Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
El taxi se paró junto al bordillo.
Damelli abrió la puerta e indicó a Johannison, con un ademán, que subiera. Este subió; luego, con los ojos enrojecidos de cólera, arrancó la portezuela de la mano de Damelli, cerró de golpe y le gritó una dirección al taxista. Y se asomó por la ventanilla mientras el taxi arrancaba, dejando a Damelli plantado y mirando estupefacto.
—Dile a Everard que no le saldrá bien —gritó Johannison—. Sé qué os traéis entre manos.
Luego se derrumbó sobre el tapizado, exhausto. Estaba seguro de que Damelli había oído la dirección que había dado al taxista. ¿Acudirían los otros al FBI antes que él con algun cuento sobre una pretendida crisis nerviosa? Y los del FBI, ¿darían más crédito a la palabra de Everard que a la suya? No podrían negar la Interrupción de la radiactividad. No podrían negar la presencia de los libros falsificados.
Mas ¿de qué serviría todo ello? Estaba a punto de producirse un ataque enemigo, y hombres como Damelli y Everard… ¿Hasta qué punto estaba carcomido el país por la traición? De pronto se puso tenso, rígido.
—¡Chófer! —gritó. Luego, más fuerte—: ¡Chófer! El hombre del volante no volvió la cabeza. El tráfico discurría suavemente junto a ellos.
Johannison quiso levantarse del asiento; pero sentía una especie de vértigo.
—¡Chófer! —murmuró. No iban camino del FBI, sino que el taxista le llevaba a su casa. Pero ¿cómo sabia su dirección?
Claro, sería un taxista comprado. Johannison apenas divisaba los objetos y en sus oídos zumbaba un estrépito infernal.
¡Santo Dios, qué organización! ¡Era perfectamente inútil luchar! Johannison perdió el conocimiento.
Johannison andaba por la acera dirigiéndose a la casita de dos pisos, con fachada de ladrillo, donde vivían él y Mercedes. No recordaba cómo había salido del taxi.
Se volvió, y no había ninguno a la vista. Automáticamente se palpó la chaqueta en busca de la cartera y las llaves. Ambas cosas estaban en su sitio. No le habían quitado nada.
Mercedes estaba a la puerta, esperándole. No parecía sorprendida de verle regresar. Johannison dirigió una mirada rápida al reloj. Volvía a su casa cerca de una hora antes que de costumbre.
—Mercedes —dijo—, hemos de marcharnos de aquí para…
—Lo sé todo, Alex —le cortó ella con voz ronca—. Entra.
Mirándola, el marido creía estar contemplando el mismísimo cielo. Cabello lacio, tirando a rubio, con la raya en medio y recogido en forma de cola de caballo; grandes ojos azules, bien separados y con aquella ligerísima inclinación oriental, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza. Johannison la devoraba con la mirada.
Pero advertía que ella hacia un esfuerzo mayúsculo por reprimir cierta tensión.
—¿Te ha telefoneado Everard? ¿O acaso Damelli? —le preguntó.
—Tenemos visita —respondió la mujer.
«Han llegado hasta ella», pensó Johannison.
Podía cogerla de la mano y arrancarla del umbral. Correrían; probarían de ponerse a salvo. Pero ¿lo conseguirían? El visitante estaría aguardando entre las sombras del pasillo. Sería un hombre siniestro, se figuraba, de voz recia, brutal y con acento extranjero, plantado allí con una mano en el bolsillo, aunque formando un bulto mucho mayor que la mano. Atontado, entró en su casa.
—Espera en la sala —explicó Mercedes, por cuyo semblante cruzó momentáneamente una sonrisa—. Creo que no hay nada que temer.
El visitante estaba de pie. Tenia un aspecto irreal, con la irrealidad de la perfección. Tenía la cara y el cuerpo sin defecto alguno y completamente desprovistos de individualidad. Habría podido salir de un cartel publicitario.
Tenía la voz cultivada y desapasionada del locutor profesional. Una voz completamente desprovista de acento regional.
—Nos ha dado mucho trabajo traerle a casa, doctor Johannison —dijo el forastero.
El científico aseguró:
—Sea lo que fuere lo que pretenda, no estoy dispuesto a colaborar.
Mercedes intervino:
—No, Alex, no lo entiendes. Hemos conversado ya. Ese señor dice que la radiactividad ha quedado interrumpida.
—Sí, lo ha quedado, ¡y me gustaría que ese anuncio de cuellos de camisa me dijera cómo lo han hecho! ¡Oiga!, ¿es usted americano?
—Sigues sin comprender, Alex —dijo la esposa—. La radiactividad ha quedado interrumpida en todo el mundo. Ese hombre no pertenece a ninguna nación de la Tierra. No me mires así, Alex. Es cierto. Sé que es cierto. Mírale.
El visitante sonrió. Era una sonrisa perfecta.
—Este cuerpo bajo el que me presento —dijo—, ha sido esmeradamente confeccionado por encargo; pero no es más que materia. Está bajo un control absoluto. —Levantó una mano, y la piel desapareció. Los músculos, los rectos tendones y las sinuosas venas quedaron al descubierto. Las paredes de las venas desaparecieron y la sangre manó suavemente sin necesidad de que la contuvieran. Todo se disolvió para que ahora pudiera aparecer el hueso gris, liso. Que también se evaporó.
Luego reapareció todo.
—¡Hipnotismo! —murmuró Johannison.
—En modo alguno —negó tranquilamente el visitante.
Johannison preguntó
—¿De dónde es usted?
—Resulta difícil explicarlo, —contestó el otro—. ¿Importa realmente?
—He de comprender lo que está ocurriendo —gritó Johannison—. ¿No se da cuenta?
—Si. Me doy cuenta. Por eso estoy aquí. En este momento estoy hablando a ciento y pico de personas diseminadas por todo este planeta de ustedes. Desde dentro de diferentes cuerpos, por supuesto, dado que diferentes secciones de ustedes tienen preferencias y normas distintas en lo referente al aspecto del cuerpo.
Fugazmente, Johannison se preguntó si no estaría loco, después de todo.
—¿Son ustedes de… Marte? ¿O de otro sitio parecido? ¿Van a tomar el mundo? ¿Estamos en guerra?
—¿Ve usted? —dijo el visitante—. Esa clase de actitud es precisamente lo que tratamos de corregir. Su gente está enferma, doctor Johannison, muy enferma. Desde hace decenas de miles de años, años de los de ustedes, sabemos que esa especie particular a que pertenecen tiene grandes posibilidades. Pero nos ha desilusionado mucho observar que su desarrollo se ha desviado hacia un camino patológico. Claramente patológico. —Meneó la cabeza.
Mercedes se dirigió a su marido.
—Antes de llegar tú, me ha dicho que trataba de curarnos.
—¿Quién se lo ha pedido? —murmuró Johannison.
El visitante se limitó a sonreír, y explicó:
—Me encargaron esta tarea hace muchísimo tiempo; pero las enfermedades de esa clase siempre son difíciles de tratar. En primer lugar, está la dificultad de comunicarnos.
—Nos estamos comunicando, ¿no? —replicó tercamente Johannison.
—Sí. Hasta cierto punto, si. Yo utilizo los conceptos de ustedes, el código que ustedes adoptaron. Y que es bastante imperfecto. Ni siquiera podría explicarle la verdadera naturaleza de la enfermedad de su especie. Utilizando los conceptos de ustedes, la manera más aproximada de decirlo consistiría en afirmar que se trata de una enfermedad del espíritu.
—¿Eh?
—Es una especie de dolencia social delicada, escurridiza. Por eso he vacilado tanto tiempo antes de intentar una cura directa. Sería una pena que, por accidente, una potencialidad tan enorme como la que representa la raza de ustedes se nos perdiera. Hasta ahora, el recurso que he empleado durante miles de años ha consistido en actuar indirectamente, a través de los pocos individuos de cada generación que poseían una inmunidad natural para esa enfermedad. Filósofos, moralistas, guerreros, políticos. Todos los que poseían un atisbo de la hermandad universal. Todos los que…
—Muy bien. Y ha fracasado. Dejémoslo en eso. ¿Y si ahora me hablase de su pueblo, y no del mío?
—¿Qué le diría que usted pudiera entender?
—¿De dónde procede? Empiece por ahí.
—Usted carece del concepto adecuado. Yo no procedo de ninguna parte del recinto.
—¿De qué recinto?
—Del universo, quiero decir. Procedo de fuera del universo.
Mercedes volvió a intervenir, inclinándose hacia adelante.
—¿No entiendes qué quiere decir, Alex? Supón que tú aterrizases en la costa de Nueva Guinea y que hablases a unos nativos por televisión. Quiero decir a unos nativos que no hubiesen visto ni oído a nadie de fuera de su tribu. ¿Podrías explicarles cómo funciona la televisión y cómo te permitía hablar a muchas personas situadas en distintos lugares, a un mismo tiempo? ¿Podrías explicarles que la imagen no eras tú mismo, sino una ilusión que podías hacer desaparecer y reaparecer? Si todo el universo que tus oyentes conocieran quedase limitado a su propia isla, ni siquiera podrías explicarles de dónde procedes.
—Bien. Entonces, para ese individuo somos salvajes, ¿no es eso? —preguntó Johannison.
—Su esposa habla en metáfora —dijo el visitante—. Déjeme terminar. No puedo seguir tratando de estimular a la sociedad de ustedes a que se cure por si misma. La enfermedad ha llegado demasiado lejos. Tendré que alterar la composición temperamental de la raza.
—¿Cómo?
—Tampoco hay palabras ni conceptos para explicarlo. Habrá visto usted que poseemos un enorme dominio sobre la materia física. Nos ha costado muy poco esfuerzo interrumpir toda radiactividad. Ha resultado algo más difícil cuidar de que todas las cosas, comprendidos los libros, concordaran ahora con un mundo en el que la radiactividad no existe. Ha sido un poco más difícil todavía, y ha requerido más tiempo, el borrar toda idea de la radiactividad de las mentes de los hombres. En estos precisos instantes, en la Tierra no hay uranio. Y nadie lo ha oído mencionar jamás.
—Yo sí —replicó Johannison—. ¿Y tú, Mercy?
—Yo también lo recuerdo —contestó Mercedes.
—Con ustedes dos hemos hecho una excepción —dijo el visitante—, tal como la hacemos con un centenar y pico de hombres y mujeres de todas partes del mundo.
—No habrá radiactividad —murmuró Johannison—. ¿Nunca más?
—Durante cinco años de los de ustedes —dijo el visitante—. Se trata de una pausa, nada más. Una pausa, meramente; o llámelo, si prefiere, un período de anestesia, a fin de que yo pueda actuar sobre la especie sin el peligro eventual de una guerra atómica. A los cinco años, el fenómeno de la radiactividad se reanudará y existirán de nuevo el uranio y el torio, que actualmente han desaparecido. Sin embargo, el conocimiento de los mismos no retornará. Y ahí es donde entran ustedes. Y los demás tratados como ustedes. Ustedes reeducarán paulatinamente al mundo.
—Es toda una tarea. Hemos necesitado cincuenta años para llegar adonde estamos. Aun concediendo que la segunda vez quizá se tardase menos, ¿por que no devolver los conocimientos, sencillamente? Podrían hacerlo, ¿verdad que sí?
—Se tratará de una operación muy seria —replicó el visitante—. Se necesitará hasta un decenio para estar seguros de si surgen complicaciones o no. Por ello queremos que la reeducación se verifique despacio.
—¿Cómo sabremos que ha llegado el momento? —preguntó Johannison—. Quiero decir, que la operación ha terminado.
El visitante sonrió.
—Cuando llegue el momento, lo sabrán. Esté seguro.
—Bueno, es una maldición eso de esperar cinco años para que te suene un gong dentro de la cabeza. ¿Y si no suena nunca? ¿Y si la operación que va a realizar usted no tiene éxito?
—Confiemos en que si lo tendrá —respondió muy serio el visitante.
—Pero ¿Y si no lo tiene? ¿No podría borrarnos el recuerdo temporalmente también? ¿No podría dejarnos vivir normalmente hasta que haya llegado el momento?
—No, y lo siento. Necesito sus mentes intactas. Si la operación fracasa, si la cura no resulta bien, necesitaré una pequeña reserva de mentes normales, intactas, para engendrar, a partir de ellas, una población nueva de este planeta en la que se pueda intentar otra clase de cura. La especie de ustedes debe conservarse a toda costa. Es muy valiosa. Por eso estoy dedicando tanto tiempo a explicarles la situación. Si les hubiera dejado en la ignorancia en que estaban hace una hora nada más, habrían bastado cinco días (no hablemos ya de cinco años) para arruinarles por completo.
Y sin añadir ni una palabra más, desapareció.
Mercedes realizó las tareas necesarias para preparar la cena, y se sentaron a la mesa casi como si acabaran de vivir una jornada normal y corriente.
—¿Es cierto? —exclamó Johannison—. ¿Es real todo eso?
—Yo también lo he visto —contestó Mercedes—, Y lo he oído.
—He repasado mis libros. Están cambiados. Cuando haya terminado esta… pausa, habremos de trabajar de memoria, todos los que hemos quedado intactos. Tendremos que volver a construir los instrumentos. Tardaremos mucho tiempo en metérselo en la cabeza a los que no lo recordarán. —La cólera le dominó repentinamente—. ¿Y por qué? Me gustaría saber por qué.
—Alex —empezó tímidamente Mercedes—, ese ser quizá haya estado en la Tierra anteriormente y haya hablado con otras personas. Él ha vivido miles y miles de años. ¿No piensas que acaso sea eso que durante muchísimo tiempo hemos designado como… como…?
—¿Como Dios? —concluyó Johannison, mirándola—. ¿No es eso lo que querías decir? ¿Cómo puedo saberlo? Lo único que sé es que sus semejantes, sean quienes fueren, están infinitamente más adelantados que nosotros, y que él nos está curando una enfermedad.
—Entonces —dijo Mercedes—, me lo imagino como un médico, o el equivalente a médico que exista en su sociedad.
—¿Médico? Lo único que ha repetido muchas veces ha sido que el gran problema estaba en la dificultad de comunicarnos. ¿Qué médico no podría comunicarse con sus pacientes? ¡Un veterinario! ¡Un médico de animales! —Y apartó el plato.
Su mujer replicó:
—Aun así. Si trae el fin de las guerras…
—¿Por qué querría ponerles fin? ¿Qué somos para él? Animales. Para él somos animales. Literalmente. Lo ha dicho bien claro. Cuando le he preguntado de dónde venía, ha contestado que no venia del «recinto» ¿Lo ves? El recinto de los animales. Y luego lo ha cambiado por «universo». No venia del «universo». La dificultad de comunicación le ha delatado. Ha utilizado el concepto de lo que es nuestro universo para él, y no el de lo que es para nosotros. De modo que el universo es un corral de animales, y nosotros somos… caballos, gallinas, ovejas. Escoge.
—El Señor es mi Pastor. No me faltará…
—Basta, Mercy. Eso es una metáfora, y esto es una realidad. Si él es el pastor, entonces nosotros somos unas ovejas dotadas de un deseo y una habilidad extraños, antinaturales, de matarnos los unos a los otros. ¿Para qué habrían de interrumpirnos?