Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
James Priss —supongo que debería decir el profesor James Priss, aunque todos sabrán a quién me refiero incluso si no menciono el título— siempre hablaba despacio.
Lo sé. Lo entrevisté varias veces. Tenía la mente más brillante conocida desde Einstein, pero no funcionaba deprisa. Él mismo admitía que era lento. Quizá su mente no funcionaba deprisa precisamente por ser tan brillante.
Articulaba una frase, reflexionaba, añadía algo más. Aun en asuntos triviales, su mente gigantesca se demoraba en la incertidumbre, agregando un toque aquí y otro allá.
Le imagino preguntándose si el sol despuntaría a la mañana siguiente. ¿Qué significa «despuntar»? ¿Podemos estar seguros de que habrá un mañana? ¿La palabra «sol» no reviste ninguna ambigüedad?
Añádase a este modo de hablar un semblante blando y pálido, sin más expresión que un titubeo general, un cabello gris y ralo peinado impecablemente, trajes invariablemente conservadores, y tendremos el retrato del profesor James Priss: una persona retraída carente de magnetismo.
Por eso, nadie en el mundo, excepto yo, podía sospechar que fuera un asesino. Y ni siquiera yo estoy seguro. A fin de cuentas, él pensaba despacio; siempre pensaba despacio. ¿Es concebible que en un momento crucial haya logrado actuar deprisa y sin dilación?
No importa. Aunque sea un asesino, se salió con la suya. Es demasiado tarde para invertir la situación y yo no lo conseguiría aunque me decidiera a permitir que esto se publicara.
Edward Bloom fue compañero de estudios de Priss, y luego las circunstancias los acercaron durante una generación. Tenían la misma edad y ambos amaban la vida de soltero, pero eran opuestos en todo lo demás.
Bloom era ostentoso, pintoresco, alto, corpulento, locuaz, atrevido y lleno de aplomo. Su mente apresaba lo esencial con la rapidez de un impacto meteórico. No era un teórico como Priss; Bloom no tenía esa paciencia ni esa capacidad de intensa concentración en un punto abstracto. Lo admitía; se jactaba de ello.
Pero tenía una habilidad inquietante para aplicar una teoría, para ver el modo de utilizarla. En el frío bloque de mármol de una estructura abstracta veía sin dificultad el intrincado diseño de un dispositivo maravilloso. El bloque se rajaba con su contacto, y quedaba libre el dispositivo.
Es bien conocido, y no se exagera demasiado, que Bloom no podía construir nada que no funcionara o que no fuera patentable o que no resultara rentable. A los cuarenta y cinco años era uno de los hombres más ricos de la Tierra.
Y si algo congeniaba con las aptitudes de Bloom el técnico era el pensamiento de Priss el teórico. Los mejores aparatos de Bloom estaban construidos a partir de las más grandes ideas de Priss, y a medida que Bloom ganaba fama y riqueza Priss obtenía un respeto monumental entre sus colegas.
Era de esperar, pues, que cuando Priss formuló su teoría del doble campo, Bloom se pusiera de inmediato a construir el primer dispositivo práctico antigravedad.
Mi trabajo consistía en hallar un interés humano en la teoría del doble campo para los suscriptores de Telenoticias, y eso se consigue tratando con seres humanos y no con ideas abstractas. Como mi entrevistado era el profesor Priss, no parecía una tarea fácil.
Naturalmente, le preguntaría sobre las posibilidades de la antigravedad, que interesaba a todos, y no sobre la teoría del doble campo, algo que nadie comprendía.
—¿La antigravedad? —Priss apretó sus labios pálidos y reflexionó—. No sé si es posible, si alguna vez podrá serlo. No he resuelto el asunto a mi entera satisfacción. No sé si las ecuaciones de doble campo tendrían una solución finita, lo cual sería necesario, por supuesto, si…
Y se enredó en un análisis oscuro. Yo lo estimulé:
—Bloom dice que es posible construir ese aparato.
Priss movió la cabeza en sentido afirmativo.
—Sí, pero quién sabe. Ed Bloom ha demostrado poseer un asombroso don para ver lo que no es evidente. Tiene una mente insólita, y que con toda seguridad le ha hecho ganar una fortuna.
Nos encontrábamos sentados en la casa de Priss. Clase media de la más normal. No pude evitar echar una ojeada aquí y allá. Priss no tenía una fortuna.
No creo que me adivinara el pensamiento. Me vio mirar. Y supongo que eran sus propios pensamientos.
—La riqueza no es la recompensa habitual para el científico puro. Ni siquiera es una recompensa muy deseable —comentó.
Es posible, pensé. Príss tenía su propia recompensa. Era la tercera persona de la historia que había ganado dos premios Nobel, y el primero en ganar los dos en el campo de las ciencias, y ambos sin compartir. Nadie se quejaría de eso. Y aunque no era rico tampoco era pobre.
Pero no parecía satisfecho. Tal vez no estuviera molesto con la riqueza de Bloom, sino con su fama; Bloom era una celebridad dondequiera que iba, mientras que Priss, fuera de las convenciones científicas y de los clubes de profesores, era un personaje anónimo.
No sé si esto se me veía en los ojos o en el entrecejo fruncido, el caso es que Priss continuó:
—Pero somos amigos. Jugamos al billar un par de veces por semana. Normalmente le gano.
(Nunca publiqué esa declaración. La cotejé con Bloom, quien la negó con otra larga declaración que comenzaba con una interjección y se volvía cada vez más personal. Lo cierto es que ninguno de ellos era un novato en el billar. Yo les vi jugar una vez, después de estas declaraciones, y ambos empuñaban el taco con aplomo profesional. Más aún, los dos jugaban con saña, y las partidas no parecían amistosas.)
—¿Le importaría predecir si Bloom logrará construir un dispositivo antigravedad? —pregunté.
—¿Quiere decir que si estoy dispuesto a comprometer mi palabra? Mmmm. Bien, veamos, joven. ¿Qué queremos decir con antigravedad? Nuestra concepción de la gravedad se basa en la teoría general de la relatividad de Einstein, que ya tiene un siglo y medio, pero que, dentro de sus límites, permanece firme. Podemos describirla…
Escuché cortésmente. No era la primera vez que le oía perorar sobre el tema, pero si quería sonsacarle algo —lo cual no era seguro— tendría que dejar que se explayara a gusto.
—Podemos describirla imaginando el universo como una lámina de caucho irrompible, plana, delgada y superflexible. Si describimos la masa como algo asociado con el peso, como ocurre en la superficie de la Tierra, esperaríamos que una masa, apoyada sobre la lámina de caucho, dejara una hendidura. A mayor masa, más profunda la hendidura.
»En el universo real existen toda clase de masas, así que debemos imaginar nuestra lámina de caucho como acribillada de hendiduras. Cualquier objeto que rodara por la lámina seguiría esas hendiduras, virando y cambiando de rumbo. Estos virajes y cambios de rumbo, de hecho, nos demuestran la existencia de una fuerza de gravedad. Si el objeto móvil se acerca al centro de la hendidura y se mueve despacio, queda atrapado y gira en torno de la hendidura. En ausencia de fricción, mantiene ese movimiento para siempre. En otras palabras, Albert Einstein interpretó como una distorsión geométrica lo que Newton interpretaba como una fuerza.
Hizo una pausa. Había hablado con bastante soltura —para ser él— porque estaba diciendo algo que había dicho muchas veces. Pero luego empezó a vacilar.
—A1 tratar de producir la antigravedad, pues, tratamos de alterar la geometría del universo. Si continuamos con nuestra metáfora, tratamos de alisar esa lámina de caucho llena de hendiduras. Es como ponerse debajo de una masa y levantarla, sosteniéndola para impedir que se abra una hendidura. Si aplanamos de ese modo la lámina de caucho, creamos un universo (o, al menos, una porción de universo) donde la gravedad no existe. Un cuerpo rodante pasaría por esa masa que no produce hendiduras sin alterar su rumbo, y podríamos interpretar que esto significa que la masa no ejerce fuerza gravitatoria. Para lograr esta hazaña, sin embargo, necesitamos una masa equivalente a la masa que produce la hendidura. Para producir antigravedad en la Tierra de esta manera, tendríamos que utilizar una masa equivalente a la terrestre y ponerla encima de nosotros, como quien dice.
—Pero su teoría del doble campo… —interrumpí.
—Exacto. La relatividad general no explica el campo gravitatorio y el campo electromagnético en un solo conjunto de ecuaciones. Einstein se pasó media vida buscando ese conjunto, una teoría de campo unificado, y fracasó. Todos los que siguieron a Einstein también fracasaron. Yo partí, en cambio, del supuesto de que había dos campos que no se podían unificar y seguí las consecuencias, y la metáfora de la «lámina de caucho» me permitirá explicar una parte.
Ahora llegábamos a algo que yo no había oído antes.
—¿Cómo es eso? —pregunté.
—Supongamos que, en vez de tratar de levantar la masa que provoca la hendidura, procuramos endurecer la lámina, hacerla menos vulnerable a las hendiduras. Se contraería, al menos en una pequeña superficie, y se aplanaría. La gravedad se debilitaría y también la masa, pues ambas son esencialmente el mismo fenómeno en ese universo con hendiduras. Si lográramos que la lámina de caucho fuera totalmente plana, la gravedad y la masa desaparecerían.
»En las condiciones apropiadas, el campo electromagnético contrarrestaría el campo gravitatorio y serviría para endurecer la urdimbre del universo. El campo electromagnético es mucho más fuerte que el gravitatorio, así que el primero podría superar al segundo.
—Pero usted dice «en las condiciones apropiadas». ¿Se pueden lograr esas condiciones apropiadas de que usted habla, profesor?
—Pues no lo sé —contestó pensativamente Priss—. Si el universo fuera una lámina de caucho, su rigidez tendría que alcanzar un valor infinito antes de poder permanecer totalmente plano bajo una masa capaz de producir una hendidura. Si eso también ocurre en el universo real, se requeriría un campo electromagnético de intensidad infinita, lo cual significaría que la antigravedad sería imposible.
—Pero Bloom dice…
—Sí, supongo que Bloom cree que bastará con un campo finito, si se puede aplicar apropiadamente. Aun así, por ingenioso que sea Bloom —añadió Priss, sonriendo apenas—, no debemos considerar que es infalible. Su comprensión de la teoría es bastante endeble. No…, bueno, nunca llegó a sacarse el título universitario, ¿lo sabía?
Estuve a punto de decirle que lo sabía. Todo el mundo lo sabía. Pero había cierta avidez en la voz de Priss y noté que le brillaban los ojos, como si le deleitara difundir esa noticia. Así que asentí con la cabeza como si me interesara el dato para una futura referencia.
—Entonces, diría usted que Bloom está equivocado y que la antigravedad es imposible.
Priss asintió.
—El campo gravitatorio se puede generar, por supuesto; pero si por antigravedad nos referimos a un campo de gravedad cero, sin ninguna gravedad en un significativo volumen de espacio, entonces sospecho que la antigravedad puede resultar imposible, a pesar de Bloom.
Así que en cierto modo obtuve lo que quería.
No pude ver a Bloom durante tres meses, y cuando lo encontré estaba de mal humor.
Se había enfadado nada más publicarse las declaraciones de Priss. Proclamó que Priss sería invitado a la exhibición del dispositivo antigravedad en cuanto estuviera construido, e incluso se le pediría que participara en la demostración. Un periodista —no yo, lamentablemente— lo abordó en un momento libre y le pidió que se explayara.
—Con el tiempo tendré ese dispositivo, tal vez pronto. Y usted podrá asistir. Cualquier periodista podrá asistir. Y también podrá asistir el profesor James Priss. Puede representar a la ciencia teórica y, una vez que yo haya demostrado la antigravedad, adaptar su teoría para explicarla. Estoy seguro de que sabrá adaptarla de forma magistral y señalar con exactitud por qué no era posible que yo fracasara. Podría hacerlo ahora y ahorrar tiempo, pero supongo que no lo hará.
Lo dijo todo con mucha educación, pero se le notaba refunfuñar por debajo del rápido fluir de las palabras.
No obstante, siguió jugando al billar con Priss, y cuando ambos se reunían se comportaban con absoluto decoro. Los progresos de Bloom eran fáciles de evaluar a la luz de sus respectivas actitudes ante la prensa. Bloom se mostraba cada vez más cortante, mientras que Priss manifestaba un creciente buen humor.
Cuando Bloom me concedió una entrevista después de mi enésima solicitud, me pregunté si eso significaba el final de su búsqueda. Me hice un poco la ilusión de que iba a anunciarme a mí su triunfo definitivo.
Pero no fue así. Nos reunimos en el despacho de su empresa, al norte del Estado de Nueva York. Se encontraba en un entorno maravilloso, alejado de las zonas pobladas, con bellos jardines que abarcaban tanto terreno como un vasto establecimiento industrial. Edison en su cúspide, dos siglos atrás, jamás había tenido un éxito tan arrollador como Bloom.
Pero Bloom no estaba de buen talante. Llegó con diez minutos de retraso y pasó junto al escritorio de la secretaria saludándome con un brusco movimiento de cabeza. Llevaba una chaqueta de laboratorio sin abotonar.
Se desplomó en la silla y dijo:
—Lamento haberle hecho esperar, pero no disponía de tanto tiempo como esperaba.
Bloom era un actor nato y sabía que no le convenía estar a mal con la prensa, aunque era evidente que en ese momento le costaba ceñirse a ese principio.
Hice la conjetura obvia:
—Me han dado a entender que sus pruebas recientes no han tenido éxito.
—¿Quién le dijo eso?
—Yo diría que es de conocimiento público, señor Bloom.
—No, no lo es. No diga eso, joven. No hay ningún conocimiento público sobre lo que sucede en mis laboratorios y talleres. Usted repite las opiniones del profesor, ¿verdad? Me refiero a Priss.
—No, yo no…
—Claro que sí. ¿No es usted quien dio a conocer esa declaración de que la antigravedad es imposible?
—Él no lo dijo tan categóricamente.
—Él nunca dice nada categóricamente, pero fue una declaración bastante categórica para ser de Priss, aunque no tanto como dejaré este maldito universo de caucho cuando haya terminado con mi proyecto.
—¿Eso significa que está realizando progresos, señor Bloom?
—Usted sabe que sí —rezongó—. O debería saberlo. ¿No asistió a la demostración de la semana pasada?
—Sí, asistí.
Juzgué que Bloom estaba en apuros, de lo contrario no mencionaría esa demostración. Funcionó pero no era una maravilla. Entre los dos polos de un imán se generó una zona de gravedad reducida.