Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Por qué no lo prueba? —dije—. Envíe un rayo de protones a través del agujero.
—Ya lo hice. Nada pasa. La rosquilla no es lo bastante poderosa. Pero mis matemáticas me dicen que mientras más organizada sea la muestra de materia, lo más factible es que un intercambio, tal como de izquierda a derecha, se producirá. Si puedo mostrar que tal cambio se producirá en materia altamente organizada, puedo obtener una subvención que me habilitará para fortalecer mucho más este aparato.
—¿Tiene algo en mente como prueba?
—Absolutamente —dijo Bob—. He calculado que un ser humano está sólo lo suficiente y altamente organizado como para sufrir la transformación, de modo que voy a pasar a través del agujero de la rosquilla.
—No puede hacer eso, Bob —dije alarmado—. Puede matarse.
—No puedo solicitar a ningún otro que tome el riesgo. Es
mi
aparato.
—Pero aun cuando tenga éxito, el ápice de su corazón quedará apuntado hacia la derecha, su hígado estará en el lado izquierdo. Aún peor, todo sus aminoácidos cambiarán de I a D, y todos sus azúcares de D a I. Usted ya no podrá comer ni digerir.
—Es absurdo —dijo Bob—. Sólo debo pasar por segunda vez y entonces seré exactamente como era antes.
Y sin más ni más, subió por una pequeña escalera de mano, equilibrándose a sí mismo encima del agujero, y se dejó caer a través de él. Aterrizó sobre un colchón del caucho, y entonces se arrastró hacia fuera desde abajo de la rosquilla.
—¿Cómo se siente? —pregunté ansiosamente.
—Obviamente, estoy vivo —dijo.
—Sí, pero, ¿cómo se
siente
?
—Absolutamente normal —dijo Bob, quizá más bien decepcionado—. Siento exactamente como lo hacía antes de saltar a través.
—Bien, desde luego, pero, ¿donde está su corazón?
Bob puso una mano sobre su pecho, sintió en torno de él, entonces agitó su cabeza.
—El latido del corazón está en el lado izquierdo, como de costumbre… Espere, verifiquemos la cicatriz de mi apendicitis.
Él lo hizo, entonces me observó de modo huraño.
—Derecha, donde debe estar. Nada pasó. Allí va toda mi oportunidad para una subvención.
Dije con optimismo:
—Quizá algún otro cambio se produjo.
—No. —El temperamento mercurial de Bob había descendido en la oscuridad—. Nada ha cambiado. Nada en absoluto. Estoy tan seguro de eso como estoy seguro que mi nombre es Robert L. Backward
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“Christmas without Rodney”
Todo comenzó con Gracie (mi esposa durante casi cuarenta años) que deseaba dar a Rodney permiso para pasar una temporada de vacaciones, y la cosa acabó conmigo en una situación por completo imposible. Se lo voy a contar si no le importa, porque tengo que decírselo a alguien. Naturalmente, he cambiado los nombres y los detalles para nuestra propia protección.
Ocurrió hace exactamente un par de meses, a mediados de diciembre, cuando Gracie me dijo:
—¿Por qué no le das permiso a Rodney para disfrutar una temporada de vacaciones? ¿Por qué no debería celebrar también las navidades?
Recuerdo que en aquel momento no tenía enfocada mi óptica (existe una gran cantidad de alivio dejando que las cosas se pongan neblinosas cuando se desea descansar o, simplemente, escuchar música), pero las enfoqué rápidamente para ver si Gracie sonreía o guiñaba de alguna manera el ojo. En realidad, tampoco es que tenga demasiado sentido del humor.
No sonreía. Tampoco guiñaba el ojo.
—¿Por qué demonios iba a concederle un permiso?
—¿Y por qué no?
—¿Se te ocurre dar vacaciones al frigorífico, al esterilizador, al holovisor? ¿Deberíamos apagar el generador de corriente?
—Vamos, Howard —respondió—. Rodney no es un frigorífico ni un esterilizador. Es una persona.
—No es una persona. Es un robot. No desearía unas vacaciones.
—¿Y cómo lo sabes? Y claro que es una persona. Se merece la oportunidad de descansar y disfrutar de una atmósfera de vacaciones.
No iba a discutir con ella que aquella cosa fuese una «persona». Supongo que conocerá esas encuestas en las que se indica que a las mujeres es más probable que no les gusten o tengan miedo a los robots de como les ocurre en igualdad de circunstandas a los hombres. Tal vez esto se deba a que los robots tienden a efectuar lo que, en un tiempo, en los malos tiempos, se llamaba «trabajo de mujeres» y las mujeres teman convertirse en unos seres sin utilidad, aunque siempre pensé que eso debería encantarles. En cualquier caso, Gracie sí está encantada y, simplemente, adora a Rodney. (Ésta es su expresión al respecto. Un día sí y otro también no cesa de repetir: «Adoro a Rodney.»)
Debe comprender que Rodney es un robot anticuado, que hemos tenido con nosotros ya durante siete años. Fue ajustado para adecuarse a nuestra anticuada casa y a nuestras anticuadas maneras de ser, y yo mismo me encuentro del todo complacido con él. A veces pienso en conseguir uno de esos empleos modernos y elegantes, en que todo se halla automatizado, como el que tiene nuestro hijo, DeLancey, pero es algo que Gracie nunca acabaría por poder resistir.
Pero luego pensé en DeLancey y dije:
—¿Cómo le vamos a dar vacaciones a Rodney, Gracie? DeLancey va a venir con su maravillosa esposa. (Yo siempre empleo esa expresión de «maravillosa» en un sentido sarcástico, pero Gracie nunca se da cuenta; resulta asombroso cómo insiste siempre en buscar el lado bueno de las cosas, incluso cuando éste no existe.) ¿Y cómo vamos a tener la casa en buena forma, y conseguir la comida y todo lo demás sin Rodney?
—Pero precisamente si se trata de eso —se apresuró a responder—. DeLancey y Hortense podrían traer su robot y éste lo hará todo. Ya sabes que no aprecian mucho a Rodney, y les gustaría sobremanera mostrar lo que puede hacer el de ellos. Así Rodney descansará.
Gruñí y dije:
—Si eso te hace feliz, supongo que podemos hacerlo. Sólo será cosa de tres días. Pero no quiero que Rodney se imagine que va a tener siempre vacaciones.
Naturalmente, se trataba de otra broma, pero Gracie se limitó a responder con rapidez:
—No, Howard, hablaré con él y le explicaré que esto sólo ocurrirá de vez en cuando.
Ella no comprende por completo que Rodney se halla controlado por las Tres Leyes de la Robótica y que no hay que explicarle nada.
Por lo tanto, tuve que esperar a DeLancey y Hortense, y me dio la sensación de tener el corazón en un puño. DeLancey es mi hijo, como es natural, pero es un individuo muy móvil y de los que están siempre en la cumbre. Se casó con Hortense porque ésta tenía excelentes conexiones en el mundo de los negocios y podía ayudarle en su ascenso hacia la cumbre. Por lo menos había esto, y en ello confiaba, porque si tiene alguna otra virtud jamás he llegado a descubrirla.
Aparecieron con su robot dos días antes de navidad. El robot relucía tanto como Hortense y parecía igual de duro. Le habían sacado el brillo para que resaltara al máximo y no exhibía en absoluto el aspecto torpón de Rodney. El robot de Hortense (estoy seguro de que había sido ella la que dictara su diseño) se movía absolutamente en silencio. Por una razón que no acabé de captar, estaba siempre detrás de mí, produciéndome casi un ataque al corazón cada vez que me daba la vuelta y tropezaba con él.
Pero aún resultó peor que DeLancey se trajera a su hijo de ocho años, LeRoy. Ahora es mi nieto, y puedo dar fe acerca de la fidelidad de Hortense porque estoy seguro de que nadie la tocaría de forma voluntaria. Pero tengo también que admitir que el meterle a él en un mezclador de hormigón le mejoraría de una manera inacabable.
Lo primero que él hizo fue preguntar si habíamos enviado a Rodney a la unidad de reclamación de metales. (Él lo llamaba el «lugar de la juerga».) Hortense olisqueó y dijo:
—Dado que traemos un robot moderno, confío en que mantengas fuera de la vista a Rodney.
Yo no dije nada, pero Gracie sí intervino:
—Claro que sí, querida. En realidad, le hemos dado vacaciones a Rodney.
DeLancey hizo una mueca, pero no respondió. Conocía muy bien a su madre.
Yo medié, pacíficamente:
—Supongo que para empezar podíamos ordenarle a Rambo que nos prepare algo bueno para beber, ¿no os parece? Café, té, chocolate caliente, un poco de coñac…
Rambo era el nombre de su robot. No conozco la razón de que todos tengan que empezar por «R». No existe ninguna ley al respecto, pero supongo que ya se habrá dado cuenta por sí mismo de que casi todos los robots tienen un nombre que empieza con R. Esa R supongo que tendrá que ver con robot. El nombre más corriente suele ser Robert. Deben de haber más de un millón de robots que se llamen Robert, tan sólo en el corredor del Nordeste.
Y, francamente, mi opinión es que ésta es la razón de que los nombres de pila humanos ya no empiecen por R. Hay Bob y Dick, pero no se encuentra ni Robert ni Richard. También hay Posy y Trudy, pero no Rose ni Ruth. A veces tropiezas con algunas R fuera de lo corriente. Conozco a tres robots que se llaman Rutabaga, y dos Ramsés. Pero Hortense es la única que yo sepa que ha llamado a su robot Rambo, una combinación silábica que no he encontrado nunca. Tampoco me ha gustado nunca saber el por qué. Estoy seguro de que la explicación demostraría ser de lo más desagradable.
Rambo probó desde el principio carecer de cualquier utilidad. Naturalmente, estaba programado para llevar la casa de DeLancey y Hortense, y era de lo más moderno y de lo más automatizado. Para preparar unas bebidas en su propio hogar, todo lo que tenía que hacer Rambo consistía en apretar los botones apropiados. (¡Me gustaría que me explicasen para qué alguien necesita un robot que sólo apriete botones!)
Es lo que él dijo. Se volvió hacia Hortense y manifestó con una voz de muñeca (no se trataba de la voz de chico de ciudad de Rodney, con sus atisbos de acento de Brooklyn):
—Señora, el equipamiento no es el adecuado.
Y Hortense dio al instante un bufido:
—¿Quieres decir, abuelo, que aún no tenéis una cocina robotizada?
(Hasta que nació LeRoy no se me dirigía a mi con ningún nombre en absoluto, aullando como es natural; pero luego, de pronto, me comenzó a llamar «abuelo». Naturalmente, nunca me llamó Howard. Eso me mostraría que yo era humano, o, más improbablemente, que ella era humana.)
Dije:
—En realidad, está robotizada cuando Rodney se ocupa de la cocina.
—Eso me parece —respondió—. Pero ya no vivimos en el Siglo XX, abuelo.
Pensé: «Eso es lo que me gustaría a mi.»
Pero me limité a responder:
—Podrías programar a Rambo para que pusiese en marcha nuestros controles. Estoy seguro de que puede verter y mezclar y calentar y hacer cualquier otra cosa que resulte necesaria.
—Estoy segura de que sí podría hacerlo —repuso Hortense—, pero gracias a los Hados no tiene por qué hacerlo. No voy a interferir en su programación. Eso le convertiría en menos eficiente.
Gracie intervino, preocupada, pero amistosa:
—Si no podemos interferir en su programación, en ese caso simplemente deberíamos impartirle instrucciones, paso a paso, pero yo no sé cómo se hace. Nunca lo he hecho.
Yo dije:
—Se lo podría explicar Rodney.
Gracie terció:
—Oh, Howard, hemos dado vacaciones a Rodney.
—Lo sé, pero no le vamos a pedir que haga algo. Sólo le diremos a Rodney lo que hay que hacer, y luego quien lo haría sería Rambo.
En este momento intervino Rambo:
—Señora, no hay nada en mi programación o en mis instrucciones en donde resulte obligatorio para mí el aceptar órdenes dadas por otro robot, especialmente por uno que es un modelo más anticuado.
Hortense intervino de nuevo, siempre con suavidad:
—Claro que no, Rambo. Estoy segura de que el abuelo y la abuela lo comprenden.
(Me percaté de que DeLancey no pronunciaba una sola palabra. Me pregunté si alguna vez habría dicho lo más mínimo estando su esposa presente.)
Dije:
—Muy bien. Verás lo que podemos hacer. Le pediré a Rodney que me diga a mí las cosas y yo luego se las explicaré a Rambo.
Rambo no replicó nada ante esto. Incluso Rambo está sujeto a la Segunda Ley de la Robótica, que le hace del todo obligatorio el obedecer las órdenes de los humanos.
Los ojos de Hortense se acuciaron y supe que le hubiera gustado decirme que Rambo era un robot lo suficientemente ajustado como para que se le impartieran órdenes acerca de las cosas que me gustasen a mí, pero un atisbo de algo distante y rudimentariamente casi humano le impedía hacer algo así.
El pequeño LeRoy no se hallaba sometido a unas restricciones casi humanas.
Dijo:
—No quiero tener que ver la espantosa jeta de Rodney. Estoy seguro de que no sabe hacer nada, y si lo hace el abuelito se va a equivocar por completo.
Pensé que sería algo de lo más agradable el poder estar a solas con el pequeño LeRoy, durante cinco minutos, para poder razonar calmadamente con él, con un ladrillo, pero el instinto de madre le decía siempre a Hortense que no debía dejar nunca a solas a LeRoy con un ser humano de cualquier clase.
Realmente, no había nada que hacer excepto sacar a Rodney de su nicho en el armario donde había estado disfrutando de sus propios pensamientos (me pregunto si un robot tiene pensamientos propios cuando está a solas) y ponerle a la obra. Aquello resultó muy duro. Mi robot tenía que decir una frase, luego yo debía repetir la misma frase y, a continuación, Rambo hacía esto o aquello, luego Rodney decía otra frase, y así indefinidamente.
Todo aquello costó el doble de tiempo que si Rodney lo hubiera hecho todo por sí mismo, y aquello me sacó de mis casillas, puedo jurárselo, porque las cosas tuvieron que hacerse así: usar el lavavajillas/esterilizador, cocinar el festín de navidad, limpiar el revoltillo de encima de la mesa o del suelo, en fin todo.
Gracie siguió quejándose porque se habían echado a perder por completo las vacaciones de Rodney, pero no pareció percatarse en ningún momento de que lo mismo había sucedido con las mías. De todos modos, siempre he admirado a Hortense por la forma en que dice algo desagradable en cualquier momento en que ello resulta necesario. Me di cuenta, en particular, de que nunca llegaba a repetirse. Cualquiera puede mostrarse desagradable, pero el convertirse en continuadamente creativo en ser desagradable me llenaba de un perverso deseo de aplaudir alguna que otra vez.