Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¡No hará usted nada de esto!
—¿Es que va usted a decirme lo que puedo y no puedo hacer? —preguntó Lanning.
—¡Exactamente! —fue la excitada respuesta—. ¡Tengo el problema planteado y no me lo va usted a quitar de las manos, me entiende! No piense que no veo a través de usted, fósil disecado. Sería capaz de cortarse la nariz antes de dejarme conseguir el mérito de resolver el problema de la telepatía robótica.
—Es usted un perfecto idiota, Bogert, y dentro de dos segundos estará usted destituido por insubordinación. —El labio inferior de Lanning temblaba de indignación.
—Lo cual es una de las cosas que no hará, Lanning. Con un robot capaz de leer el pensamiento no hay secretos que valgan, de manera que sé ya cuanto hace referencia a su dimisión.
La ceniza del pitillo de Lanning tembló y cayó, seguida del pitillo.
—¡Cómo!… ¡Cómo!…
Bogert se echó a reír con maldad.
—Y yo soy el nuevo director, téngalo bien entendido. Estoy perfectamente enterado de ello, aunque crea lo contrario. ¡Maldita sea, Lanning, voy a dar las órdenes oportunas, o aquí se va a armar el lío mayor en que se habrá encontrado metido en su vida!
Lanning consiguió hablar, pero fue más bien un rugido.
—¡Está usted despedido! ¿Se entera? ¡Queda usted relevado de todas sus funciones! ¡Está despedido! ¿Lo entiende?
La sonrisa en el rostro de Bogert se ensanchó todavía más.
—Bueno, y ¿de qué sirve todo esto? Así no va usted a ninguna parte. Tengo los triunfos en la mano. Sé que ha dimitido, Herbie me lo ha dicho y lo sabe perfectamente por usted.
Lanning hizo un esfuerzo por hablar con calma. Parecía viejo, muy viejo, sus ojos cansados miraban a través de un rostro cuyo color había desaparecido, para dejar sólo el tono lívido de la edad.
—Quiero hablar con Herbie. No puede haberle dicho nada de esto. Está usted jugando fuerte, Bogert, pero yo le llamo a esto un «bluff». Venga conmigo.
—¿A ver a Herbie? ¡Magnífico! ¡Verdaderamente magnífico!
Eran también las doce en punto cuando Milton Ashe levantó la vista de su vago diseño y dijo:
—¿Comprende la idea? No sirvo mucho para estas cosas, pero es algo así. Es una preciosura de casa y puedo tenerla casi por nada.
Susan Calvin contempló el diseño con ojos tiernos.
—Es realmente bonita —suspiró—. A menudo he pensado que también me gustaría… —Su voz se desvaneció.
—Desde luego —continuó Ashe animadamente dejando el lápiz—. Tendré que esperar a mis vacaciones. Faltan sólo dos semanas, pero este asunto de Herbie lo tiene todo en el aire. —Fijó la mirada en sus uñas—. Además, hay otro punto…, pero esto es un secreto.
—Entonces, no me lo diga.
—¡Oh, pronto tendré que decirlo, estallo por decírselo a alguien!… Y usted es precisamente la mejor…, eh…, la mejor confidente que puedo encontrar aquí…
Tuvo una sonrisa de timidez. El corazón de Susan latía con fuerza, pero no tuvo confianza en sí misma para hablar.
—Francamente —prosiguió Ashe acercando su silla y bajando la voz hasta convertirla en un susurro confidencial—, la casa no va a ser sólo para mí…, voy a casarme.
Susan se levantó de un salto.
—¿Qué le ocurre?
—¡Oh, nada! —La horrible sensación vertiginosa se desvaneció en el acto, pero era difícil hacer salir las palabras de la boca—. ¿Casarse?… ¿Quiere decir?…
—¡Sí, seguro! ¿Es ya tiempo, no? ¿Recuerda aquella muchacha que vino a verme el verano pasado?… ¡Pues es ella! ¿Pero se siente usted mal?… ¿Qué…?
—Jaqueca —dijo ella, alejándolo débilmente con un gesto—. He estado…, he estado sujeta a ellas últimamente. Quiero felicitarlo…, desde luego. Me alegro mucho… —La inexperimentada aplicación del carmín a las mejillas formaba dos manchas coloradas sobre su rostro de un blanco de cal. Los objetos habían empezado a girar nuevamente—. Perdóneme, por favor.
Salió de la habitación balbuceando excusas. Todo había ocurrido con la catastrófica rapidez de un sueño…, y con el irreal horror de una pesadilla.
Pero, ¿cómo podía ser? Herbie había dicho… ¡Y Herbie sabía! ¡Herbie podía leer en las mentes!
Sin darse cuenta, se encontró apoyada contra el marco de la puerta de Herbie, jadeante, mirando su rostro metálico. Debió subir los dos tramos de escalera, pero no tenía el menor recuerdo de ello. La distancia había sido cubierta en un instante, como en sueños.
¡Como en sueños!
Y los imperturbables ojos de Herbie se fijaban en los suyos y el tenue rojo parecía convertirse en dos relucientes globos de pesadilla.
Hablaba, y Susan sintió el frío cristal de un vaso apoyarse en sus labios. Bebió y con un estremecimiento volvió a la realidad de lo que la rodeaba. Herbie seguía hablando; en su voz había una agitación, como si se sintiese ofendido, temeroso, suplicante. Sus palabras empezaban a cobrar sentido.
—Esto es un sueño —iba diciendo—, y no debes creer en él. Pronto despertarás en el mundo real y te reirás de ti misma. Te quiere, te digo. ¡Te quiere! ¡Pero no aquí! ¡No ahora! Esto es todo ilusión.
Susan Calvin asentía, su voz convertida en un susurro.
—¡Sí! ¡Sí! —Agarraba el brazo de Herbie, aferrándose a él, repitiendo una y otra vez—: ¿No es verdad, eh? ¡No lo es, no lo es!
Cómo volvió a sus cabales, no lo supo nunca, pero fue como pasar de un mundo de nebulosa irrealidad a uno de luz violenta. Lo apartó de ella, empujó con fuerza el brazo de acero, sin expresión en la mirada.
—¿Qué vas a intentar hacer? —exclamó con la voz convertida en un grito—. ¿Qué vas a intentar hacer?
—Quiero ayudarte —respondió Herbie.
—¿Ayudarme? —exclamó la doctora, mirándolo—. ¿Diciéndome que todo esto es un sueño? ¡Tratando de llevarme a una esquizofrenia! —Una tensión histérica se apoderaba de ella—. ¡Esto no es un sueño! ¡Ojalá lo fuese! —Detuvo su respiración en seco—. ¡Espera! ¡Ya…, ya…, comprendo! ¡Dios bondadoso, todo está tan claro!
En la voz del robot hubo un acento de horror.
—Tenía que hacerlo…
—¡Y yo te creí! ¡Jamás pensé…!
Unas fuertes voces detrás de la puerta atajaron sus palabras. Susan se volvió, cerrando los puños espasmódicamente, y cuando Bogert y Lanning entraron, estaba al lado de la ventana más alejada. Ninguno de los dos hombres prestó atención a su presencia.
Se acercaron a Herbie simultáneamente; Lanning, furioso, e impaciente. Bogert, frío y sardónico. El director fue el primero en hablar.
—¡Ven aquí, Herbie! ¡Escúchame!
El robot enfocó sus ojos en el anciano director.
—Sí, doctor Lanning.
—¿Has hablado de mí con el doctor Bogert?
—No, señor —la respuesta vino lenta, y la sonrisa del rostro de Bogert se desvaneció.
—¿Cómo es eso? —exclamó Bogert avanzando ante su superior y deteniéndose ante el robot—. Repite lo que me dijiste ayer.
—Dije que… —Herbie permaneció silencioso. En la profundidad de su cuerpo el diafragma metálico vibraba con sonidos discordantes.
—¿No me dijiste que había dimitido? ¡Contéstame! —rugió Bogert.
Bogert levantó los brazos, desesperado, pero Lanning lo apartó al lado.
—¿Trataste de engañarlo con una mentira?
—Ya lo ha oído, Lanning. Ha empezado a decir «Sí» y se ha parado. ¡Apártese de aquí! ¡Quiero saber la verdad por él mismo!
—Yo se la preguntaré —dijo Lanning, volviéndose hacia el robot—. Bueno, Herbie, cálmate. ¿He dimitido?
Herbie lo mirada y Lanning repitió, impaciente:
—¿He dimitido? —Hubo una leve insinuación de negativa en la cabeza del robot. Una larga espera no produjo nada más.
Los dos hombres se miraron y la hostilidad de sus ojos era tangible.
—¡Que diablos! —estalló Bogert—. ¿Es que el robot se ha vuelto mudo? ¿Es que no puedes hablar, monstruosidad?
—Puedo hablar —dijo la respuesta rápida.
—Entonces contesta esta pregunta: ¿Me dijiste que Lanning había dimitido, o no? ¿Ha dimitido?
Y de nuevo se produjo el profundo silencio, hasta que desde el extremo de la habitación, resonó súbita la fuerte risa de Susan Calvin, vibrante y semihistérica. Los dos matemáticos pegaron un salto y Bogert entornó los ojos.
—¿Usted aquí? ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?
—No hay nada gracioso —dijo ella, sin naturalidad en la voz—. Es sólo que no soy la única que ha caído en la trampa. Hay una cierta ironía en ver a tres de los más grandes expertos en robótica del mundo caer en la misma trampa elemental, ¿no creen? —Su voz se desvaneció y se llevó una pálida mano a la frente—. Pero no es gracioso…
Esta vez la mirada que se cruzó entre los dos
hombres
fue grave.
—¿De qué trampa está usted hablando? —preguntó secamente Lanning—. ¿Es que le pasa algo a Herbie?
—No —dijo Susan acercándose lentamente—, no le pasa nada…, es a nosotros mismos a quienes nos pasa. —Se volvió súbitamente hacia el robot y le gritó con violencia—: ¡Lejos de mí! ¡Vete al otro extremo de la habitación y que no te vea cerca!
Herbie se estremeció ante la furia de sus ojos y se alejó con su paso metálico. La voz hostil de Lanning dijo:
—¿Qué significa todo esto, doctora Calvin?
Susan se colocó frente a ellos y los miró con sarcasmo:
—¿Supongo que conocen ustedes la Primera Ley fundamental de la Robótica?
Los dos hombres asintieron a la vez.
—Ciertamente —dijo Bogert, irritado—, «un robot no debe dañar a un ser humano ni por su inacción permitir que se le dañe».
—Bien dicho —se mofó Susan Calvin—. Pero, ¿qué clase de daño?
—Pues…, de toda especie.
—¡Exacto, de toda especie! Pero, ¿qué hay de herir los sentimientos? ¿Y la decepción del propio
yo
? ¿Y la destrucción de las esperanzas? ¿No es esto una herida?
—¿Qué puede un robot saber de…? —dijo Lanning frunciendo el ceño. Pero se calló, abriendo la boca.
—¿Lo ha comprendido, verdad? Este robot lee el pensamiento. ¿Cree usted que no sabe todo lo que hace referencia a la herida mental? ¿Supone usted que si le hago una pregunta no me dará exactamente la respuesta que yo deseo oír? ¿No nos heriría cualquier otra respuesta, y no lo sabe Herbie muy bien?
—¡Válgame el cielo! —murmuró Bogert.
La doctora le dirigió una mirada sarcástica.
—Supongo que le preguntó usted si Lanning había dimitido. Usted deseaba saber que sí, y ésta es la respuesta que Herbie le dio.
—Y supongo que es por esto —intervino Lanning sin entonación—, que no contestaba hace un momento. No podía contestar sin herirnos a uno de los dos.
Hubo una pausa durante la cual los dos hombres miraron hacia el robot, que estaba como encogido en su silla, al lado de la biblioteca, con la cabeza apoyada en una mano.
—Sabe todo esto… —dijo Susan Calvin mirando fijamente al suelo—. Este…, demonio, lo sabe todo, incluso el error que se cometió en su montaje. —Tenía una expresión sombría y pensativa en la mirada.
—En esto se equivoca usted, doctora Calvin —dijo Lanning levantando la cabeza—. No lo sabe; se lo he preguntado.
—¿Y qué significa esto? —gritó Susan—. Sólo que no quería usted que le diese la solución. Hubiera herido su susceptibilidad tener una máquina capaz de hacer lo que no puede hacer usted. ¿Se lo ha preguntado usted? —añadió dirigiéndose a Bogert.
—En cierto modo —respondió Bogert, tosiendo y sonrojándose—. Me dijo que entendía muy poco en matemáticas.
Lanning se rió en voz baja y la doctora lo miró sarcásticamente.
—¡Yo se lo preguntaré! —dijo—. Una solución dada por él no puede herir mi vanidad. ¡Ven aquí! —añadió levantando la voz.
Herbie se levantó y se aproximó con pasos vacilantes.
—Sabes, supongo —continuó—, exactamente en qué punto del montaje se introdujo un factor extraño o fue omitido uno esencial…
—Sí —dijo Herbie, en un tono casi inaudible.
—¡Alto! —interrumpió Bogert, furioso—. Esto no es necesariamente verdad. Desea usted saberlo, eso es todo.
—¡No sea idiota! —respondió Susan Calvin—. Sabe tantas matemáticas como Lanning y usted juntos, puesto que puede leer el pensamiento. Dele ocasión de demostrarlo.
El matemático se inclinó y Calvin dijo:
—Bien, entonces, Herbie, dilo. Estamos esperando. —Y en un aparte, añadió—: Traigan lápices y papel.
Pero Herbie permaneció silencioso y con un tono de triunfo en la voz, la doctora continuó:
—¿Por qué no contestas, Herbie?
Súbitamente, el robot saltó.
—No puedo. ¡Ya sabes que no puedo! ¡El doctor Bogert y el doctor Lanning no quieren!
—Quieren la solución.
—Pero no de mí.
Lanning intervino, con voz lenta y distinta.
—No seas loco, Herbie. Queremos que nos lo digas.
Bogert se limitó a asentir. La voz de Herbie se elevó a un tono estridente.
—¿De qué sirve decir eso? ¿Creen acaso que no puedo leer más hondo que la piel superficial de vuestro cerebro? En el fondo no quieren. No soy más que una máquina a la que se ha dado una imitación de vida sólo por virtud de la acción positrónica de mi cerebro, lo cual es una invención del hombre. No pueden quedar en ridículo ante mí sin sentirse ofendidos. Esto está grabado en lo profundo de vuestra mente y no puede ser borrado. No puedo dar la solución.
—Nos marcharemos —dijo Lanning—. Díselo a la doctora Calvin.
—Sería lo mismo —gritó Herbie—, puesto que sabrían que he sido yo quien he dado la respuesta.
—Pero comprenderás, Herbie —prosiguió la doctora—, que a pesar de esto, los doctores Lanning y Bogert quieren saber la respuesta.
—Por sus propios esfuerzos —insistió Herbie.
—Pero la quieren, y el hecho que tú la tengas y no se la quieras dar los hiere, ¿comprendes?
—¡Sí! ¡Sí!
—Y si se la das, les herirá también.
—¡Sí! ¡Sí! —Herbie retrocedía lentamente y la doctora iba avanzando al mismo paso.Los dos hombres los miraban helados de sorpresa.
—No puedes decírselo —murmuró la doctora—, porque les herirá y tú no puedes herirlos. Pero si no se lo dices, los hieres también, de manera que debes decírselo. Y si se lo dices los herirás, de manera que no debes decírselo, pero si no se lo dices los hieres, de manera que debes decírselo; pero si lo dices hieres, de manera que no debes decirlo; pero si no lo dices…
Herbie estaba acorralado contra la pared y cayó de rodillas.
—¡Basta! —gritó—. ¡Cierra tu pensamiento! ¡Está lleno de engaño, dolor y odio! ¡No quise hacerlo, te digo! ¡He tratado de ayudarte! ¡Te he dicho lo que deseabas oír! ¡Tenía que hacerlo!