siempre estaban allí. Más cerca había un banco de rocas de diverso tamaño, desplazándose despacio como un enjambre de abejas perezosas.
—Nunca vi nada semejante —se asombró Funarelli—. ¿Qué hacen ahí?
—Sospecho que esas rocas son los restos de un asteroide destrozado y están girando en torno de algo que las despedazó, lo mismo que nos ha despedazado a nosotros.
—¿Qué es?
Funarelli escrutó en vano la oscuridad.
—¡Eso! —dijo Estes, señalando un resplandor tenue.
—No veo nada.
—Claro que no. Es un agujero negro.
A Funarelli se le erizó el cabello corto y sus ojos oscuros destellaron de horror.
—¡Estás loco!
—No. Hay agujeros negros de todos los tamaños. Eso dicen los astrónomos. Éste tiene la masa de un asteroide grande y nos estamos desplazando a su alrededor. ¿Qué otra cosa podría retenernos en su órbita?
—No hay datos sobre…
—Lo sé. ¿Cómo podría haberlos? Es algo que no se puede ver. Es pura masa… ¡Eh, ahí está el Sol. —La nave, que rotaba lentamente, tenía en ese momento el Sol a la vista y el vidrio de la ventana se polarizó automáticamente—. De cualquier modo, somos los primeros en tropezar con un agujero negro. Sólo que no viviremos para hacernos famosos.
—¿Qué sucedió?
—Nos acercamos tanto que el efecto de marejada hizo que nos estrelláramos.
—¿Qué efecto de marejada?
—No soy astrónomo, pero, según tengo entendido, aunque el tirón gravitatorio de esa cosa no es muy grande, te puedes acercar tanto que el tirón cobra intensidad. Esa intensidad decae tan deprisa con el aumento de la distancia que un extremo del objeto es atraído con mayor fuerza que el extremo contrario. El objeto se estira. Cuanto más cerca está el objeto y cuanto mayor tamaño tiene, peor es el efecto. Se te desgarraron los músculos. Tienes suerte de que no se te hayan roto los huesos.
Funarelli hizo una mueca.
—No estoy seguro de que no… ¿Qué más ocurrió?
—Los tanques de combustible fueron destruidos. Estamos atascados en esta órbita… Es una suerte que nos hallemos en una órbita tan alejada y circular como para reducir el efecto de marejada. Si estuviéramos más cerca o si nos aproximáramos a un extremo de la órbita…
—¿Podemos enviar un mensaje?
—Ni una palabra. El sistema de comunicaciones está destrozado.
—¿Puedes repararlo?
—No soy experto en comunicaciones, pero aunque lo fuera. El daño es irreparable.
—¿No podemos improvisar algo?
Estes sacudió la cabeza.
—Tenemos que esperar… y morir. Eso no es lo que más me fastidia.
—Pues a mí me fastidia bastante —gruñó Funarelli, y se sentó en la litera con la cabeza entre las manos.
—Tenemos las píldoras —dijo Estes—. Sería una muerte sencilla. Lo peor es que no podemos enviar un mensaje sobre eso. —Señaló a la tronera, que estaba de nuevo despejada, pues el Sol se alejaba.
—¿El agujero negro?
—Sí, es peligroso. Parece estar en órbita solar, pero quién sabe si la órbita es estable. Y aunque lo fuera tiene que crecer.
—Supongo que devora cosas.
—Claro. Todo lo que encuentra. Traga polvo cósmico continuamente y despide energía al engullirla. Por eso ves esas chispas de luz. De cuando en cuando, el agujero traga un fragmento grande y suelta un destello de radiación, la cual incluye rayos X. Cuanto más crece, más fácil le resulta absorber material desde mayor distancia.
Ambos miraron la tronera un instante; luego, Estes continuó:
—Ahora se puede manipular. Si la NASA pudiera traer hasta aquí un asteroide grande y dispararlo a cierta distancia del agujero, lo arrancaría de la órbita por la atracción gravitatoria mutua entre él y el asteroide. Se puede hacer que el agujero se curve en una trayectoria que lo llevaría fuera del sistema solar, con un poco de ayuda y de aceleración.
—¿Crees que era muy pequeño al principio?
—Quizá sea un microagujero que se formó en los tiempos del Big Bang, cuando se creó el universo. Tal vez ha estado creciendo durante miles de millones de años. Si continúa creciendo, podría volverse inmanejable y, con el tiempo, convertirse en la tumba del sistema solar.
—¿Por qué no lo han encontrado?
—Nadie lo ha buscado. ¿Quién se podía esperar que hubiese un agujero negro en el cinturón de asteroides? Y no produce bastante radiación ni posee masa suficiente como para hacerse notar. Tienes que tropezar con él, como nosotros.
—¿Estás seguro de que no tenemos ningún modo de comunicarnos, Ben? ¿A cuánto estamos de Vesta? Podrían llegar aquí sin mucha demora. Es la base más grande del cinturón de asteroides.
Estes negó con la cabeza.
—No sé dónde está Vesta ahora. El ordenador también se ha estropeado.
—¡Cielos! ¿Queda algo sano?
—El sistema de aire funciona. El purificador de agua también. Tenemos bastante energía y alimentos. Podemos durar dos semanas, tal vez más.
Se hizo un silencio.
—Mira —dijo Funarelli al cabo de un rato—. Aunque no sepamos dónde está Vesta, sabemos que se encuentra a unos cuantos millones de kilómetros. Si lanzamos una señal, podrían mandar una nave robot al cabo de una semana.
—Una nave robot, claro —repitió Estes.
Eso era fácil. Una nave no tripulada podía alcanzar niveles de aceleración que el cuerpo humano no resistiría. Podía efectuar viajes en un tercio del tiempo.
Funarelli cerró los ojos, como bloqueando el dolor.
—No te burles de la nave robot. Podría traernos vituallas de emergencia y a bordo llevaría material que podríamos usar para instalar un sistema de comunicaciones. Podríamos resistir hasta que llegaran a rescatarnos.
Estes se sentó en la otra litera.
—No me burlaba. Sólo pensaba que no hay modo de enviar una señal. Ni siquiera podemos gritar. El vacío del espacio no transmite el sonido.
—No puedo creer que no se te ocurra nada —rezongó Funarelli—. Nuestras vidas dependen de ello.
—Quizás hasta la vida de la humanidad dependa de ello, pero no se me ocurre nada. ¿Por qué no piensas tú?
Funarelli gruñó al mover las caderas.
Se sujetó a las agarraderas de la pared próxima a la litera y se puso de pie.
—Se me ocurre una cosa. ¿Por qué no apagas los motores de gravedad, y así ahorramos energía y forzamos menos los músculos?
—Buena idea —murmuró Estes.
Se levantó, fue al panel de los controles y cortó la gravedad. Funarelli flotó hacia arriba, emitiendo un suspiro.
—¿Por qué esos idiotas son incapaces de encontrar el agujero negro? —protestó.
—¿Como lo encontramos nosotros? No hay otro modo. Sus efectos no son llamativos.
—Todavía me duele —se quejó Funarelli—,incluso sin gravedad. Bueno, si me sigue doliendo así, no lo lamentaré tanto cuando llegue el momento de tomar las píldoras. ¿Hay algún modo de lograr que el agujero negro aumente su actividad?
—Si uno de esos trozos de roca cayera en el agujero, lanzaría un destello de rayos X.
—¿Lo detectarían en Vesta?
Estes negó con la cabeza.
—Lo dudo. No están buscando nada parecido. Pero sin duda lo detectarían en la Tierra. Algunas estaciones espaciales vigilan el cielo constantemente para verificar si hay cambios de radiación. Detectan destellos increíblemente pequeños.
—De acuerdo, Ben, no me importaría poner sobre aviso a la Tierra. Enviarían un mensaje a Vesta para que investigara. Los rayos X tardarían quince minutos en llegar a la Tierra y las ondas de radio tardarían otros quince en llegar a Vesta.
—¿Y entre tanto? Los receptores pueden registrar automáticamente un estallido de rayos X en tal dirección, pero ¿quién sabrá de dónde proceden? Podrían venir de una galaxia distante que se encontrase en esta dirección. Un técnico notará el cambio y estará alerta a nuevos estallidos en el mismo lugar, pero no habrá ningún otro y le restará importancia. Además, no va a suceder, Harvey. Sin duda hubo muchos rayos X cuando el agujero negro destruyó ese asteroide con su efecto de marejada, pero eso pudo ocurrir hace miles de años, cuando no había nadie que pudiera verlo. Actualmente las órbitas de esos fragmentos deben de ser bastante estables.