Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¡Santo Dios! —exclamó.
Quince centímetros de espacio separaban el cadáver del colchón.
Herlihan pasó la mano por debajo del cuerpo, pero allí no había nada capaz de sostenerlo. Únicamente espacio. Volvió a extender la mano, temblorosa, mirándola fijamente.
Salvajemente, colocó las manos sobre el pecho y el abdomen del muerto y apretó hacia abajo.
Algo chasqueó. Se escuchó un crac limpio y nítido, minúsculo, pero perfectamente audible, y el cuerpo descendió… como el de un peso muerto. Y el colchón crujió para demostrarlo.
El chasquido había procedido del interior del cuerpo, como si se hubiera extendido un músculo un poco más de lo debido.
Herlihan retrocedió.
La voz de Dooley, que hablaba por teléfono, guardó silencio, y el policía entró en el dormitorio.
—El doctor Curley vendrá dentro de media hora —dijo—. Y… eh, Mike, este tipo ha escrito algo en la otra cara de la nota de su esposa. Escucha: “A un hombre se le puede guiar hacia los hechos, pero no se le puede hacer creer”. ¿Qué te parece?
Herlihan seguía mirando fijamente el cadáver.
Dooley frunció el ceño.
—¿Ocurre algo?
Herlihan sacudió la cabeza con una expresión atontada.
—¡Nada! ¡Nada en absoluto!
“The Pause”
El polvo blanco estaba encerrado dentro de una cápsula transparente de delgadas paredes. A su vez, la cápsula estaba cerrada por soldadura dentro de una doble lámina de parafilme, dentro de la cual, y a intervalos de quince centímetros, había encerradas otras cápsulas.
La lámina se deslizaba. Durante el proceso, cada cápsula reposaba un minuto en una mordaza de metal, inmediatamente debajo de una ventanilla de mica. En otra porción de la esfera del contador de radiaciones, un número saltaba sobre un cilindro de papel que se iba desplegando. La cápsula seguía adelante, y la que venía detrás ocupaba su puesto.
El número marcado a la una cuarenta y cinco de la tarde era el 308. Un minuto después apareció el 256. Un minuto después, el 391. Un minuto después, el 477. Un minuto después, el 202. Un minuto después, el 251. Un minuto después, el 000. Un minuto después, el 000. Un minuto después, el 000.
Poco después de las dos de la tarde, Alexander Johannison pasaba junto al contador y el rabillo de un ojo se le clavó en la hilera de números. Dos pasos más allá del contador se detuvo y retrocedió.
Alexander Johannison hizo retroceder el rollo de papel luego lo volvió a su posición primitiva y exclamó:
—¡Cáspita!
Lo dijo con vehemencia. Era alto y delgado, de gruesos nudillos, cabello bermejo y cejas claras. Parecía cansado y, de momento, perplejo.
Gene Damelli se acercaba, dando rodeos, con la misma tranquila despreocupación que infundía a todos sus actos. Era moreno, velloso y más bien bajo. En otro tiempo le aplastaron la nariz, y esta circunstancia le daba un aspecto curiosamente distinto al que la gente suele imaginar que debe de tener un físico nuclear. Damelli dijo:
—Mi condenado contador Geiger no recoge nada en absoluto, y yo no me siento de humor para repasar todos sus alambres. ¿Tienes un pitillo?
Johannison sacó un paquete.
—¿Qué tal están los demás del edificio?
—No los he probado, pero me figuro que no se habrán estropeado todos.
—¿Por qué no? El mío tampoco registra nada.
—No bromees. ¿Ves? Tanto dinero gastado para nada. Salgamos a beber una «Coca-Cola».
Johannison respondió con más pasión de lo que se proponía:
—¡No! Voy a ver a George Duke. Quiero comprobar su máquina. Si aquella también está parada…
Damelli le seguía, pisándole los talones.
—No lo estará, Alex. No seas tonto.
George Duke escuchaba a Johannison mirándole con disgusto por encima de unos lentes sin aros. Era un joven viejo con poco cabello y menos paciencia.
—Estoy ocupado —dijo.
—¿Demasiado ocupado para decirme si tus aparatos funcionan, por amor de Dios?
Duke se puso en pie, exclamando:
—¡Ah, diablos! ¿Cuándo tiene uno tiempo para trabajar, por estos contornos? —Al dar la vuelta a la mesa, la regla de cálculo se le cayó, chocando sordamente con una capa de dispersas hojas de papel milimetrado.
El hombre se acercó a una mesa de laboratorio llena de objetos y levantó la pesada tapa de plomo de un pesado recipiente de plomo. Luego introdujo dentro unas tenazas de sesenta centímetros de longitud y sacó un pequeño cilindro plateado.
—Quédate donde estás —ordenó con semblante malhumorado.
Johannison no necesitaba el consejo. Se mantuvo a distancia. Durante el mes anterior no había estado expuesto a ninguna dosis anormal de radiactividad, pero habría sido una insensatez acercarse más de lo necesario al cobalto «caliente».
Siempre utilizando las tenazas, y con los brazos bien estirados para mantener lejos de su cuerpo el brillante pedazo de metal cargado de radiactividad concentrada, llevó dicho fragmento metálico junto a la ventanilla de su contador. A sesenta centímetros de distancia, el contador habría tenido que vibrar lo suficiente como para hacerse pedazos. Pero no vibró.
—¡Repámpanos! —exclamó Duke, dejando caer el recipiente de cobalto. Rebuscó alocadamente por el suelo y cuando lo encontró lo levantó hacia la ventanilla. Esta vez, más cerca.
No se oyó nada. En el contador de impulsos no aparecieron los puntitos de luz. Los números no aumentaron.
—No se oye ni siquiera un ruido de fondo —comentó Johannison.
—¡Por Júpiter! —exclamó Damelli.
Duke devolvió el tubo de cobalto a su funda de plomo, con la misma presteza de siempre, y se quedó plantado, inmóvil, mirando fijamente.
Johannison irrumpió en la oficina de Bill Everard, con Damelli pisándole los talones, y habló excitadamente durante unos minutos, las manos con los nudillos blancos sobre la reluciente mesa escritorio de Everard. Este escuchaba con las lisas, recién afeitadas mejillas adquiriendo un tinte rosado y el rollizo cuello dilatándose un poco sobre el duro y blanco cuello de la camisa.
Everard miró a Damelli y dirigió un interrogatorio pulgar a Johannison. Damelli se encogió de hombros, levantando las manos, con las palmas para arriba, y arrugando la frente.
—No entiendo que todos puedan funcionar mal —dijo Everard.
—Pues han funcionado mal, indiscutiblemente —insistió Johannison—. Se han quedado todos inertes alrededor de las dos. Hace ya más de una hora, y ninguno ha vuelto a funcionar bien. Ni el mismo George Duke sabe cómo resolver el problema. Te lo aseguro, la culpa no la tienen los contadores.
—¡Pero si me estás diciendo que sí la tienen!
—Lo que digo es que no funcionan. Pero no es por culpa suya. No hay nada que los haga funcionar.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que en este lugar no hay radiactividad alguna. No la hay en todo el edificio. En ninguna parte.
—No te creo.
—Oye, si un cilindro de cobalto «caliente» no pone en marcha un contador, quizá podamos suponer que todos los contadores con que ensayamos están avenados. Pero si ese mismo cilindro no descarga un electroscopio de láminas de oro y ni siquiera vela una placa fotográfica, entonces el que está averiado es el cilindro.
—De acuerdo —admitió Everard—, se trata de un cartucho sin bala. Alguien cometería un error y se olvidaría de cargarlo.
—Ese mismo cilindro funcionaba debidamente esta mañana. Pero no me hagas caso: es posible que hayan cambiado unos cilindros por otros. Sin embargo, he cogido aquel pedazo de pechblenda de la caja de exposición del cuarto piso, y tampoco produce el menor efecto. No vas a decirme que alguien se olvidó de meterle el uranio dentro.
Everard se frotó la oreja.
—¿Qué opinas tú, Damelli?
—No lo sé, jefe —respondió el aludido, meneando la cabeza—. Ojalá lo supiera.
—No es hora de reflexiones —dijo Johannison—, sino de hechos. Tienes que avisar a Washington.
—Avisar, ¿de qué? —preguntó Everard.
—Avisarles sobre la dotación de bombas atómicas.
—¿Qué?
—La respuesta podría estar ahí. Oye, alguien ha ideado una manera de interrumpir la radiactividad; toda, por entero. Podría tratarse de un fenómeno que se extendiese por todo el país, por todos los Estados Unidos. Si alguien ha provocado ese fenómeno, sólo puede haberlo hecho para dejar inservibles nuestras bombas atómicas. Como no saben dónde las guardamos, tienen que cubrir el país entero. Y si esta hipótesis fuese acertada, ello significa un ataque inminente. Un ataque que puede desencadenarse en cualquier instante. ¡Utiliza el teléfono, jefe!
La mano de Everard fue en busca del teléfono. Sus ojos y los de Johannison se encontraron y se miraron de hito en hito.
—Conferencia con el exterior, tenga la bondad —pidió.
Eran las cuatro menos cinco. Everard dejó el aparato.
—¿Era el comisario? —preguntó Johannison.
—Si —respondió Everard. Tenía el ceño fruncido.
—Muy bien. ¿Qué ha dicho?
—«¿Qué bombas atómicas, hijo mío?», me ha dicho —contestó Everard.
Johannison parecía estupefacto.
—¿Qué diablos significa eso de «¿Qué bombas atómicas?» ¡Ah, ya sé! Han descubierto ya que tienen en las manos unos proyectiles descargados, y no quieren hablar. Ni siquiera con nosotros. ¿Qué hacemos ahora?
—Ahora, nada —respondió Everard, volviendo a sentarse y mirando con ojo inflamado al físico—. Alex, comprendo la tensión que estás sufriendo, y por eso no voy a estallar por este asunto. Pero lo que me molesta es pensar: ¿cómo me has metido a ml en esa tontería?
Johannison palideció.
—Esto no es una tontería. ¿O acaso dijo el comisario que lo era?
—Ha dicho que soy un tonto; y lo soy, efectivamente. ¿Qué diablos te propones al venir aquí con esos cuentos sobre bombas atómicas? ¿Qué son bombas atómicas? Yo nunca había oído hablar de ellas.
—¿No has oído hablar de bombas atómicas? ¿Qué es esto? ¿Una broma?
—No las había oído mencionar jamás. Suenan como algo sacado de un tebeo.
Johannison se volvió hacia Damelli, cuyo aceitunado cutis parecía oscurecerse por la inquietud.
—Díselo, Gene.
Damelli meneó la cabeza.
—Dejadme al margen de este asunto.
—Está bien. —Johannison se inclinó para repasar con la mirada la hilera de libros de los estantes próximos a la cabeza de Everard—. No sé a qué viene todo esto; pero no lo aguanto. ¿Dónde está el Gladstone?
—Ahí mismo —dijo Everard.
—No. No quiero el
Libro de texto de Química y Física
, sino su obra
Fuentes de la energía atómica
.
—No la conozco.
—¿Qué estás diciendo? Desde que trabajo aquí la has tenido siempre ahí, en ese estante.
—No lo había oído citar jamás —insistió tercamente Everard.
—Supongo que tampoco habrás oído citar
Rastreadores radiactivos en biología
.
—No.
—Muy bien —gritó Johannison—. Entonces, utilicemos el
Libro de texto
de Gladstone. Servirá para el caso.
Así diciendo, bajó el grueso volumen e hizo correr las páginas. Una vez, dos veces. Arrugando la frente, miró la página del copyright. Decía: Tercera edición, 1956. El hombre repasó los dos primeros capítulos, página por página. Allí estaba: estructura atómica, números cuánticos, electrones y sus capas, series de transición…, pero nada sobre radiactividad, nada en absoluto referente a ella.
Entonces recurrió a la tabla periódica de elementos de la cara interior de la cubierta delantera. No necesitó más que unos segundos para ver que sólo anotaba ochenta y uno; los ochenta y un elementos no radiactivos.
Johannison sentía la garganta seca como un ladrillo. Con voz ronca, le dijo a Everard:
—Supongo que nunca has oído pronunciar la palabra uranio.
—¿Qué es eso? —preguntó fríamente el otro—. ¿Un nombre comercial?
Desesperado, Johannison dejó el Gladstone y cogió el
Manual de Química y Física
y utilizó el índice. Buscó: series radiactivas, uranio, plutonio, isótopos. Sólo encontró esta última palabra. Con dedos inseguros, nerviosos, acudió a la tabla de isótopos. La bastó una mirada. Sólo traía los isótopos estables.
—Muy bien —dijo con acento de súplica—. Abandono. Ya basta. Has colocado aquí un puñado de libros apócrifos, sólo para sacarme de mis casillas, ¿verdad que si? —E intentó sonreír.
Everard se puso tieso.
—No seas tonto, Johannison. Será mejor que te vayas a casa. Consulta a un médico.
—No estoy enfermo.
—Es posible que no lo creas; pero lo estás. Necesitas unas vacaciones; tómatelas, pues. Hazme un favor, Damelli. Mételo en un taxi y cuida de que llegue a su casa.
Johannison seguía plantado allí, irresoluto. De pronto se puso a chillar:
—Entonces, ¿para qué sirven la multitud de contadores que hay en este establecimiento? ¿Qué función realizan?
—No sé qué quieres decir con eso de contadores. Si te refieres a las computadoras, están aquí para resolver los problemas que se nos plantean.
Johannison señaló una placa de la pared.
—Muy bien, pues. Mira esas Iniciales. ¡C! ¡E! ¡A!
¡Comisión! ¡Energía! ¡Atómica! —Y espació bien las palabras, separándolas perfectamente una de otra.
Everard señaló a su vez:
—¡Comisión! ¡Experimental! ¡Aire!, Llévale a casa, Damelli.
Johannison se volvió hacia Damelli apenas hubieron llegado a la acera. En tono apasionado, le susurró:
—Oye, Gene, no te hagas cómplice de ese fulano. Everard se ha vendido. Le han comprado, sea como fuere. Figúrate, ¡haber hecho confeccionar aquellos libros falsos y querer hacerme creer que estoy loco!
Damelli dijo, sin inmutarse:
—Sosiégate, Alex, muchacho. Estás un poco excitado, nada más. Everard es un hombre cabal.
—Ya le has oído. No sabe qué son las bombas atómicas, ni tampoco el uranio.
Damelli levantó un dedo.
—¡Taxi! —El taxi pasó zumbando.
Johannison se libertó de la sensación de ahogo.
—¡Gene! Tú estabas presente cuando los contadores han dejado de funcionar. Tú estabas presente cuando la pechblenda ha quedado inerte. Y has ido conmigo a ver a Everard para resolver el problema.
—Si quieres que te diga la pura verdad, Alex, tú me has dicho que tenias que hablar de algo con el jefe y me has pedido que te acompañase, y eso es todo lo que sé. Que yo sepa, no se ha estropeado nada, y… ¿qué diablos habíamos de hacer con esa pechblenda? No utilizamos brea alguna en el centro… ¡Taxi!