Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Había llegado el momento de darle una explicación.
—Mire, tío, al final del documento hay firmas. Son los nombres de americanos eminentes, padres de su patria, a quienes todos reverenciamos. Cualquier cosa relativa a ellos interesa a todos los americanos.
—De acuerdo refunfuñó tío Otto—, te acompañaré tocando el
Stars and Stripes Forever
con la flauta.
Solté prestamente la carcajada para demostrar que tomaba a broma el comentario.
Porque si no era una broma, no había quien lo resistiera. ¿Han oído alguna vez a mi tío tocando el
Stars and Stripes Forever
con la flauta?
—Uno de los firmantes —expliqué—, procedente del Estado de Georgia, murió en 1777, al año siguiente de haber firmado la Declaración. No dejó muchos recuerdos, de modo que las firmas auténticas suyas figuran entre las más valiosas del mundo. Se llamaba Button Gwinnett.
—Pero ¿de qué nos sirve eso para ganar dinero? —preguntó tío Otto, siempre con la mente ceñudamente fija en las verdades eternas del universo.
—Aquí —respondí sencillamente— tenemos una firma auténtica, verdadera, de Button Gwinnett, en la mismísima Declaración de Independencia.
Tío Otto había quedado tan pasmado que guardaba un silencio absoluto, ¡y conste que para imponer un silencio absoluto a tío Otto hay que dejarlo realmente pasmado!
—Pues ahora —dije yo—, ahí la tiene, exactamente en el extremo izquierdo del espacio reservado para las firmas, junto con los otros dos firmantes de Georgia: Lyman Hall y George Walton. Advertirá usted que amontonaron las firmas a pesar de haber espacio abundante encima y debajo. La verdad es que la G mayúscula de Gwinnett desciende hasta entrar en contacto prácticamente con el apellido de Hall. Por consiguiente, no trataremos de separarlos. Los grabaremos todos. ¿Puede encargarse de ello?
¿Han visto jamás un perro sabueso que pusiera semblante de estar contento? Pues mi tío Otto consiguió ponerlo.
Una mancha de luz más intensa se posó sobre los nombres de los tres firmantes de Georgia.
Tío Otto dijo, un poquitín cortado el aliento:
—Hasta hoy, jamás había hecho este experimento.
—¿Qué? —grité yo. Ahora me lo decía.
—Habría demasiada energía requerida. No deseaba que la universidad indagara qué estaba ocurriendo aquí. ¡Pero no te apures! Mis matemáticas no pueden estar equivocadas.
Yo recé en silencio para que sus matemáticas no estuviesen equivocadas.
La luz se hizo aún más brillante y se levantó un zumbido que fue llenando el laboratorio de un ruido áspero. Tío Otto hizo girar un botón, luego otro, y luego un tercero.
¿Se acuerdan ustedes de aquella vez, hace sólo unas semanas, que todo el Manhattan alto y el Bronx se quedaron doce horas sin electricidad a causa del más condenado corte por exceso de carga en la central generadora principal? No diré que fuese culpa nuestra, porque no tengo ganas de que me procesen por daños y perjuicios; pero sí diré lo que sigue: la corriente cesó cuando tío Otto hizo girar el tercer botón.
Fuera del laboratorio, todas las luces se apagaron y me encontré en el suelo con unos zumbidos terribles en los oídos. Tío Otto estaba tendido sobre mí.
Nos ayudamos recíprocamente a ponernos en pie, y tío Otto encontró una lámpara eléctrica. Un momento después aullaba de angustia:
—Fundida. Fundida. Mi máquina en ruinas está. A la destrucción entregada ha sido.
—Pero ¿y las firmas? —le grité—. ¿Las tiene?
El se interrumpió a mitad de un grito.
—No lo he mirado.
Mientras lo miraba, cerré los ojos. La desaparición de cien mil dólares no es cosa para mirarla tan tranquilamente.
—¡Ah! ¡Ah! —gritó él. Y yo abrí los ojos al momento. Tenía en la mano un trozo cuadrado de pergamino de unos cinco centímetros de lado. Había en él tres firmas, y la de arriba de todas era la de Button Gwinnett.
Bueno, fíjense bien, la firma era absolutamente auténtica. No era una falsificación. No había ni un átomo de fraude en el negocio aquél. Quiero que se comprenda bien esto. En la ancha mano de mi tío reposaba una firma trazada por la georgiana mano del mismísimo Button Gwinnett en el pergamino auténtico, real y verdadero de la fidedigna, realísima y autentiquísima Declaración de Independencia.
Decidimos que tío Otto se trasladarla a Washington con el pedazo de pergamino Yo no servía para el caso. Yo era abogado. Se supondría que estaba demasiado enterado. En cambio, él era meramente un genio científico; de él no se supondría que supiera nada. Además, ¿quién podría sospechar que el doctor Schlemmelmayer fuese capaz de nada más que de la honradez más prístina?
Nos pasamos una semana retocando nuestra versión. Yo compré un libro para el caso (una vieja historia de la Georgia colonial) en una librería de ocasión. Mi tío Otto se lo llevaría consigo y afirmaría haber encontrado un documento entre sus páginas; una carta al Congreso Continental en nombre del Estado de Georgia. Pero al verlo levantó los hombros con indiferencia y sostuvo el pergamino sobre un mechero «Bunsen». ¿Qué interés había de sentir un físico por una carta? Luego se dio cuenta del olor peculiar que despedía al arder y de la lentitud con que se consumía. Apagó las llamas, pero sólo pudo salvar el trozo con las firmas. Al mirarlas, el nombre de Button Gwinnett hizo vibrar una delgada fibra de su memoria.
El se aprendió la versión al pie de la letra. Yo quemé los bordes del pergamino de forma que el nombre del fondo, el de George Walton, se chamuscara un poco.
—Así parecerá más real —expliqué—. Por supuesto, una firma sin una carta encima pierde valor; pero aquí tenemos tres firmas; las de los tres representantes.
Tío Otto estaba pensativo.
—¿Y si comparan las firmas con las de la Declaración y se dan cuenta de que hasta miradas al microscopio son idénticas, ¿no de fraude sospecharán?
—Ciertamente. Pero ¿qué pueden hacer? El pergamino es auténtico. La tinta es auténtica. Las firmas son auténticas. Tendrán que reconocerlo. Por más que sospechen algo raro, no podrán probar nada. ¿Se les puede ocurrir la idea de retroceder en el tiempo para saber la verdad? Ojalá armaran mucho revuelo sobre el caso. La publicidad haría subir el precio.
Esta última frase arrancó una carcajada a tío Otto.
Al día siguiente, el inventor subió al tren para Washington contemplando mentalmente constelaciones de flautas. Flautas largas, flautas cortas, flautas bajas, flautas trémolo, flautas macizas, micro-flautas, flautas para solo y flautas para orquesta. Un mundo de flautas para música modulada con la mente.
—Recuerda —fueron sus últimas palabras—, la máquina dinero no tengo para reconstruir. Esto debe salir bien.
—No puede fallar, tío Otto —dije yo, ¡Ahí
Al cabo de una semana estaba de vuelta. Yo había hablado con él, por teléfono, todos los días, y todos los días me había contestado que estaban investigando.
Investigando.
Claro, ¿no investigarían ustedes? Mas ¿de qué había de servirles?
Yo estaba en la estación esperándole. Su cara permanecía inexpresiva. No me atrevía a preguntarle nada en público. Tenía muchas ganas de inquirir:
«Bueno, ¿qué? ¿Sí o no?», pero pensé: «Dejemos que hable él»
Lo llevé a mi oficina. Le ofrecí un cigarro y un trago. Escondí las manos bajo la mesa, con lo cual sólo logré que la mesa bailotease también; de modo que me las puse en los bolsillos y temblé todo yo entero.
—Investigaron —dijo él.
—¡Claro! Ya le dije que investigarían. ¡Ja, ja, ja! ¿Ja, ja?
Tío Otto dio una larga chupada al cigarro. Dijo:
—El encargado de la Oficina de Documentos se acercó a mí y me dijo: «Profesor Schlemmelmayer, usted es víctima de un fraude inteligente.» Yo respondí: «¿Sí? ¿Y cómo puede ser un fraude? ¿Acaso la firma una falsificación es?» Y él respondió: «En verdad que no parece una falsificación, ¡pero ha de serlo!» «¿Y por qué ha de serlo?», repliqué yo.
Tío Otto dejó el puro, dejó el vaso y se inclinó hacia mí por encima de la mesa. Me tenía tan intrigado que yo me incliné hacia él, así que, en cierto modo, me hice acreedor a lo que me sucedió.
—Eso es, precisamente —balbuceé—, ¿por qué ha de serlo? No pueden probar ninguna anormalidad en ella, porque es auténtica. ¿Por qué ha de ser un fraude, eh? ¿Por qué?
La voz de tío Otto tenía un acento dulzón.
—¿Sacamos el pergamino del pasado? —preguntó.
—Sí. Sí. Usted sabe que lo sacamos.
—Muy pasado.
—Más de ciento cincuenta años atrás. Usted dijo…
—Y ciento cincuenta años atrás el pergamino en el que escribieron la Declaración de Independencia bonitamente nuevo estaba, ¿no?
Yo empezaba a entender el problema, aunque no con bastante rapidez.
La voz de tío Otto cambió de marcha y se convirtió en rugido opaco, retumbante:
—Y si Button Gwinnett en 1777 murió, ¡so cabeza de leño abandonada de Dios!, ¿cómo se puede encontrar una firma suya auténtica en un pedazo nuevo de pergamino?
Después de lo cual todo se redujo a que el mundo se precipitaba adelante y atrás a mi alrededor.
Espero que pronto podré volver a tenerme en pie. Todavía me duele todo el cuerpo; pero los médicos me dicen que no se me rompió ningún hueso.
Con todo, tío Otto no me tuvo que obligar a tragarme el maldito pergamino.
“Everest”
En 1952 estaban casi dispuestos a abandonar las tentativas de escalar el Everest. Pero las fotografías les mantuvieron en marcha.
Aunque como tales, las fotografías no eran gran cosa: borrosas, rayadas y sin otro detalle de interés que una especie de ampollas oscuras sobre el fondo blanco. Pero aquellas ampollas oscuras eran criaturas vivientes. Los hombres lo juraban.
—¡Qué diablos! —dije yo—. Hace cuarenta años que hablan de criaturas vivientes resbalando por los glaciares del Everest. Ya sería hora de que nos ocupáramos del caso.
Jimmy Robbons (perdonen, James Abraham Robbons) era quien me había empujado a esta actitud. El montañismo era su pasión. El sabía bien por qué los tibetanos no querían acercarse al Everest por considerarlo la montaña de los dioses. Era capaz de hablarme hasta de la última misteriosa huella de un pie más o menos humano de que hubiera habido noticia sobre el hielo a siete mil quinientos metros de altura; se sabía de memoria todos los cuentos fantásticos sobre las alargadas y blancas criaturas, corriendo veloces por las grietas de encima del último campamento que los alpinistas habían conseguido plantar en un paraje que encogía el corazón.
Es muy saludable tener a un tipo entusiasta como él en el cuartel general de Inspección Planetaria.
De todos modos, las últimas fotografías daban un tono mordaz a sus palabras. Al fin y al cabo, uno apenas podía pensar que aquello fuesen hombres.
—Oiga, jefe —decía Jimmy—, lo interesante no es la existencia de esas manchas, sino el hecho de que se mueven a gran velocidad. Fíjese en esa figura. Está borrosa.
—Es posible que se moviera la cámara.
—Esa grieta de aquí está sobradamente clara. Y los hombres juran que ese ser corría. Imagine el metabolismo que ha de tener para correr con esa presión de oxígeno. Oiga, jefe, ¿usted habría creído en los peces abisales, si no hubiese oído hablar nunca de ellos? Hay peces que buscan nuevos escondites en un medio ambiente que puedan explotar, con lo cual se hunden cada vez más en las profundidades, hasta que un día descubren que ya no pueden regresar. Se han adaptado tan perfectamente que pueden vivir bajo una presión de toneladas.
—Entonces…
—¡Maldita sea!, ¿no puede invertir el cuadro? Algunas criaturas se pueden ver obligadas a remontarse por la montaña, ¿verdad? Pueden adaptarse a resistir en una atmósfera más enrarecida y a temperaturas más frías. Pueden alimentarse de musgo, del mismo modo que, en última instancia, los peces de las grandes profundidades viven de la fauna que se va filtrando poco a poco hacia el fondo. Y hete ahí que esos seres de la montaña descubren un día que ya no pueden volver a bajar. No digo que sean hombres. Es posible que sean gamos, o cabras monteses, o tejones, o cualquier otra especie animal.
—Los testigos dijeron que tenían una figura vagamente humana —aduje yo, testarudo—, y declararon que las pisadas eran indudablemente semejantes a las humanas.
—O a las de los osos —dijo Jimmy—. No se puede saber.
Con lo cual aproveché la ocasión para repetir:
—Ya sería hora de que hiciésemos algo.
Jimmy levantó los hombros y replicó:
—Hace cuarenta años que tratan de escalar el Everest. —Y meneó la cabeza.
—Por amor de Dios —dije yo—. Todos ustedes, escaladores de montañas, están locos. No cabe la menor duda. No les interesa llegar a la cima. Lo que les interesa es llegar de determinada manera. Ya empieza a ser hora de que dejemos de tontear con piquetas, sogas, campamentos y toda la parafernalia del Club de los Caballeros, que envía primos hacia las laderas cada cinco años, poco más o menos.
—¿Adónde quiere ir a parar?
—El aeroplano lo inventaron en 1903, ¿sabe?
—¿Quiere decir volar sobre el Everest? —Lo dijo de la misma manera que un lord inglés diría: «¡Dispare contra la zorra!», o un pescador de caña: «¡Utilice gusanos!»
—Sí —respondí—, volar sobre el Everest y dejar caer una persona en la cumbre. ¿Por qué no?
—No viviría mucho tiempo. La persona que bajase a la cumbre, quiero decir.
—¿Por qué no? —pregunté otra vez—. Le sueltas suministros diversos y depósitos de oxígeno, y el sujeto en cuestión lleva un traje espacial, naturalmente.
Se precisó algún tiempo para lograr que la Fuerza Aérea prestase oídos y se declarase dispuesta a enviar un aeroplano; y por aquella fecha Jimmy Robbons había cambiado de ideas tan radicalmente que se ofreció para ser la persona a quien dejaran caer sobre el pico del Everest.
—Al fin y al cabo —dijo en un semimurmullo—, sería el primer hombre que habría pisado aquel suelo.
Ese es el comienzo de la historia. Una historia que en si misma se puede contar sencillísimamente, en muchas menos palabras.
El avlón aguardó dos semanas en el mejor período del año —el mejor por lo que respecta al Everest—, en espera de un intervalo de tiempo sólo moderadamente malo para el vuelo, y luego despegó. El piloto Informó por radio a un grupo de escucha del aspecto que tenía el Everest visto desde el aire, y luego describió minuciosamente el aspecto que tenía Jimmy Robbons mientras el paracaídas iba pareciendo cada vez más pequeño.