Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Los ojos y la boca de Jane se convirtieron en tres redondas “O”.
—Baja, Roger —musitó—. Por todos los cielos, baja.
Él descendió de nuevo, y sus pies tocaron el suelo sin el menor ruido.
—¿Lo has visto?
—Oh, Dios mío. Dios mío.
Se lo quedó mirando, entre asustada y trastornada.
En el aparato de televisión, una mujer pechugona cantaba con voz apagada que volar muy alto con algún tipo en el cielo era su idea de nada en absoluto.
Roger Toomey miró a la oscuridad del dormitorio.
—Jane —susurró.
—¿Qué?
—¿No duermes?
—No.
—Yo tampoco puedo dormir. Estoy sujetando constantemente la cabecera de la cama para asegurarme que no… Ya sabes. —Su mano avanzó inquieta y acarició el rostro de ella. Jane se echó hacia atrás, apartando bruscamente la cabeza, como si la mano de él estuviera cargada de electricidad.
—Lo siento —dijo al cabo de un momento—. Estoy un poco nerviosa.
—No te preocupes. De todos modos, voy a levantarme.
—¿Qué vas a hacer? Tienes que dormir.
—Bueno, no puedo, así que no tiene sentido que te mantenga despierta a ti también.
—Quizá no ocurra nada. No tiene que ocurrir todas las noches. No había ocurrido antes de la noche pasada.
—¿Cómo lo sé? Quizá simplemente nunca subí tanto. Quizá nunca me desperté y me encontré en esa situación. De todos modos, ahora es distinto.
Se sentó en la cama, las piernas dobladas, los brazos abrazando sus rodillas, la cabeza apoyada en ellos. Echó la sábana a un lado y frotó su mejilla contra la suave franela del pijama.
—Ahora todo será inevitablemente distinto. Mi mente está llena de ello. Cuando me duerma, cuando no me mantenga conscientemente anclado abajo…, sé que ascenderé.
—No veo por qué. Eso debe representar un cierto esfuerzo.
—Ése es el detalle. No representa ningún esfuerzo.
—Pero estás luchando contra la gravedad, ¿no?
—Lo sé, pero pese a todo no representa ningún esfuerzo. Mira, Jane, si al menos pudiera comprenderlo, no importaría tanto.
Bajó las piernas de la cama y se puso en pie.
—No quiero hablar de ello.
—Yo tampoco —murmuró su esposa.
Se echó a llorar, luchando contra los sollozos y convirtiéndolos en estrangulados gemidos, que sonaban mucho peor.
—Lo siento, Jane —dijo Roger—. Te estoy excitando demasiado.
—No, no es eso. Pero no me toques. Simplemente…, simplemente déjame sola.
Roger dio unos pasos inseguros, apartándose de la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Al sofá del estudio. ¿Puedes ayudarme?
—¿Cómo?
—Quiero que me ates.
—¿Atarte?
—Con un par de cuerdas. No muy apretadas, de modo que pueda darme la vuelta si quiero. ¿Te importa?
Los pies desnudos de Jane estaban buscando ya sus zapatillas en el suelo, al lado de su cama.
—De acuerdo —dijo con un suspiro.
Roger Toomey se sentó en el pequeño cubículo que pasaba por ser su despacho y miró al montón de papeles de examen que tenía delante. En aquellos momentos no sabía cómo iba a hacer para calificarlos.
Había dado cinco clases sobre electricidad y magnetismo desde la primera vez que había flotado. Las había dado como había podido, aunque no demasiado bien. Los estudiantes le hacían preguntas ridículas, de modo que probablemente no estaba siendo tan claro como acostumbraba a ser.
Hoy se había ahorrado una clase poniendo un examen sorpresa. No se había molestado en preparar uno; había echado mano de las copias de uno preparado algunos años antes.
Ahora tenía los papeles con las respuestas, y tenía que calificarlos. ¿Por qué? ¿Importaba realmente lo que decían? ¿Importaba realmente algo? ¿Era tan importante saber las leyes de la física? ¿Cuáles eran en realidad esas leyes? ¿Acaso existía alguna?
¿O todo era tan sólo una masa de confusión de la cual jamás podría extraerse nada coherente? ¿Era el universo, con toda su armoniosa apariencia, el mero caos original, aguardando todavía a que el Espíritu asomara su rostro de las profundidades?
El insomnio tampoco ayudaba. Incluso atado en el sofá, dormía tan sólo a intervalos, y siempre con pesadillas.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —gritó furiosamente Roger.
Una pausa, y luego la insegura respuesta.
—Soy la señorita Harroway, doctor Toomey. Le traigo las cartas que me dictó.
—Está bien, entre, entre. No se quede ahí.
La secretaria del departamento abrió la puerta el mínimo indispensable, y deslizó su delgado y poco atractivo cuerpo al interior del despacho. Llevaba un montón de papeles en la mano. A cada uno de ellos iba unida una copia en papel amarillo, y un sobre con membrete y la dirección ya puesta.
Roger estaba ansioso por librarse de ella. Ése fue su error. Se tendió hacia delante para coger las cartas mientras ella se aproximaba, y notó que abandonaba la silla.
Avanzó casi medio metro hacia delante, todavía en posición sentada, antes de conseguir impulsarse violentamente hacia atrás, perdiendo el equilibrio y dando una voltereta en el proceso. Era demasiado tarde.
Era absolutamente demasiado tarde. La señorita Harroway dejó caer las cartas de su temblorosa mano. Gritó y se dio la vuelta, golpeando la puerta con el hombro, rebotando en el pasillo, y echando a correr con un fuerte repiqueteo de sus altos tacones.
Roger se puso en pie, frotándose una dolorida cadera.
—Maldita sea —exclamó furioso.
Pero no podía evitar el ver la escena desde el punto de vista de ella. Imaginó cómo debía de haberse desarrollado todo a sus ojos: un hombre ya adulto, flotando suavemente fuera de su silla y deslizándose hacia ella en posición sentada.
Recogió las cartas y cerró la puerta de su despacho. Ya era tarde; los pasillos debían de estar vacíos; además, ella probablemente se expresaría de forma incoherente. Sin embargo… Aguardó ansioso la llegada de gente.
No ocurrió nada. Quizá la mujer estuviera tendida en algún sitio desvanecida. Roger sintió la necesidad de ir a ver lo que le había ocurrido y ayudarla si era necesario, pero le dijo a su conciencia que se fuera al diablo. Hasta que descubriera exactamente qué era lo que no funcionaba en él, cuál era el origen de aquella loca pesadilla, no debía hacer nada por revelarla.
Es decir, nada más de lo que ya había hecho.
Hojeó las cartas; una para cada uno de los físicos teóricos seleccionados entre los más importantes del país. Su propio talento era insuficiente para resolver aquel asunto.
Se preguntó si la señorita Harroway habría captado el contenido de las cartas. Esperaba que no. Lo había arropado deliberadamente en lenguaje técnico; más, quizá, de lo necesario. En parte para ser discreto, y en parte para impresionar a los destinatarios con el hecho de que él, Toomey, era un legítimo y capacitado científico.
Una a una, metió las cartas en los sobres adecuados. Los mejores cerebros del país, pensó. ¿Podrían ayudarle?
No lo sabía.
La biblioteca estaba tranquila. Roger Toomey cerró el Journal of Theoretical Physics, lo colocó a un lado, y se quedó mirando sombríamente su contraportada. ¡El Journal of Theoretical Physics! ¿Qué contribución había hecho ninguno de aquellos hombres a la erudita parcela de absurdo conocimiento? Aquel pensamiento le desgarró. Hasta hacía muy poco tiempo habían sido para él las mayores lumbreras del mundo.
Y sin embargo seguía haciendo todo lo posible por vivir según sus códigos y su filosofía. Con la ayuda cada vez más renuente de Jane, había efectuado mediciones. Había intentado pesar el fenómeno en la balanza, extraer sus correlaciones, evaluar sus cantidades. Había intentado, en pocas palabras, vencerlo de la única forma que sabía, convirtiéndolo simplemente en otra expresión de las eternas líneas de comportamiento que todo el universo debía seguir.
(Que debía seguir. Así lo decían las mentes más preclaras.)
Sólo que no había nada que medir. No había absolutamente ninguna sensación de esfuerzo en su levitación. En un espacio cerrado —no se había atrevido a hacer comprobaciones al aire libre, por supuesto—, podía alcanzar el techo tan fácilmente como alzarse un par de centímetros, excepto que requería más tiempo. Tenía la sensación de que con tiempo suficiente podría seguir alzándose de forma indefinida; ir hasta la Luna, si era necesario.
Podía llevar pesos mientras levitaba. El proceso se hacía más lento, pero no se apreciaba el menor incremento en el esfuerzo.
El día anterior había acudido a Jane sin advertirla, con un cronómetro en la mano.
—¿Cuánto pesas? —le preguntó.
—Cuarenta y cuatro —respondió ella.
Le miró, desconcertada.
Él la sujetó por la cintura con un brazo. Jane intentó soltarse, pero él no le prestó atención. Juntos, empezaron a ascender a paso de tortuga. Ella se aferró a él, blanca y rígida por el terror.
—Veintidós minutos, trece segundos —dijo él cuando su cabeza tocó el techo.
Cuando estuvieron de nuevo abajo, Jane se soltó de un tirón y salió apresuradamente de la sala.
Algunos días antes Roger había pasado por delante de una báscula pública descuidadamente instalada en una esquina junto a un drugstore. La calle estaba vacía, de modo que subió a la báscula y echó una moneda. Aunque ya sospechaba algo así, se sorprendió al descubrir que pesaba doce kilos.
Empezó a llevar montones de monedas en los bolsillos y a pesarse en todas las condiciones. Era más pesado los días de viento fuerte, como si necesitara más peso para impedir ser arrastrado.
El ajuste era automático. Fuera lo que fuese lo que lo hacía levitar, mantenía un equilibrio entre comodidad y seguridad. Sin embargo, podía reforzar el control consciente sobre su levitación del mismo modo que podía hacerlo sobre su respiración. Podía subir a una báscula y obligar a la aguja a subir hasta casi su peso normal, y por supuesto a bajar hasta la nada.
Dos días antes se había comprado una báscula y había intentado medir a qué velocidad podía cambiar de peso. No sirvió de nada. La velocidad, fuera cual fuese, era superior a la capacidad de reacción de la aguja. Todo lo que hizo fue acumular datos sobre módulos de comprensibilidad y momentos de inercia.
Bien…, ¿y a qué le conducía todo aquello?
Se puso en pie y salió cansadamente de la biblioteca, con los hombros caídos. Fue sujetándose a mesas y sillas mientras caminaba hacia un lado de la habitación, y allí mantuvo la mano apoyada contra la pared. Tenía la sensación de que debía hacerlo así. El contacto con la materia le mantenía constantemente informado de su posición con relación al suelo. Si su mano perdía el contacto con una mesa o se deslizaba hacia arriba por la pared…, cuidado entonces.
El pasillo contenía el escaso número habitual de estudiantes. Los ignoró. En aquellos últimos días, habían ido aprendiendo gradualmente a dejar de saludarle. Roger imaginó que algunos de ellos pensaban que era un tipo raro, y probablemente muchos empezaban a sentir antipatía hacia él.
Pasó junto al ascensor. Ya nunca lo tomaba; especialmente para bajar. Cuando el ascensor iniciaba su movimiento hacia abajo, le resultaba imposible no flotar en el aire, aunque sólo fuera por unos momentos. No importaba que se preparara para combatir el momento; flotaba, y la gente podía volverse y mirarle.
Avanzó una mano hacia la barandilla en el arranque de la escalera y, justo antes de que su mano la tocara, uno de sus pies tropezó con el otro. Fue el tropezón más desmañado que se pueda imaginar. Tres semanas antes, Roger hubiera rodado escalera abajo.
Esta vez, su sistema autónomo se hizo cargo de las cosas, e inclinándose hacia delante, los brazos abiertos, los dedos de las manos extendidos, las piernas semidobladas, flotó hacia abajo como un planeador. Parecía estar suspendido por hilos.
Estaba demasiado desconcertado para contenerse, demasiado paralizado por el horror como para hacer algo. A medio metro de la ventana del piso de abajo, se detuvo automáticamente y flotó.
Había dos estudiantes en el piso adonde fue a parar, ambos apretados contra la pared, otros tres en el arranque de la escalera, dos en el piso de más abajo, y uno en el descansillo junto a él, tan cerca que casi podían tocarse.
Todo estaba muy silencioso. Todos le estaban mirando.
Roger se enderezó en el aire, descendió hasta el suelo, y echó a correr escalera abajo, empujando bruscamente a un estudiante fuera de su camino.
Las conversaciones se transformaron en una única exclamación a sus espaldas.
—¿El doctor Morton desea verme?
Roger se volvió en su sillón, sujetándose firmemente a uno de sus brazos.
La nueva secretaria del departamento asintió.
—Sí, doctor Toomey.
Se marchó rápidamente. En el poco tiempo que llevaba allí desde que la señorita Harroway presentara su dimisión, se había enterado de que el doctor Toomey tenía algo “raro”. Los estudiantes le evitaban. En su clase de hoy, los asientos de atrás habían estado llenos de murmullos de estudiantes. Los asientos de delante habían permanecido desocupados.
Roger miró al pequeño espejo de pared cerca de la puerta. Se ajustó la chaqueta y se sacudió un hilo, pero esa operación hizo poco por mejorar su apariencia. Su tez era cada vez más amarillenta. Había perdido al menos cuatro kilos desde que todo aquello empezara, aunque por supuesto no tenía forma de saber exactamente cuánto había perdido. Su aspecto general era enfermizo, como si su digestión estuviera perpetuamente en contra de él y venciera todos los combates.
No sentía ninguna aprensión acerca de aquella entrevista con el jefe del departamento. Había alcanzado un pronunciado cinismo referente a los incidentes de levitación. Aparentemente, los testigos no hablaban. La señorita Harroway no lo había hecho. No había ninguna señal de que los estudiantes que le habían visto en la escalera lo hubieran hecho tampoco.
Con un último toque al nudo de su corbata, abandonó el despacho.
El despacho del doctor Philip Morton no estaba muy lejos al fondo del pasillo, lo cual era un hecho que Roger tenía que agradecer. Cultivaba cada vez más la costumbre de andar con una sistemática lentitud. Alzaba un pie y lo adelantaba, observando. Luego alzaba el otro pie y lo adelantaba, observando también. Avanzaba decididamente encorvado, mirándose los pies.