Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
De pronto, Willard se sintió muy cansado.
—Bueno. Volveremos a intentarlo mañana. Quiero que cada uno de ustedes revise toda la escena y trate de elaborar la estrategia que tienen intenciones de usar. Pero, por favor, recuerden que no están solos en esto. Lo que hagan debe combinar con lo que hagan los demás, así que les propongo que conversen el tema entre ustedes… y, sobre todo, que me presten atención a mí, porque yo no tengo ningún instrumento que operar, pero soy el único que visualiza la obra en su conjunto. Y si en ocasiones parezco ser tan tiránico como Lear en sus peores momentos, bueno… ése es mi trabajo.
Willard estaba llegando a la escena de la gran tormenta, la porción más difícil de esta obra difícil, y se sentía agotado. Lear ha sido arrojado por sus hijas a una furiosa tormenta de viento y lluvia, con el Tonto como única compañía, y casi se ha vuelto loco ante semejante maltrato. Para él, ni siquiera esa tormenta es tan destructiva como sus hijas.
Willard hizo una indicación con la batuta y apareció Lear. Otra indicación hacia otro lado y allí estaba el Tonto, ignorado, aferrado a la pierna izquierda de Lear. Otra indicación y apareció la ambientación, con sus impresiones de tormenta, de viento ululante, de lluvia torrencial, de estallidos de truenos y destellos de relámpagos.
La tormenta domina la escena, un fenómeno de la naturaleza, pero a pesar de ella, la imagen de Lear se agranda y se transforma en algo que parece tan alto como una montaña. La tormenta de sus emociones está a tono con la tormenta de los elementos, y su voz devuelve al viento todos los aullidos. Su cuerpo pierde sustancia y comienza a flamear con el viento, como si él mismo fuese una nube, luchando contra la furia atmosférica en igualdad de condiciones. Lear, habiendo fracasado con sus hijas, desafía a la tormenta a desatar toda su violencia. Exclama, con una voz que es muchísimo más que humana:
"¡Soplad, vientos, y partiros las mejillas! ¡Enfureceos! ¡Soplad! ¡Vosotros, cataratas y huracanes, caed hasta inundar nuestros campanarios y a los gallos ahogar! ¡Vosotros, fuegos sulfurosos, de ideas ejecutores, jactanciosos mensajeros de los rayos que a los robles parten, mi blanca cabeza chamuscad! Y vos, trueno, que todo sacudís, la gruesa redondez del mundo aplastad, de la Naturaleza los moldes resquebrajad, de una vez toda simiente derramad que a hombres ingratos origen dé."
El Tonto lo interrumpe, con voz chillona, haciendo que el desafío de Lear, por contraste, resulte aún más heroico. Le ruega a Lear que trate de encontrar el camino de regreso al castillo y haga las paces con sus hijas, pero Lear ni siquiera lo oye. Sigue rugiendo:
"¡Hasta el hartazgo tronad! ¡Escupid, fuego! ¡Arrasad, lluvia! Ni lluvia, ni viento, ni trueno, ni fuego mis hijas son. No os juzgo, oh elementos, con dureza. Jamás un reino os di, ni hijos míos os llamé; sumisión no me debéis. Entonces dejad caer vuestro horrible placer. Aquí estoy yo, vuestro esclavo, un pobre viejo enfermo, débil, despreciado…"
El Duque de Kent, leal servidor de Lear (aunque el Rey, en un ataque de ira, lo ha desterrado), lo encuentra y trata de guiarlo hasta algún refugio. Después de un interludio en el castillo del Duque de Gloucester, la escena retorna a Lear bajo la tormenta, cuando es conducido, o más bien arrastrado, hasta un cobertizo.
Y entonces, por fin, Lear aprende a pensar en los demás, insiste en que el Tonto entre primero, y luego se demora afuera para reflexionar (indudablemente, por primera vez en su vida) acerca de los problemas de aquellos que no son reyes ni cortesanos.
La imagen de Lear se encogió, y la furiosa expresión de su rostro se suavizó. Levantó la cabeza, de cara a la lluvia, y sus palabras parecieron distantes, como si no salieran realmente de él, como si hubiera otra persona leyéndolas y él estuviera escuchándolas. Después de todo, el que hablaba no era el viejo Lear, sino un Lear nuevo y mejor, refinado y moldeado por el sufrimiento. Mientras el angustiado Kent lo observaba, al tiempo que se esforzaba por hacerlo entrar en el cobertizo, y al tiempo que Meg Cathcart se las ingeniaba para dar la impresión de mendigos produciendo un simple aleteo de harapos, Lear dijo:
"Desdichados los desnudos pobres, doquiera que os halléis, que los rigores de tan despiadada tormenta soportáis. ¿Cómo podrán vuestras cabezas sin hogar y flacos cuerpos, vuestros informes andrajos agujereados, de un clima como éste defenderos? ¡Oh, muy poco de estos asuntos me he preocupado! Tomad purgantes, gente ostentosa; a sentir lo que sienten los pobres exponeos para lo superfluo sobre ellos sacudiros y a los cielos más justos mostraros."
—No está mal —dijo Willard en algún momento—. Estamos captando la idea. Pero, Meg, los harapos no bastan. ¿Puedes dar la impresión de ojos hundidos? No ojos ciegos. Que los ojos estén, pero hundidos.
—Creo que puedo hacerlo —dijo Cathcart. A Willard le costaba creerlo. El dinero que habían gastado era mucho más que el esperado. El tiempo que les había consumido era considerablemente más que el esperado. Y el cansancio general era muchísimo mayor que el esperado. Sin embargo, el proyecto estaba llegando a su fin.
Todavía estaba pendiente la escena de la reconciliación, tan sencilla que requeriría de los toques más delicados. No habría ambientación, ni voces trabajadas, ni imágenes, puesto que en este punto Shakespeare se había puesto simple. No se necesitaba nada más que simplicidad.
Lear era un anciano, nada más que un anciano. Cordelia, que lo había encontrado, era una amante hija, suave y cariñosa, sin nada de la majestad de Goneril ni de la crueldad de Regan.
Lear, después de que su locura se ha consumido, está comenzando lentamente a entender la situación. Al principio, apenas reconoce a Cordelia, y piensa que está muerto y que ella es un espíritu celestial. Tampoco reconoce al fiel Kent.
Cuando Cordelia trata de hacerlo recorrer el camino que lo llevará de regreso a la cordura, Lear dice:
"Os ruego que de mí no os moféis. Un viejo muy tonto soy; octogenario, ni una hora más ni menos, y, a fuer de ser sincero, temo que mi mente no funciona ya a la perfección. Creo que conoceros y conocer a este hombre debería, y sin embargo dudo, pues básicamente ignoro qué sitio es éste; y de las facultades que poseo ninguna recuerda estos ropajes, ni sé yo dónde anoche me alojé. De mí no os riáis, porque (puesto que hombre soy) pienso que esta dama es mi hija Cordelia."
Cordelia le dice que así es, y él responde:
"¿Son húmedas tus lágrimas? Sí, os lo ruego, no lloréis. Si veneno para mí tenéis, lo beberé. Sé que no me amáis; tus hermanas, según recuerdo, me han hecho mal. Vos motivo tenéis, mas ellas no."
Lo único que la pobre Cordelia puede decir es:
"No tengo motivo, no tengo motivo".
Y, finalmente, Willard pudo suspirar profundamente y decir:
—Hemos hecho lo mejor posible. El resto queda en manos del público.
Fue un año después cuando Willard, ahora convertido en el hombre más famoso del mundo del entretenimiento, conoció a Gregory Laborian. Sucedió casi en forma accidental y principalmente debido a la actividad de un amigo mutuo. Willard no se lo agradecía.
Saludó a Laborian con la mayor cortesía que pudo y dirigió una fría mirada al visor horario de la pared. Dijo:
—No quiero parecer desagradable o poco hospitalario, señor… eh… pero realmente soy una persona muy ocupada, y no dispongo de mucho tiempo.
—Por supuesto, pero es por eso que vengo a verlo. Seguramente, querrá hacer otro compudrama.
—Claro que tengo esa intención, pero —y Willard sonrió secamente— es difícil estar a la altura de El Rey Lear, y no pienso hacer algo que, en comparación, parezca una basura.
—¿Y qué pasa si nunca encuentra algo que esté a la altura de El Rey Lear?
—Estoy seguro de que nunca lo encontraré, pero algo encontraré.
—Yo tengo algo.
—¿Ah, sí?
—Tengo una historia, una novela, que podría convertirse en compudrama.
—Oh, bueno. Realmente, no puedo dedicarme a esas cosas.
—No le ofrezco algo sacado de la pila de desperdicios. La novela fue publicada, y ha sido considerada de un nivel bastante alto.
—Perdone. No quiero ser insultante. Pero no reconocí su nombre cuando usted se presentó.
—Laborian. Gregory Laborian.
—Pero sigo sin reconocerlo. Jamás leí nada suyo. Jamás he oído de usted.
Laborian suspiró.
—Ojalá fuera usted el único, pero no lo es. Aun así, podría darle un ejemplar de mi novela para que la lea.
Willard sacudió la cabeza.
—Es muy amable de su parte, señor Laborian, pero no quiero darle falsas esperanzas. No tengo tiempo de leerla. Y aunque tuviera tiempo, quiero que me entienda, no me siento inclinado a leerla.
—Yo podría hacer que valiera la pena, señor Willard.
—¿En qué sentido?
—Podría pagarle. No lo consideraría un soborno, sino una mera oferta de dinero que usted se ganaría en buena ley si trabajara con mi novela.
—Creo que no tiene idea, señor Laborian, de lo que cuesta hacer un compudrama de primera línea. Según tengo entendido, usted no es multimillonario.
—No, no lo soy, pero puedo pagarle cien mil globo-dólares.
—Si eso es un soborno, pues resulta totalmente inefectivo. Por cien mil globo-dólares no haría ni siquiera una escena.
Laborian volvió a suspirar. Sus grandes ojos pardos eran conmovedores.
—Entiendo, señor Willard, pero si me concede unos minutos más… —La mirada de Willard volvió a dirigirse al visor horario.
—Bueno, cinco minutos más. Es todo lo que puedo darle, en serio.
—Me alcanza. No estoy ofreciéndole dinero por hacer el compudrama. Usted sabe, y yo sé, señor Willard, que puede recurrir a una docena de personas en este país, decirles que está haciendo un compudrama, y conseguir todo el dinero que necesite. Después de El Rey Lear, nadie le negará nada; ni siquiera le preguntarán qué planea hacer. Le estoy ofreciendo cien mil globo-dólares para su uso personal.
—Entonces es un soborno, y eso no va conmigo. Adiós, señor Laborian.
—Espere. No le ofrezco un intercambio electrónico. No estoy sugiriendo que pondré mi tarjeta financiera en una ranura, y que usted hará lo mismo, y que transferiré cien mil globo-dólares de mi cuenta a la suya. Estoy hablando de “oro”, señor Willard.
Willard se había levantado de la silla, listo para abrir la puerta y escoltar a Laborian hasta la salida, pero ahora vaciló.
—¿Qué quiere decir con “oro”?
—Quiero decir que está a mi alcance disponer de cien mil globo-dólares en oro, lo cual pesa unos seis kilos, creo. Quizás no sea multimillonario, pero mi situación es muy buena y no le robaría nada a nadie. Sería mi propio dinero, y estoy autorizado a retirarlo en oro. No hay nada ilegal. Lo que le ofrezco son cien mil globo-dólares en doscientas piezas de quinientos globo-dólares cada una. Oro, señor Willard.
¡Oro! Willard dudaba. El dinero, cuando se trataba de intercambios electrónicos, no significaba nada. Pasado un cierto nivel, no había sensación de riqueza ni de pobreza. El mundo era una cuestión de tarjetas plásticas —que poseían claves basadas en el patrón de ácido nucleico— y de ranuras, y todos transferían, transferían, transferían.
El oro era distinto. Provocaba sensaciones. Las monedas tenían peso. Apiladas, eran de una reluciente belleza. Era riqueza que uno podía apreciar y experimentar. Willard nunca había visto una moneda de oro; menos aún había podido tocar o sopesar una. ¡Doscientas!
No necesitaba el dinero. No estaba tan seguro de no necesitar el oro. Dijo, con una especie de debilidad avergonzada:
—¿De qué clase de novela estamos hablando?
—Ciencia ficción.
Willard hizo una mueca.
—Jamás he leído ciencia ficción.
—Pues es hora de que amplíe sus horizontes, señor Willard. Lea mi obra. Si se imagina que hay una moneda de oro cada dos páginas de mi libro, tendrá sus doscientas monedas.
Y Willard, despreciándose un poco por su debilidad, dijo:
—¿Cómo se llama su libro?
—Tres en Uno.
—¿Y tiene un ejemplar?
—Traje un ejemplar.
Y Willard estiró la mano y lo tomó.
Que Willard era un hombre ocupado de ningún modo era mentira. Tardó más de una semana en hallar algo de tiempo para leer el libro, aun a pesar del señuelo de las doscientas piezas de oro reluciente.
Después, se sentó un rato y reflexionó. Luego telefoneó a Laborian.
A la mañana siguiente, Laborian estaba otra vez en la oficina de Willard.
Willard dijo, bruscamente:
—Señor Laborian, he leído su libro.
Laborian asintió, sin poder ocultar la ansiedad de su mirada.
—Espero que le haya gustado, señor Willard.
Willard levantó la mano y la hamacó de derecha a izquierda.
—Más o menos. Le dije que nunca leí ciencia ficción, por eso no sé cuán buena o mala es dentro del género…
—Si le gustó, ¿qué importa eso?
—No estoy seguro de que me haya gustado. No estoy habituado a estas cosas. En esta novela tenemos tres sexos.
—Sí.
—A los que usted llama el Racional, la Emocional y el Paternal.
—Sí.
—Pero usted no los describe.
Laborian parecía abochornado.
—No los describí, señor Willard, porque no pude. Son criaturas alienígenas, realmente alienígenas. No quise fingir que eran alienígenas dándoles pieles azules, un par de antenas o un tercer ojo. Quise que fueran indescriptibles, y por eso no los describí, ¿se da cuenta?
—Lo que está diciendo es que le falló la imaginación.
—N-no… no diría eso. Más bien diría que no tengo esa “clase” de imaginación. No describo a nadie. Si escribiera un cuento sobre usted y yo, probablemente no me molestaría en describir a ninguno de los dos.
Willard clavó la vista en Laborian si hacer el más mínimo intento por ocultar su desprecio. Pensó en sí mismo. De mediana altura; algo grueso de cintura, necesitaba bajar un poco de peso; una papada incipiente y un lunar en la muñeca derecha. Pelo castaño claro, ojos de un celeste oscuro, nariz bulbosa. ¿Tan difícil era describir? Cualquiera podía hacerlo. Si uno tiene un personaje imaginario, piensa en alguien real… y lo describe.
Ahí estaba Laborian, de tez oscura, de enrulado pelo negro; parecía necesitar una afeitada, probablemente siempre lo parecía; nuez prominente, pequeña cicatriz en la mejilla derecha; ojos pardos más bien grandes, su único rasgo bueno. Willard dijo: