Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Kane iba y venía inquieto, y se acercó a la nave. Estaba casi completa, casi terminada. Todo encajaba casi perfectamente. Casi.
Porque en su interior, muy hacia la parte delantera, había un agujero poco mayor que un hombre; había también un pasadizo poco mayor que un hombre que llevaba hasta aquel refugio. Mañana ese pasadizo se llenaría con los últimos mecanismos; pero antes se habría llenado también el agujero. Aunque no con nada planeado por ellos.
Kane se acercó todavía más; pero nadie le prestó la menor atención. Se habían acostumbrado a él.
Había una escalera de metal, por la que tendría que subir, y una pasarela que había que recorrer para entrar en la última abertura. Y él sabía dónde estaba exactamente dicha abertura; lo sabía tan bien como si hubiera construido la nave con sus propias manos. Kane trepó por la escalera y recorrió la pasarela. No había nadie allí en aquel mo…
Se equivocaba. Había un hombre. El hombre le preguntó vivamente:
—¿Qué hace usted aquí?
Kane se volvió, y sus ojos inexpresivos miraron al que le había hablado. En seguida levantó la llave inglesa y la hizo descender suavemente contra la cabeza del hombre. El agredido, que no había hecho el menor intento de esquivar el golpe, cayó; en parte por efecto del golpe.
Kane le dejó tendido allí, sin preocuparse. El hombre no pasaría mucho rato inconsciente, aunque sí el suficiente para permitir que Kane se introdujera en el agujero. Cuando recobrase el sentido no recordaría nada de Kane, como tampoco de que hubiera pasado un rato inconsciente. Sencillamente, habría restado de su vida cinco minutos que ni volvería a recuperar jamás ni echaría de menos.
El agujero estaba oscuro y, por supuesto, no tenía ventilación; pero Kane no se fijó siquiera en tales detalles. Con la seguridad del instinto, se arrastró hacia el refugio que lo acogería y luego permaneció tendido allí, jadeando, encajado perfectamente en la cavidad, como en una matriz.
Dentro de dos horas introducirían los últimos mecanismos, cerrarían el pasillo y, sin saberlo, dejarian a Kane allí. Kane seria el único pedazo de carne y sangre dentro de un objeto de metal, cerámica y combustible.
Kane no tenía miedo de que le descubrieran antes de tiempo. De todos los que habían participado en el proyecto, nadie sabia que existiera aquella cavidad. No figuraba en el diseño. Los mecánicos y los constructores no se daban cuenta de que lo hubieran dejado.
Kane lo había arreglado todo.
No sabia cómo, pero sabia que lo había hecho.
Poseía la facultad de observar la influencia que ejercía, aunque sin saber cómo la ejercía. Consideremos, por ejemplo, a Hammer, el jefe del equipo y el más claramente influenciado por él. De todas las figuras confusas que rodeaban a Kane, era la menos borrosa. En ocasiones, Kane se daba perfecta cuenta de su presencia, cuando pasaba junto a él en sus lentos, imprecisos viajes por el recinto. Era lo único que precisaba: pasar junto a él.
Kane recordaba que también había sucedido así anteriormente, en particular con los teóricos. Cuando Lise Meitner decidió comprobar si había bario entre los productos del bombardeo del uranio mediante neutrones, Kane estaba allí; era un individuo que deambulaba por un pasillo vecino sin que nadie se fijara en él.
Y estaba recogiendo hojarasca en un parque, en el año 1904, cuando el joven Einstein pasaba por allí, meditando. En aquel instante, el sabio aceleró el paso, excitado por el impacto de una idea repentina. Kane lo percibió como una sacudida eléctrica.
Pero no sabia cómo se producía el hecho. ¿Conoce una araña la teoría arquitectónica cuando empieza a construir su primera tela?
Pero el proceso venía desde más atrás todavía. El día que Newton contemplaba la Luna, con el alborear de un determinado pensamiento, Kane estaba junto a él. Y desde mucho más lejos todavía.
El panorama de Nuevo México, ordinariamente desierto, bullía de hormigas humanas que rondaban en torno de la torre metálica de lanzamiento. La estructura que dispararían hoy era diferente de todas las que la habían precedido.
Esta quedaría libre de la atracción de la Tierra mucho antes que ninguna de las otras. Se alejaría mucho más y rodearía la Luna antes de regresar. Estaría llena de instrumentos que fotografiarían la Luna y medirían el calor que emitiera, medirían su radiactividad y examinarían su estructura química mediante las microondas. Realizaría de manera automática casi todo lo que podía pedírsele a una nave tripulada. Y proporcionaría los datos suficientes para que la nave siguiente que enviaran fuese realmente un vehículo tripulado.
Pero hay que decir que, en cierto modo, esta primera nave era ya un vehículo tripulado.
Había allí representantes de varios gobiernos, de varias industrias, de varias agrupaciones sociales y económicas. Había cámaras de televisión y reporteros.
Las personas que no podían estar allí contemplaban la escena en sus hogares y escuchaban la cuenta atrás, pronunciada con cuidadosa monotonía, de la manera que había devenido tradicional en sólo tres décadas.
Al llegar a cero, los motores de reacción se pusieron en funcionamiento, y la nave se elevó pesadamente.
Kane oía el ruido de los gases que salían precipitadamente, como desde muy lejos, y sentía contra su cuerpo el peso de la aceleración creciente.
Kane apartó la mente, levantándola y dirigiéndola hacia el exterior, liberándola de toda relación directa con el cuerpo, a fin de no darse cuenta del dolor y la incomodidad.
Comprendía confusamente que el largo viaje estaba llegando a su fin. Ya no tendría que seguir actuando cuidadosamente para evitar que la gente se diera cuenta de que era inmortal. No tendría que seguir disimulándose en segundo término, ni errar eternamente de un lugar a otro, cambiando de nombre y de personalidad y manipulando mentes.
La cosa no había salido perfecta, claro está. Habían surgido los mitos del Judío Errante y del Holandés Volador, pero él había seguido adelante. Nadie le había molestado.
Veía su punto en el firmamento. A través de la masa y la solidez de la nave, seguía viéndolo. O acaso no lo «veía» realmente. No tenía la palabra exactamente apropiada.
Sin embargo, sabía que la palabra apropiada, exacta, existía. No habría sabido decir cómo sabía una parte de las cosas que sabía, como no fuera explicando que con el paso de los siglos las había aprendido poco a poco, con una seguridad que no requería razonamiento alguno.
Había empezado a existir como un ovum, o como algo para lo cual la palabra «ovum» era la más apropiada que conocía, depositado en la Tierra antes de que las criaturas nómadas, llamadas desde entonces «hombres», hubiesen construido las primeras ciudades. Su progenitor había elegido, cuidadosamente, la Tierra. No servía cualquier mundo, no.
¿Qué mundo habría servido? ¿En qué criterio se fundaba la elección? Esto no lo sabía todavía.
¿Acaso un icneumón, ese curioso insecto, estudia entomología antes de encontrar la especie precisa de araña que servirá para sus huevos y de herirla de modo que a pesar de todo siga viviendo?
El ovum lo echó fuera por fin, y él tomó forma humana y vivió entre los hombres, y se protegió de ellos. Entretanto, su único objetivo consistía en disponer las cosas de forma que los hombres recorrieran un camino que les condujese a construir una nave espacial, y que dentro de la nave hubiera una cavidad, y que en la cavidad estuviera él.
La empresa había requerido ocho mil años de esfuerzos, de progresos lentos y tropiezos.
Ahora, cuando la nave estaba ya fuera de la atmósfera, el punto del firmamento se divisaba mejor. Aquélla era la llave que le abría la mente. Aquélla era la pieza que completaba el rompecabezas.
Las estrellas parpadeaban dentro de aquel punto que el ojo del hombre, sin auxilio de aparatos, no habría podido ver. Una determinada estrella de aquel grupo brillaba esplendorosa, y Kane se lanzaba afanoso hacia ella. La expresión que habla ido tomando forma en él durante tanto tiempo se abría paso ahora.
—Mi hogar —susurró.
¿Lo sabía? ¿Acaso un salmón estudia cartografía para encontrar los manantiales de agua dulce del riachuelo en donde nació años atrás?
Se había dado el último paso en el lento proceso de maduración que había durado ocho mil años, y Kane ya no se hallaba en estado de larva, sino de adulto.
El Kane adulto volaba fuera de la carne humana que había protegido a la larva, y huyó también de la nave. Y se lanzó adelante, a velocidades increíbles, hacia el hogar, del que quizá saliera también un día, para ponerse a vagar por el espacio y fecundar algún planeta con su «ovum».
El Kane adulto surcaba raudo el espacio, sin acordarse siquiera de la nave que transportaba la crisálida vacía. No dedicó ni un momento de atención al hecho de haber empujado a un mundo entero hacia la tecnología y los viajes espaciales sólo para que aquel ser que había sido Kane pudiera madurar y llegar a su realización total.
¿Le importa a una abeja lo que le haya ocurrido a una flor, cuando ella ha terminado su asunto con aquella flor y está siguiendo su propio camino?
“Ideas Die Hard”
Los ataron contra la aceleración del despegue, rodearon sus ingeniosamente diseñados asientos con líquido, y fortalecieron sus cuerpos con medicamentos.
Luego, cuando llegó el momento de retirar las correas, se encontraron con apenas un poco más de espacio que antes.
Las simples y ligeras ropas que llevaban les daban una ilusión de libertad, pero tan sólo una ilusión. Podían mover libremente los brazos, pero las piernas sólo hasta un punto limitado. Solamente podían extender por completo una, no las dos a la vez.
Podían variar su posición medio reclinándose a la derecha o a la izquierda, pero no podían abandonar sus asientos. Los asientos eran todo lo que tenían. Podían comer, dormir, ocuparse de sus necesidades corporales de forma más o menos adecuada mientras permanecieran sentados allí, y sentados allí debían permanecer.
Durante una semana (un poco más, en realidad), estaban condenados a una tumba. En aquel momento, no importaba que la tumba estuviera rodeada por todo el espacio.
La aceleración había sido superada y había desaparecido. Ahora habían iniciado el silencioso y uniforme trayecto a través del espacio que separaba la Tierra de la Luna, y ese era el gran horror.
—¿De qué vamos a hablar? —preguntó Bruce G. Davis, Jr., sordamente.
—No lo sé —repuso Marvin Oldbury.
De nuevo reinó el silencio.
No eran amigos. Hasta haría muy poco ni siquiera se conocían. Pero estaban aprisionados juntos. Los dos se habían presentado voluntarios. Los dos habían cumplido todos los requisitos. Eran solteros, inteligentes, y gozaban de buena salud.
Además, los dos se habían sometido durante meses a una intensa psicoterapia.
Y el gran consejo de los psiquiatras había sido: «¡Hablen!».
—Hablen constantemente, si es necesario —les habían dicho—. No dejen que la sensación de estar solos les invada.
—¿Cómo pueden saberlo? —dijo Oldbury.
Era el más alto y delgado de los dos, fuerte y de rostro cuadrado. Tenía un mechón de pelo justo encima del puente de la nariz, que formaba una especie de coma entre sus dos negras cejas.
Davis tenía el cabello color arena y era pecoso, con una sonrisa tenaz y unas ligeras sombras debajo de los ojos. Quizá eran esas sombras lo que daba a sus ojos una expresión agorera.
—¿Cómo pueden saber el qué, y quiénes?
—Los psiquiatras. Dicen que hablemos. ¿Cómo pueden saber que eso nos hará algún bien?
—¿Y a quién le importa? —dijo Davis secamente—. Esto es tan sólo un experimento. Si no funciona, le dirán a la siguiente pareja: «Ni una palabra».
Oldbury estiró los brazos, y sus dedos tocaron la gran semiesfera de dispositivos de información que les rodeaba. Podían accionar los controles, manejar el equipo acondicionador del aire, atenazar los tubos de plástico de los que chupar la blanda mezcla nutritiva, activar con el codo la unidad de expulsión de desechos, y rozar los diales que controlaban el videoscopio.
Todo aquello estaba bañado por el suave resplandor de las luces, que eran alimentadas por la electricidad de las baterías solares, expuestas en el casco de la nave a una luz solar que nunca fallaba.
Menos mal que habían decidido conferirle una rotación a la nave, pensó Oldbury. Producía una fuerza centrífuga que lo empujaba contra su asiento, dándole así una sensación de peso. Sin ese toque de gravedad para hacerle sentir como en la Tierra, las cosas hubieran sido realmente malas.
Sin embargo, hubieran podido reservar un poco más de espacio dentro de la nave, ahorrándolo de las necesidades del equipo, y así los dos hombres no habrían quedado tan encajonados.
Trasladó el pensamiento a palabras y dijo:
—Podían habernos dejado un poco más de espacio.
—¿Para qué? —preguntó Davis.
—Para poder ponernos de pie.
Davis gruñó. Era realmente toda la respuesta que podía dar.
—¿Por qué te presentaste voluntario? —dijo Oldbury.
—Eso hubieras debido preguntármelo antes de partir. Entonces lo sabía. Iba a ser uno de los primeros hombres que dieran la vuelta a la Luna y regresaran. Iba a ser un gran héroe a mis veinticinco años. Colón y yo, ya sabes. —Volvió inquieto la cabeza a uno y otro lado, luego dio un par de chupadas al tubo del agua. Prosiguió diciendo—: Sin embargo, pese a todo eso, me he pasado los dos últimos meses intentando echarme atrás. Cada noche me iba a la cama sudando, jurándome a mí mismo que renunciaría a la mañana siguiente.
—Pero no lo hiciste.
—No, no lo hice. Porque no podía. Porque era demasiado cobarde para admitir que era un cobarde. Incluso mientras me ataban a esta silla, estaba dispuesto a ponerme a gritar: «¡No! ¡Busquen a algún otro!». Pero no pude hacerlo, ni siquiera entonces.
Oldbury sonrió.
—Yo ni siquiera pensaba decírselos —comentó—. Escribí una carta comunicándoles que no iba a hacerlo. Pensaba echarla al correo y desaparecer en el desierto. ¿Sabes dónde está ahora esa carta?
—¿Dónde?
—En el bolsillo de mi camisa. Aquí.
—No importa —dijo Davis—. Cuando volvamos, seremos unos héroes…, unos grandes, famosos y temblorosos héroes.
Lars Nilsson era un hombre pálido de ojos tristes, con nudillos prominentes y delgados dedos. Era el director civil del Proyecto Espacio Profundo desde hacía tres años. Había gozado con el trabajo, incluso con la tensión y los fracasos…, hasta ahora. Hasta el momento en que dos hombres habían sido finalmente atados a sus puestos dentro de la máquina.