«Nada recuerdo yo con tanto gusto como las temporadas que he pasado en Villabermeja y los coloquios que allí he tenido con don Juan Fresco, mi querido tocayo. No había asunto sobre el que no hablásemos, dilucidándole hasta donde nuestro saber y nuestra inteligencia alcanzaban. Y cuando no estábamos de acuerdo, nos alegrábamos en vez de sentirlo, porque entonces nuestra conversación, con el apacible discutir, tomaba dulce y acalorada viveza. A veces lamentaba yo que escritores extranjeros se nos hubiesen adelantado en coleccionar y en poner por escrito con primoroso adorno los cuentos que corren en boca del vulgo. Los mejores, a mi ver, eran los mismos, con raras variantes, en Alemania y en Francia que en España, de suerte que nos habían robado lo más hermoso y rico de aquella materia épica difusa, sin que pudiésemos ya darle forma original en nuestra lengua castellana».
Juan Valera
La buena fama
ePUB v1.1
TabernaHormiga13.09.12
Título original:
La buena fama
Juan Valera, 1894.
Editor original: TabernaHormiga (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
Nada recuerdo yo con tanto gusto como las temporadas que he pasado en Villabermeja y los coloquios que allí he tenido con don Juan Fresco, mi querido tocayo. No había asunto sobre el que no hablásemos, dilucidándole hasta donde nuestro saber y nuestra inteligencia alcanzaban. Y cuando no estábamos de acuerdo, nos alegrábamos en vez de sentirlo, porque entonces nuestra conversación, con el apacible discutir, tomaba dulce y acalorada viveza.
A veces lamentaba yo que escritores extranjeros se nos hubiesen adelantado en coleccionar y en poner por escrito con primoroso adorno los cuentos que corren en boca del vulgo. Los mejores, a mi ver, eran los mismos, con raras variantes, en Alemania y en Francia que en España, de suerte que nos habían robado lo más hermoso y rico de aquella materia épica difusa, sin que pudiésemos ya darle forma original en nuestra lengua castellana.
Mi tocayo sostenía la contraria opinión, y afirmaba que había aún mil cuentos vulgares entre nosotros sin que nadie los hubiese recogido, y que no pocos de ellos eran deliciosos y hasta contenían veladas enseñanzas y misteriosas filosofías de subidísimo precio. El solía escudriñarlas y sacarlas a relucir, interpretando y comentando los tales cuentos como ciertos sabios neoplatónicos las antiguas fábulas griegas.
Varios de estos cuentos me refirió mi tocayo excitándome a que yo tomase la pluma y los escribiese; pero he de confesar que me parecieron casi todos tan absurdos que nunca me atreví a ceder a su súplica. Uno, sin embargo, el de LA BUENA FAMA, me bulle hace muchos años en la cabeza y pugna por escaparse de allí y derramarse en el papel, trascendiendo de la tradición oral a la escritura. El cuento es, sin duda, extraño, nada semejante a los demás de su género y amenísimamente tragicómico, si el narrador acierta a contarle como merece. Y no cabe la menor censura, sino estrepitosa alabanza, en lo que toca a la moralidad, ya que la de este cuento es ejemplar y severa. Sólo me han retraído de escribirle y me han hecho vacilar hasta hoy ciertos lances que hay en él, que no ofenden, sino que provocan la risa de la candorosa gente rústica cuando los relata o los oye; pero que acaso enojen a las damas melindrosas y a los pulcros cortesanos. A pesar de tan enorme dificultad, resuelto yo al fin a escribir el cuento, procuraré envolver lo substancial de los mencionados lances, algo escabrosos, en estuche de filigrana y entre perfumadas pleguerías, aunque el estilo tenga entonces que perder bastante de la sencillez y naturalidad que el argumento requiere.
Y dicho esto, para descargo y tranquilidad de mi conciencia, allá va la historia, según mi fresco tocayo me la contaba.
En la populosa capital de un reino que me sería difícil señalar hoy en el mapa, vivía, hará ya lo menos seis o siete siglos, una honrada viuda, tan hidalga como pobre, y agobiadísima, si no por lo avanzado de su edad, por desengaños, enfermedades y otras desventuras. Su difunto esposo había sido caballero tan cabal, que los de su época pudieron mirarse en él como en limpio espejo y tomarle por norma, dechado y cifra de las caballerescas excelencias, ya que, sobre ser gentil, elegante, discreto y ágil, descollaba en bizarrías y arrestos. Había recorrido muchas tierras remotas buscando aventuras entre pueblos de diverso sentir y pensar de los que el suyo tenía. Y en sus altas empresas militares, con frecuencia felices, había alcanzado envidiable gloria y garbeado además no cortos provechos.
Deslució, no obstante, tan buenas condiciones y prendas tan raras la inclinación irresistible de este caballero al lujo, a los banquetes, a las daifas y bagazas y, lo que es peor, a los dados y a otros juegos de azar y envite.
Dio esto lamentable ocasión a su prematura y desastrada muerte, a los dos años de su boda, consumida su hacienda y derrochado el dote de su mujer, a quien dejó encinta y en la mayor miseria y abandono.
Fue el caso que unos tahures, a quienes llamó fulleros, sin que ellos cara a cara se atreviesen a vengar la afrenta, le armaron celada en los obscuros pasadizos de un garito y allí, a puñaladas, le atravesaron el corazón y los hígados.
Imaginemos ahora la desolación de la señora doña Eduvigis. Así llamaremos a la viuda, supliendo la falta que por lo común se advierte en las historias tradicionales en que el pueblo olvida los nombres propios, aunque no olvide ni el más diminuto ápice de los sucesos.
Ella, doña Eduvigis, a pesar de los despilfarros, infidelidades y travesuras de su esposo, le amaba con fervor, y le lloró durante algunos meses, al cabo de los cuales hubo de mitigarse el dolor de la viudez, o, mejor dicho, hubo de eclipsarse por los del parto, el cual vino en sazón y derecho, y dio por resultado a una hermosa niña, ojinegra y morena, a quien, por expresa voluntad del difunto, que mil veces había pronosticado su hermosura, pusieron el inaudito nombre de Calitea.
El tiempo vuela y pasa con tan endemoniada rapidez que nadie habrá de pasmarse de que, al empezar de lleno nuestra narración, Calitea haya crecido y espigado, tenga ya veinte años cumplidos, resplandezca con todos los hechizos de la salud y de la mocedad virgínea y posea diversas habilidades y artes, como son las de la costura y el bordado, con las cuales se ganaba la vida y sustentaba modestamente a su madre, quien, según hemos indicado ya, estaba hecha una plepa y casi no valía para nada sino para aturdir y marear, dando disposiciones y echando regaños, ya a la única antigua criada que cuidaba de la cocina y del arreglo y orden de la casa, ya a la propia Calitea con motivo de los novios vitandos o deseables.
Salía de diario un río de elocuencia de la boca de doña Eduvigis. Imitemos a su hija, y, como ésta siempre, oigámosla nosotros con paciencia una vez siquiera.
En el cuarto menos malo del chiribitil en que vivían, cuarto que era a la vez estrado, comedor y sala de estudio y trabajo, bordaba Calitea en el bastidor, sentada cerca de la ventana, por donde penetraban, oblicuamente los alegres y gratos rayos del sol matutino, en un despejado y sereno día de invierno.
La madre, en medio de la estancia, sentada también, no diré junto, sino casi encima de un braserillo de azófar, tenía los pies sobre la tarima, y con la badila, en la diestra, ya accionaba al hablar, como si fuese la badila férula o signo de su magisterio, ya echaba firmas en la ceniza, haciendo brillar el rescoldo. Ella había extendido alrededor la falda de su vestido, y como el calor iba subiendo y recogiéndose en el amplio hueco, donde enrarecía el aire, doña Eduvigis, más seca y ligera que una paja, sentía el prurito, el conato y hasta el comienzo de una de las más extáticas maravillosas elevaciones. Sentía, además, a semejanza de la Pitonisa en Delfos, que le infundía inspiración aquel vaho.
—Niña, niña —decía, pues, con tono de inspirada—, cuan neciamente estás dejando pasar la edad florida y malgastando el tiempo propicio, que no volverá nunca. ¿De qué te vale todo lo que has estudiado, cavilado y alambicado, si no sabes vivir? Tú coses y bordas como las hadas; zurces con tamaña sutileza, que haces invisibles las huellas del rasgón más feo; tus dobladillos, calados, pespuntes y vainicas pasman a la costurera más hábil; y sobre ricos paños bordas en oro, seda y plata figuras prodigiosas de hombres, de animales y de seres imaginarios, que tú misma inventas y dibujas; pero, créeme, nadie pagará jamás tus puntadas sino con ruin tacañería. En cambio, ¿por qué no te percatas mejor, justipreciándolas y utilizándolas, de la sal y la pimienta con que el cielo te ha rociado? Eso sí que podría servirte en el mundo, poniéndote en andas y bajo palio y abriendo para ti el porvenir más halagüeño. Mira, hija mía, que te hablo, no con intenciones bellacas, porque yo he sido y soy rígida en mis costumbres, y, aunque me esté mal el decirlo, raro modelo de esposas, sino para que, sin el menor deterioro de tu honestidad y sin el más somero quebranto de la ley de Dios, aproveches la hermosura, la gracia y el garabato que tienes y los conviertas en anzuelo para pescar buen marido. No lo digo por mí. Ningún interés egoísta me mueve. Lo digo por tu bien. Discurro como madre previsora. El día menos pensado caerá por tierra el ruinoso edificio de mi cuerpo y te quedarás huérfana, desvalida y sin arrimo, en medio de esta gran ciudad, donde habrá mil peligros que te rodeen, como preciada navecilla sin piloto y con poco lastre que audaz se engolfa en mar borrascoso, lleno de escollos e infestado siempre de codiciosos piratas. Es menester, por consiguiente, que te cases pronto y bien, tanto para salir de los ahogos y estrechezas en que vivimos, si vivir así es vivir cuanto para que logres el marido que tu condición requiere, como enriscada alcazaba que, por inexpugnable que sea, requiere quien la mantenga y custodie. Este marido ha de ser respetado a fin de que te haga que te respeten, y vigile por tu honra y la acreciente con la suya; y ha de ser rico, a fin de que tú vivas con el regalo, la elegancia y el decoro que mereces, y a los que no me negarás que eres harto aficionada.
Había heredado Calitea los ímpetus y el desenfado de su padre, y así, sin poderse contener y atropellando un poco el respeto debido, interrumpió de este modo el bello discurso materno:
—Querida mamá, no te canses ni me canses. Ya te lo he dicho mil veces y te lo repito ahora. Yo no me casaré nunca para que me mantengan. Me casaré con el que me enamore, aunque sea pobre. Lo que es respetado, de fijo que lo será, que no he de poner yo mis ojos ni mi alma en un sujeto vil. Mas no necesitaré que me defienda ni que me vigile. Eso sé yo hacerlo sin auxilio de nadie. Ni quiero tampoco que su honra aumente la mía, pues me considero tan honrada que no cabe más. Y en punto a la elegancia y al regalo de que me dices que amo, y yo no te lo niego, sábete que el mayor regalo y la mayor elegancia para mí estriban en cumplir con mi regalado gusto, y mi gusto no se verá cumplido mientras no halle novio que me hechice por su discreción, valor y gallardía, robándome el corazón y cautivándome los sentidos y las potencias. Si no hallare yo y si no se me ofreciere esta joya, me quedaré para vestir santos y me iré con palma a la sepultura.
—Pero, ¡hija de mis entrañas! —interrumpió la madre—. ¿A qué viene ese caramillo que estás armando? De sobra sé que no se hizo la miel para la boca del asno, y de sobra sé que tú eres miel. ¿Cómo había yo de pensar en casarte por codicia con ningún mostrenco? Lo que me lleva a hablarte así es la certidumbre que tengo de que hay alguien que te quiere, que aspira a tu mano, que posee todas esas perfecciones de que hablas y que además es rico como un Creso. Algunos más años cuenta de los que convendría que contase para que la unión fuese proporcionada; pero, ¿cómo no perdonar esta desproporción a quien puede endulzarla con muchísimos millones de ducados? Vamos, es una bendición del cielo, una fortuna colosal la que se nos entra por las puertas de casa o nos cae encima como llovida. Delirio sería desdeñarla. Y todo ¿por qué? Porque el fruto, aunque jugoso y exquisito, está algo maduro.