La buena fama (7 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: La buena fama
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No es del caso referir aquí los inauditos sucesos, los lances de amor y fortuna y las interesantes impresiones de don Adolfo en aquellas regiones del aurora, casi dominadas entonces por los Guridas, que habían suplantado a los indignos y débiles sucesores de Mahamud de Gasna.

Bástenos saber que don Adolfo se hizo por allí grande amigo de un sujeto muy importante que era ya amigo de su amo. Su buen humor, su despejo y sus chistes cayeron tan en gracia a aquel señor indio, que continuamente quería tener a don Adolfo en su compañía; y como ya era anciano y sin hijos, se dio a querer a don Adolfo como se quiere un padre.

Y fue lo más singular que este señor no era un cualquiera, sino uno de los más prodigiosos sabios y magos que ha habido en Oriente. Gustaba mucho de los cristianos, cifrando su mayor gloria en descender del más ilustre de los tres reyes magos que vinieron al portal de Belén. Él se jactaba de ser el cuadragésimo nieto del que nosotros llamamos Melchor, aunque en la India tenía otro nombre. Lo que es yo ni afirmo ni niego esta descendencia; pero no me explico por qué se enfurecía tanto don Prudencio cuando de ella se hablaba. Los reyes magos fueron personas de carne y hueso; y como no consta que hiciesen voto de castidad, bien pudieron dejar sucesión que hasta el siglo XIII se perpetuase.

Como quiera que ello sea, este sabio sobresalía de tal suerte en su ciencia intuitiva, tan superior a las groseras ciencias experimentales de que hoy en Europa nos envanecemos, y era tan hábil en las artes taumatúrgicas que las dos profetisas Elena Blavatsky y Ana Besant, el coronel Olcott, el doctor Francisco Hartmann y otros teósofos han puesto últimamente en moda por acá y en América, que nadie le daba otro nombre que el altamente honorífico y repleto de significado de Criyasacti, o, como si dijéramos, el poder creador por quien los conceptos más atrevidos que nacen en lo profundo del espíritu salen fuera de él y aparecen en el mundo visible con figura, consistencia, movimiento y vida.

A fin de hacerse cargo de lo que es este poder y calcular su extensión, es indispensable entender que, en grado infinitamente superior, y con acción no lenta y metódica, sino casi instantánea, se parece algo al poder que ejerce un hombre docto en química, mecánica y otras ciencias europeas, cuando somete a su voluntad, aunque de un modo burdo y trabajoso, algunas energías de la naturaleza. Pero ¿qué valen sus potingues, aparatos y maquinarias en comparación de lo que estos magos de Oriente inventan y producen? Más adecuado símil será decir que tales invenciones y producciones o creaciones son como las del poeta y las del artista, si bien con la notabilísima diferencia de que las del mago tienen realidad y verdad, y las poéticas y artísticas sólo son remedo de la verdad: verosímiles, o digamos de mentirijilla.

Para llegar a saber y a hacer lo que sabía y hacía Criyasacti, habría sido indispensable abismarse en la profundidad de los más recónditos estudios y tener una vida inmaculada y austera; pero no se oponía esto a que Criyasacti, en vez de ser tieso y adusto, fuese facilitón y campechano, muy aficionado a reír y más alegre que unas sonajas. Nada le agradaba tanto como las chuscadas y las burlas, con tal de que pudiese sacarse de ellas alguna provechosa enseñanza y no redundasen en perjuicio de tercero.

Y no hay que extrañar esta inclinación de Criyasacti, ya que hasta los santos han sido a menudo alegres y chistosos. ¿Y por qué han de estar en oposición la santidad y la alegría? ¿Por qué no ha de tener gracia quien está en gracia de Dios? Quédese la tristeza para el delincuente, para el envidioso y para el tramposo; y el que no tiene remordimientos, ni envidias, ni ambiciones, ni deudas, sea todo regocijo. ¡Cuán lindamente expone todo esto el padre Boneta en el sabroso libro que dio a la estampa sobre la virtud de la eutrapelia y las sales, chistes y agudezas de los santos!

En fin, Criyasacti era chusco, pero benéfico; era un encantador de buena índole y muy regocijado.

Merced a este regocijo, a la serenidad de espíritu que los filósofos llaman ataraxia, a una vida casta y muy ordenada y a la dieta o alimentación de sólo vegetales, huevos y leche, Criyasacti, en vez de malograrse, alcanzó la avanzadísima edad de ciento veinte años y algunos meses. Pero como en este mundo no hay nadie a quien no le llegue su hora, llegó al cabo la del último vástago de la dinastía mediatizada de los Melchores, y sin dejar sucesión expiró tan suavemente como había vivido, entre los brazos de su amigo don Adolfo, a quien instituyó universal heredero de sus bienes, salvo los libros, que don Adolfo no hubiera podido entender, y las baratijas y chirimbolos de magia, que no hubiera sabido manejar, todo lo cual fue recogido por la congregación de magos, de la que era Criyasacti gloria y orgullo.

Viéndose don Adolfo huérfano y rico, se hartó de estar en la India y se volvió a Damasco con el mercader güebro, de quien no era ya esclavo, sino socio. En Damasco tuvo grandísimo deseo de volver a tierra de cristianos; arregló sus asuntos de aparcería con su socio el mercader, se despidió de él con lágrimas y muy cariñosos abrazos, y se vino a Europa.

Primero en la gran ciudad de Constantino, y después en Sicilia y en Italia, ora en Mesina, ora en Palermo, ora en Nápoles y ora en Roma, Florencia, Milán y Venecia, vivió don Adolfo con tanto boato y tan a lo príncipe, que pronto devoró casi toda la hacienda que Criyasacti le había dejado y volvió a ser el caballero de la Bolsa vacía.

Entonces fue cuando, algo compungido, buscó refugio en su patria; se propuso recogerse a buen vivir, aunque no lo cumplió, como ya sabemos, y se casó con doña Eduvigis.

Tales, en compendio, son las noticias que Calitea pudo recoger de su madre y de don Prudencio. Para ello tuvo que descartar no pocas fábulas calumniosas que don Prudencio forjaba sin querer, arrastrado por sus preocupaciones y por el odio que profesaba a Criyasacti sin haberle visto.

En vez de suponerle nieto cuadragésimo del rey mago Melchor, sostenía que era, como Merlín, hijo del diablo.

—¿Quién sabe —decía a veces— si no descendería Criyasacti del propio Merlín, el cual me consta que estuvo en la India perfeccionándose o, mejor diré, endemoniándose más en sus artes y fabricando aquel gigante monstruoso llamado Gargantúa? Merlín era más enamorado que un mico, como se ve de sus amores con Viviana, quien, a despecho del infernal poder del encantador, le tuvo encerrado en la Floresta de Brocelianda, donde el caballero Galbán le halló hecho un gurrumino. Lo probable es, pues, que Merlín dejase bastardos en la India, en el mucho tiempo que allí estuvo.

Contra estas atrevidas suposiciones, fundadas en historias o consejas disparatadísimas que corrían entonces por toda Europa, nada replicaba Calitea; pero se apesadumbraba en extremo del constante empeño del clérigo en injuriar la memoria del amigo y espléndido bienhechor de su padre, y en ocasiones contradecía a don Prudencio para defender al mago indio.

Así, por ejemplo, cuando don Prudencio aseguraba, como si lo viese, que Criyasacti estaba ardiendo en vivas llamas allá en los quintos infiernos, Calitea sostenía que Dios no podía haber condenado a una persona tan buena, la cual, si bien ella no creía que estuviese en el cielo, no era temerario, sino piadoso, entender que se encontraba en unos a modo de Campos Elíseos, no lejos de la mansión de los precitos, pero donde la vida de ultratumba se pasa muy a gusto y con bastante regalo, en compañía de Aristóteles, Platón, Virgilio, Averroes, el propio Saladino y otros varones preclaros y virtuosos, que, por más que no conociesen o no aceptasen la ley de Moisés ni la ley de Gracia, vivieron con honestidad y decencia, según la ley de la revelación primitiva y según los preceptos y orden de Melquisedec.

Sosteniendo además que había magia blanca, Calitea defendía a Criyasacti de las tremebundas acusaciones de don Prudencio, quien afirmaba que no había sino magia negra, obra del diablo; de suerte que en lo único en que aprobaba la conducta de don Adolfo era en no haberse dejado seducir y en no haber aprendido palotada de aquella ciencia maldita, sin duda por no querer untarse, ni volar al aquelarre, ni comer niño crudo, ni firmar con su sangre un execrable pacto con Lucifer.

XIII

Por fortuna, vivía a la sazón en aquella ciudad cierto personaje que, a pesar de la oposición de don Prudencio, y de doña Eduvigis, visitaba con frecuencia a Calitea y le daba más favorables informes y mejores noticias de su padre y de los amigos de su padre.

Era este personaje un anciano médico y filósofo griego llamado el doctor Teódulo, que había venido a establecerse allí, emigrando de Constantinopla cuando los latinos se apoderaron de aquella ciudad y destronaron al emperador Ducas Murzuflo.

Don Adolfo, por recomendación de Criyasacti, que había estado en correspondencia científica con el doctor Teódulo, conoció y trató a este sabio, e intimó con él desde que estuvo en Constantinopla, de vuelta de Damasco.

Ya en la ciudad donde se realizan los casos que relatamos, habiendo hallado don Adolfo a su antiguo amigo, la amistad de ambos se hizo más íntima.

Duró la amistad hasta la muerte violenta que dieron a don Adolfo aquellos desalmados fulleros; pero antes había él confiado al doctor cuanto podía confiarle. Criyasacti le había vaticinado que tendría una hija hermosísima, y él, no dudó nunca de que la tendría; y como recelase, según la mala vida que llevaba, que podría acabar en mala muerte, encomendó al doctor Teódulo que si él moría entregase a su hija cierto presente, que al efecto puso en su poder, y que, según las instrucciones de Criyasacti, no había, de recibir la niña hasta el día mismo en que cumpliese veintitrés años.

Llegó al fin dicho día, que era el del solsticio de estío, y el doctor Teódulo, que había solicitado y obtenido de Calitea cita para una larga conferencia a solas, acudió a visitarla cuando estaba el sol en el meridiano, que fue el momento en que ella nació, y antes de enseñarle y de entregarle lo que traía para ella en una cajita, que vendría a tener una tercia de largo, le echó el discurso que procuraremos con toda fidelidad reproducir aquí.

—En esta ocasión solemne —dijo el doctor— en que vas, ¡oh gentil Calitea!, a recibir y a guardar un objeto que, por medio de tu padre, el propio Criyasacti te regala, es menester que yo te diga algo de Criyasacti y disipe los escrúpulos que las habladurías de don Prudencio pueden haberte inspirado. Criyasacti fue un mago profundísimo, el más profundo y portentoso que durante muchos siglos se ha conocido; pero fue mago blanco y natural, y jamás tuvo trato con el diablo. No es de extrañar que se haya lanzado tan ridícula calumnia contra él, que al fin era pagano, cuando entre católicos han sido acusados de lo mismo varones tan católicos y piadosos como Gerbert, que fue papa bajo el nombre de Silvestre II, y cuando hoy acusan a un frailecito de San Francisco, inglés de nación, al hermano Rogerio, que empieza a aturdir a todas las gentes con lo mucho que sabe, averigua y descubre. Prescindamos de esto; y con la intención de que penetres el verdadero sentido de las cosas, sin gastar yo saliva y tiempo en dibujos, y fiándome, como me fío, en la rapidez de tus entendederas, que todo lo cogen al vuelo, te explicaré concisamente lo que es magia legítima, y la distinguiré de lo que el vulgo confunde con ella, y que nosotros debemos llamar, ora magia falsa y heterodoxa, ora magia soez y villana. Esta última es la sola diabólica: las otras dos merecen calificarse: la una de divina y la otra de seudodivina.

Hablaré primero de la magia diabólica, o dígase brujería.

La brujería es de tres clases. La más vil, aunque también la más disculpable, si cupiese en ello disculpa, es la que nace de la ignorancia, de la miseria y de los padecimientos de la plebe. La asiduidad y dureza del trabajo, la falta de abrigo contra el rigor y las inclemencias de las estaciones, el hambre, la abyección y los malos tratamientos suelen engendrar nefandos odios contra el Creador y contra sus obras, y mover a muchas personas a que por desesperación se den al diablo. Estas personas constituyen la mayoría de los brujos y de las brujas; y ya con realidad, que no he de discutir aquí, ya por extravío delirante, ya en visiones y sueños producidos por infames linimentos y bebedizos, ven y hablan al diablo, acuden a sus saraos y tertulias, bailan con él, oyen sus misas, entonan sus letanías, celebran ritos asquerosos para adularle y le consultan las bellaquerías, delitos y liviandades que quieren cometer y que cometen.

Espero que el señor don Prudencio me hará el favor de creer que Criyasacti no era brujo de esta clase.

Calitea sonrió moviendo la cabeza, y el doctor Teódulo prosiguió:

—Brujo de otra clase, y los peores, en mi sentir, son los que, valiéndose de la destreza, de la fuerza, de los secretos científicos o de las artimañas que poseen, encantan y seducen a los tontos, mienten, estafan, medran y triunfan a costa de ellos, y aun a costa de los avisados, y sólo miran al provecho propio. Estos ayudan a Satanás y Satanás los ayuda; aunque no le ven jamás, están obsesos por él; y aunque no le hayan firmado pacto alguno, tienen con él pacto implícito. No seré yo, por último, quien niegue que ha habido, hay y habrá letrados y doctores de voluntad débil, perversa o inclinada al pecado, que, a impulsos de la codicia, de la ambición, de la sed de deleites o del deseo de ser amados de alguna mujer, firman un contrato con el demonio y le venden el alma. Después que estos tales se divierten y consiguen cuanto se les antoja, suelen arrepentirse y encomendarse a Dios o a algunos santos, y acaban por salvarse, a pesar del contrato, dejando al diablo, que les ha servido de paje, espolique y tercero, burlado y con un palmo de narices. El célebre Teófilo, cuya historia está escrita en todos los idiomas, y sobre el cual compuso una comedia cierta monja alemana, es hasta hoy el más notable ejemplo de esta travesura; ejemplo que yo considero nocivo, porque es feo faltar a lo pactado, aunque se pacte con el demonio, y porque envalentona a los pícaros a pactar con él, para engañarle y chasquearle, cuando pueden ser ellos los que se lleven chasco.

Abandonemos ya estas impurezas y hablemos de la magia blanca, limpia y legítima.

Hay una beldad soberana que lo hermosea todo, una luz que todo lo ilumina, una voluntad que todo lo mueve y una esencia inteligente que todo lo llena, que todo lo penetra y que todo lo ordena y dirige. No hay hombre que, por mucho que estudie y sepa, atine a comprender sino muy vagamente a este Ser infinito. Debemos contentarnos con formar de Él el incompletísimo concepto que cabe en nuestras almas, dando a este concepto cuantas buenas cualidades podemos concebir en nosotros, elevándolas luego a la infinita potencia. Nuestras almas, no obstante, son nobilísimas, como hechas a imagen y semejanza de Dios, y allí, en el abismo de ellas, si penetramos bien con el pensamiento, abstraído en todas las cosas exteriores, está Dios tan cerca de nosotros, que llegamos inmediatamente a Él. Estame atenta, hija mía, porque lo difícil de entender estriba en esto, y yo no quisiera inducirte en error.

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